SANTIAGO DE CHILE, martes, 11 junio 2007 (ZENIT.org).- Treinta y siete años después de su muerte, Christopher Dawson, el filósofo de la historia, sigue dejando lecciones, en particular a los creyentes, constata el doctor Jaime Antúnez Aldunate, quien ha publicado un libro.
El director de Humanitas ha profundizado en su libro «Filosofía de la historia en Christopher Dawson», Ediciones Encuentro (www.ediciones-encuentro.es) en la herencia intelectual y espiritual de este anglicano británico, nacido en 1889, quien se convertiría en su juventud al catolicismo.
Al destacar la influencia que tiene este autor, Antúnez, en una entrevista concedida a Zenit, constata que «es indicativo que un «best seller» en el debate contemporáneo, como Samuel Huntington, dé inicio al más divulgado de sus ensayos –«The Clash of Civilizations»–, citando, entre los autores modernos a Christopher Dawson».
Tres son las obras fundamentales de Dawson: «Progress and Religion» (concebida originalmente como introducción a un largo proyecto titulado «The Life of Civilizations», que no llegó a realizarse en su integridad); «Religion and Culture»; y, «The Dynamics of World History» («La Dinámica de la Historia Universal»).
-¿Es Dawson un puro historiador? ¿Estamos frente a un filósofo de la cultura? ¿Trátase su obra de una filosofía de la religión? ¿O bien de una filosofía de la historia?
–Jaime Antúnez: Una respuesta ajustada obliga a afirmar, en primer lugar, que una preocupación de esa índole estaría lejos de inquietar al propio Dawson. Se sentiría seguramente incomodado y desde luego dubitativo en cuanto a qué responder. Quien haya leído su obra verificará, en segundo lugar, que podría perfectamente darse incluso una respuesta afirmativa a las cuatro posibilidades que me formula, pues en el historiador Christopher Dawson hay en efecto, al mismo tiempo que una filosofía de la cultura, una filosofía de la religión y, por cierto, también una filosofía de la historia. Es verdad que en alguna ocasión nuestro autor parece reluctante a que lo consideren primordialmente un filósofo. Asimismo, para algunos conocedores de su obra, el mayor valor suyo radica en la inteligencia y enorme amplitud panorámica de sus percepciones, más que en la estructuración rigurosa de una filosofía o en un estudio filosófico de la historia, como puede verse por ejemplo en su contemporáneo, también británico, Arnold Toynbee. Si esto es efectivamente así, nadie entre tanto podrá negar el valor, la hondura y la originalidad de una importante cantidad de intuiciones filosóficas suyas, nacidas de la meditación de la historia, así cómo la consistencia que se desprende del conjunto de ellas, aun cuando a veces adolezcan de cierta falta de sistematicidad.
–Precisamente usted dedica el segundo capítulo de su libro a confrontar el pensamiento de Dawson con el de Spengler y el de Toynbee.
–Jaime Antúnez: Esto me pareció una tarea útil y hasta necesaria en orden a profundizar en el significado y valor de la obra de Dawson, pues introduce en seguida al lector en su horizonte filosófico propio y, lo más importante, lo sitúa de entrada como un autor distante y contrapuesto a las escatologías inmanentistas o intramundanas, y a las filosofías de la historia impregnadas de idealismo hegeliano manifiesto o difuso, que tanto proliferaron en el siglo XX… Dawson dedica por lo demás, a cada uno de los dos autores mencionados, un capítulo especial de «La Dinámica de la Historia Universal», amén de numerosos comentarios esparcidos en sus libros y artículos.
–Parece quedar así respondido que en el estudio de la obra de Dawson, si bien puede hacerse un enfoque centrado en el historiador que fue, también se lo puede hacer en el filósofo.
