MÉXICO, martes, 13 noviembre 2007 (ZENIT.org–El Observador).- Con una misa en la Basílica de Guadalupe, concelebrada por los obispos de México, junto con el nuncio apostólico, monseñor Christophe Pierre, dieron inicio los trabajos de la 84 Asamblea Plenaria de la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM).
En esta ocasión, los obispos de México enfocarán su interés en la discusión y puesta en práctica del Acontecimiento de Aparecida, al tiempo que habrán de revisar el funcionamiento de las nuevas estructuras de la CEM, a un año de distancia de haber sido reformadas.
A continuación reproducimos la homilía del Nuncio Apostólico, quien por vez primera acompaña en una Asamblea Plenaria a los obispos de México.
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Homilía pronunciada por el Nuncio Apostólico en México, S.E.R. Mons. Christophe Pierre, en la inauguración de la LXXXIV Asamblea Plenaria de la CEM
Eminentísimo Sr. Cardenal Norberto Rivera, Arzobispo de México
Excelentísimo Sr. Carlos Aguiar, Presidente de la CEM con los miembros de la Presidencia.
Excelentísimos Señores Arzobispos y Obispos, Monseñores, Sacerdotes, Religiosos y laicos.
Por la primera vez, desde mi llegada a este querido país, donde el Santo Padre Benedicto XVI me ha hecho el honor de confiarme la responsabilidad de representarlo y de trabajar en su nombre como servidor de la comunión, deseo una vez más saludar a cada uno de ustedes y agradecerles su calurosa acogida. Recuerdo con emoción mi primera celebración en este Santuario, tan querido por todos, y las palabras que el Señor Cardenal de México y el Presidente de la CEM, en nombre de todos Uds., pronunciaron y que me hicieron sentir en mi propia casa.
Estos primeros meses me han permitido establecer una relación de conocimiento y amistad recíproca, que espero, pueda ir creciendo y profundizándose. Con agrado he respondido a sus varias invitaciones a visitar algunas de sus diócesis y, en cada ocasión, he experimentado el calor de su pueblo y los sentimientos profundos que lo animan hacia la persona del Santo Padre, que siempre reconocen en la persona de su Representante.
Esas primeras visitas me han permitido percibir la vitalidad de sus Iglesias locales y el celo apostólico de sus Pastores para anunciar el Evangelio en un contexto siempre más complejo. En las varias ciudades de la frontera Uds. me han hecho entender la situación, algunas veces dramática, de la inmigración y he admirado el modo como buscan responder a los múltiples desafíos de un pueblo que desea salir de la situación de pobreza.
Con admiración he visto la prontitud de la respuesta de todas las diócesis al momento de las inundaciones que han afectado la diócesis de Tabasco y Chiapas y quiero, en esta ocasión, reiterar los sentimientos expresados en las palabras del Santo Padre al Excelentísimo Sr. Obispo Benjamín Castillo, el cual no ha faltado de mostrarse como el digno Pastor de su sufrida grey.
El y también los otros Pastores de las iglesias afectadas, necesitarán ciertamente un continuo apoyo de toda la Iglesia mexicana que no dejará de expresar así el sentimiento de comunión y solidaridad que la caracteriza. En tales circunstancias se puede apreciar la existencia de estructuras eclesiales que permiten responder de modo eficaz a los desafíos de una sociedad en la cual la Iglesia está llamada a ser signo visible del amor ofrecido por Dios a los nombres.
Me parece que en esta fase de consolidación de las estructuras de la Conferencia Episcopal, es necesario interrogarse sobre la capacidad de nuestra Iglesia, a sus varios niveles, diocesanos y nacionales, de poder responder a lo que los hombres más necesitan.
En esta 84 Asamblea Plenaria del Episcopado Mexicano, ustedes buscan acercarse al encuentro de Aparecida en vista de impulsar la nueva Evangelización en México. Me complace la frase «Acontecimiento de Aparecida» ya que tenemos que considerar lo sucedido, como un evento del Espíritu que guía siempre la Iglesia de Cristo y ayuda a sus miembros a vivir su vocación y su misión