–Jaime Antúnez: Así es. Por eso también tuve la preocupación de poner de relieve aquellas investigaciones y reflexiones suyas que contribuyen a iluminar el horizonte de sentido de los hechos humanos. Hay que decir –a propósito de la filosofía de la historia– que Dawson es un decidido defensor de lo que llama «metahistoria» –su propio y más genuino campo de pensamiento– ámbito en el que cohabitan y se complementan desde la historia hasta la teología, pasando por la sociología, la ciencia política, la antropología, el arte y la filosofía.
Particular relevancia tiene en el conjunto de esta «metahistoria» dawsoniana, la concepción de la cultura. Ella atraviesa y enriquece toda su obra y resulta de una equilibrada ecuación de elementos materiales –«biologismo moderado» podríamos llamarla, que comprende desde el contexto geográfico hasta la conformación de las razas– y elementos espirituales, fórmula que supera con ventaja los desequilibrios producidos por diferentes determinismos filosóficos. En dicha ecuación prevalece siempre el factor espiritual –garantía última de la libertad humana– pues la síntesis de una cultura se obtiene para Dawson en el plano de la inteligencia, siendo la más alta expresión de ésta, postula, la inteligencia de la religión.
–Pero esto va más lejos en Dawson, apuntando hacia una visión de la historia «bajo la especie de lo eterno»…
–Jaime Antúnez: Hay efectivamente en todo esto, como ya se puede intuir, infinitamente más. Pues en último término la luz aportada por el judeocristianismo a la intelección de la historia, que Dawson asume, encuentra su natural culminación en la propia presencia de lo divino en la historia: Dios se ha revelado primero al hombre y más tarde se ha hecho hombre por la encarnación de la segunda Persona de la Trinidad. Encarnación y Trinidad constituyen así el eje de la «metahistoria» desarrollada por Dawson. Queda puesta así ante nuestros ojos, efectivamente, la historia «sub specie aeternitatis», como él lo expresa.
–Destaca usted que aquello que definitivamente marca el carácter de una cultura y de una civilización y su diferencia con otra será, en la perspectiva de Dawson, una determinada visión del mundo, un cierto concepto de la realidad.
–Jaime Antúnez: Ni la región, ni la raza, ni siquiera la lengua –resultado de una tradición racional– guardan para él comparación en sus efectos sobre la cultura, con aquel que tiene el mundo interior propio, que es el que la define. Podrá dicha visión ser el resultado de generaciones de pensamiento y acción común o brotar de la repentina inspiración de un espíritu iluminado. Entre tanto, prácticamente siempre, su efecto sobre la «materialidad» de la cultura será infinitamente más apreciable que el que dicha «materialidad» pudiera en alguna circunstancia llegar a tener sobre el espíritu de la cultura. Esta preeminencia de la inteligencia en la concepción de la cultura no implica, como es fácil advertir, que Dawson esté de algún modo comprometido con el punto de vista intelectualista de los filósofos de los siglos XVIII y XIX. Mientras estos niegan a la religión su influencia vital en el plano del progreso humano –no serían las religiones más que estadios en el paulatino autodesarrollo del Espíritu puro, afirman– nuestro autor amplía el concepto de mente humana considerando en él todo el hondo espacio de la conciencia. Analiza el desarrollo de las más diversas sociedades, desde las primitivas hasta las de nuestro tiempo, indagando en las características de las grandes crisis de la historia y en la reacción que tienen ante ellas las distintas fuerzas vitales que dan soporte a las sociedades, y concluye que, en el curso de los siglos, puede comprobarse de modo reiterativo que la religión es la mayor «fuerza cohesiva» de la cultura y que constituye la «clave de bóveda» de toda gran civilización, ello hasta el punto que cuando una sociedad pierde su religión, tarde o temprano
pierde su cultura.
–La historia de la cultura se diseña así a los ojos de Dawson como esos manuscritos antiguos que conservan siempre las huellas de escrituras anteriores, nunca enteramente borradas, y que se conocen con el nombre de «palimpsestos», recuerda usted.
–Jaime Antúnez: En estos, en los trazos dejados por las culturas primitivas y también por las más desarrolladas, figura un mundo que yace profundamente bajo la superficie de la conciencia, explica Dawson. Fluye también de esta concepción de la cultura el carácter eminentemente conectivo del conocimiento histórico, de la historia como memoria, tradición y conocimiento interior, sobre todo.
–En esta misma línea de consideraciones, ¿puede explicar por qué la distancia que separa a lo religioso de lo irreligioso para Dawson, más que en «niveles de cultura», estriba en niveles de conciencia?
–Jaime Antúnez: Nuestro autor demuestra, por ejemplo, que cuando el misterio manifestado en la naturaleza es adorado por sí mismo, se está aún en el estadio del paganismo. En cambio, que cuando las fuerzas que gobiernan la naturaleza permiten entrever al Dios del alma, aunque sea todavía en las profundas oscuridades de la conciencia, están ya otorgadas las bases para una evolución religiosa, tal como ella se aprecia en las religiones históricas. Como se percibe, el mundo de la cultura llega a existir por la cooperación entre la psique y la razón y ha sido, afirma Dawson, función histórica de las religiones lograr ese ensamble. De ahí sus formulaciones tan sustanciosas: «Las religiones mundiales han sido las claves de bóveda de las culturas del mundo de suerte que, si se las quita, los arcos caen y el edificio se derrumba». Se hará en consecuencia necesario mirar hacia este ámbito superior de la realidad, nos dirá, para alcanzar una verdadera comprensión de las formas internas de una sociedad y de su cultura.
–Sin embargo el mismo Dawson precisa que esa relación entre religión y cultura es también tensa y ambigua, que su influencia es recíproca y que opera en diferentes direcciones…
–Jaime Antúnez: Ello se observa de modo muy evidente, por ejemplo, en circunstancias de grandes cambios culturales, pues, aunque de modo general la religión ejerza una influencia como fuerza unificadora en la creación de una síntesis cultural y en el soporte de las tradiciones, ofrece también factores que facilitan o impulsan el dinamismo transformador de las sociedades, pudiendo incluso llegar a operar –el sentimiento religioso– como fuerza desintegradora en momentos de auge revolucionario. Es bien visible que esta ambigüedad en las relaciones entre religión y cultura ha generado a lo largo de la historia fuertes tensiones.
–Hoy «han caído las barreras de las culturas-religiones y por primera vez en la historia todo el mundo físico llega a ser uno solo», escribe Dawson en 1945, avizorando un fenómeno que considera anómalo y exclusivo de esta época, y que a su juicio amenaza la supervivencia de la religión y también de la cultura.
–Jaime Antúnez: Esa inclinación de la cultura observada por él, originada en Europa e inspirada, aunque no en forma exclusiva, en la filosofía de la Ilustración, navega hoy más que en la fuerza de estructuras ideológicas, «en las técnicas científicas occidentales que proporcionan la estructura común de la existencia humana y la base sobre la cual se está formando una nueva civilización científica universal», expresa nuestro autor. ¿Qué desafío advierte, en el fondo, en este contexto –«unificado, organizado y controlado por el conocimiento y las técnicas científicas»– para la religión, y en particular para las grandes religiones universales? Todas ellas (las religiones) sobreviven y continúan influyendo en la vida humana, pero todas ellas han perdido relación orgánica con la sociedad que se expresaba en la síntesis tradicional de la religión y de la cultura, tanto en Oriente como en Occidente, explica Dawson. La que tenemos ante nuestros ojos es así la secularización más completa, intensa y amplia que el mundo haya conocido. De lo que concluye que «una cultura de esta clase no es de ningún modo una cultura en el sentido tradicional, es decir, no es un orden que reúna todos los aspectos de la vida humana en una comunidad espiritual viva».
–¿Cómo aborda Dawson el tema de la «filosofía del progreso»?
–Jaime Antúnez: Ya en el prólogo de su primera obra publicada en 1928, «The Age of Gods», Dawson manifiesta una temprana preocupación por el tema del progreso de las culturas. Establece entonces que en lugar de una ley uniforme capaz de dar cuenta del progreso, es necesario distinguir lo que ha de apreciarse como «tipos principales de evolución social», materia en la que subraya la importancia de factores como el entorno geográfico y el mestizaje cultural. No es éste, sin embargo, el horizonte en que analiza el tema en su obra capital, «Progreso y Religión». Dice él aquí relación con la perspectiva ideológica que el concepto «progreso» asume en la cultura moderna, principalmente a partir de la Ilustración, y sus consecuencias en orden a la filosofía de la historia. En coincidencia con otros autores que se ocupan del análisis de éste período en la historia del pensamiento –Berdiaev y Jean Guitton, por ejemplo– nuestro autor observa que en el siglo XVIII, por obra de los filósofos ilustrados, se produce una suerte de suplantación del sentimiento religioso de forma tal que, conservándose una fe en un Creador benefactor y providente y la aceptación de los principales preceptos de la moral cristiana, estos conceptos son «despojados de su dimensión sobrenatural y adaptados al esquema utilitario racional de la filosofía contemporánea». De este modo la ley moral es privada de los elementos ascéticos y espirituales y equiparada a una filatropía práctica, y el orden providencial es transformado en una ley natural mecanicista. Esto sucede, muy particularmente, con la idea del progreso, concluye, en consecuencia de lo cual «la creencia en la perfectibilidad moral y en el progreso indefinido de la raza humana tomó el sitio de la fe cristiana en la vida futura, como el fin último del esfuerzo humano».
–Se diría que la presencia de estas concepciones alcanza hasta nuestro tiempo…
–Jaime Antúnez: Diversos sucesos a lo largo del siglo XIX y, sobre todo, las circunstancias catastróficas que acompañaron el comienzo del siglo XX, conmovieron muy profundamente la estabilidad del credo del progreso. No resta ello sin embargo actualidad y proyección al problema aquí abordado. Pues si bien es cierto que hoy no se aceptaría esa fe en el progreso en los términos formulados por los filósofos de la Ilustración, ella permanece todavía como una atmósfera de fondo, impregnando en buena medida la problemática de nuestro tiempo, «que se encuentra como a medio camino en el dilema entre irracionalidad milenarista y racionalidad positivista sin esperanza», según observaba el cardenal Joseph Ratzinger en los años ochenta. Lo cual coincide admirablemente con la temprana previsión de Dawson, expresada ya en 1927, en el sentido de que estaba por nacer una nueva cultura que no reconocería jerarquía de valores y se abandonaría al caos de las sensaciones, permitiendo que «la más asombrosa perfección de la técnica científica esté dedicada a fines puramente efímeros».
–De todo ello fluye, se ve, una honda visión crítica de la modernidad como cultura.
–Jaime Antúnez: Sí, porque a la luz del análisis que hace Dawson, es el hombre y su ubicación en el universo lo que, a consecuencia del fenómeno antes descrito, viene siendo alterado. Si bien la nueva síntesis –dice en su libro «Progreso y Religion»– es superior en lo relativo al mundo físico, comparada con aquella del siglo XIII, en el fondo es inferior, ya que
no abarca la realidad como una totalidad. El hombre no sólo perdió su lugar central en el universo como el eslabón entre la realidad superior del espíritu y la realidad inferior de la materia, sino «que quedó en peligro de ser expulsado del orden inteligible, pues si el universo es concebido como un orden mecánico cerrado y gobernado por leyes matemáticas, ya no hay lugar en él para los valores espirituales y morales que anteriormente habían sido considerados como la realidad suprema», observa. La consecuencia en el ámbito de la conciencia moral y de la epistemología –considerado el hombre así como un subproducto del vasto orden mecánico revelado por la nueva ciencia– sería, como lo tenemos ante nuestra vista, la dictadura del subjetivismo y del relativismo.
–Como lo recuerda usted, en el libro «Hacia la comprensión de Europa», Dawson dedica el capítulo X a explicar el «tour de force» que provoca Hegel en la cultura occidental con su filosofía, cuya dinámica arranca precisamente de una «filosofía de la historia». ¿Qué importancia tiene esto en la perspectiva de su planteamiento «metahistórico»?
–Jaime Antúnez: Estamos aquí frente al intento más nítido de subyugar la realidad, dice Dawson, «con el enhiesto vigor del pensamiento e incorporarla con todas sus contradicciones en la totalidad de una síntesis absoluta», equivalente, en este caso, al reino definitivo del progreso. Para Maritain, Guitton y Joseph Ratzinger, como se recuerda en mi libro, se está frente al paradigma de la gnosis moderna. «En último análisis, la metafísica hegeliana y la filosofía hegeliana de la historia son el gnosticismo moderno: son puro gnosticismo» dirá sin resquemores Maritain. Esta misma «idolización gnóstica», coinciden estos autores, será la que encontraremos en Marx, y al mismo tiempo, en circunstancias distintas, es la que incluso acompañará –explica Dawson en «La Dinámica de la Historia Universal»– el propio proceso contemporáneo de «occidentalización» del mundo, con las características que él alcanzó a observar. Trátase, en definitiva de una inmanentización del «escatón» cristiano, o en otras palabras, de la secularización radical del planteamiento trinitario iniciado por Joaquín de Fiore, y que por ejemplo leemos hoy como intento de explicitación, más literario que metafísico, en un autor como Gianni Vattimo.
–Según la teoría del tiempo originada en San Agustín –y asumida por Dawson– se explica, dice usted, una concepción de la historia en la que el pasado no muere sino que se incorpora a la vida de la humanidad, la cual posee así una continuidad y es dueña de una capacidad de progreso personal y social.
–Jaime Antúnez: En esta perspectiva el hombre no es hechura del tiempo, sino que asume ante él la función de amo y, en sentido más amplio, de creador. No hay meta más liberadora de la historia, subrayará Dawson, que aquella que muestra en su horizonte la escatología cristiana y la metahistoria. La hipótesis inmanentista de una plenitud intrahistórica es reflejo, por el contrario, de una comprensión reducida o reduccionista del ser humano, que necesariamente acarreará un sacrificio de la libertad. En las antípodas de esa perspectiva, que arranca de una visión gnóstica de la historia, nos encontramos en el caso de Dawson frente a una armónica compenetración de las nociones de tiempo y eternidad, apoyada en una firme conciencia humana de la mortalidad y del fin.
–La actual situación que se observa en el plano de la cultura –no parangonable con otros períodos de civilización– más que antirreligiosa, «subreligiosa», marginando a la gran fuerza dinámica de la historia que es la religión, implicará como consecuencia, opina Dawson, una desvitalización radical de la sociedad. En ello coincide con varios otros autores.
–Jaime Antúnez: Conviene en todo caso decir que este relieve crítico de la cultura contemporánea iluminado por la obra de Dawson, no supone –situada a resguardo la libertad– un proceso irreversible ni predeterminado. Como todo lo que discurre en el plano de lo humano, su persistencia o superación está en dependencia de la voluntad amorosa del hombre, piedra de toque en la dirección que adopte la cultura. Tampoco supone, por cierto, una regresión en el terreno de los adelantos científicos y técnicos, sino por el contrario: asumiéndolos como frutos positivos de la civilización en que nacen, son estos, en su perspectiva, otros tantos elementos a reintegrar en un esfuerzo de unidad espiritual de la cultura. En definitiva, en el marco general de una cultura que vive el desafío consistente en el tránsito desde visiones ideológicamente clausuradas, al desvanecimiento de sus fundamentos en la renuncia a cualquier sentido último, la filosofía y el estudio de la historia realizado por Dawson adquieren un muy singular relieve. Es justo incluso decir que si hay un nombre que en el siglo XX deba ser destacado por sus aportaciones a la filosofía de la historia –y particularmente a la filosofía cristiana de la historia– compartiendo méritos con otros como por ejemplo Maritain y Guitton, ese es Christopher Dawson.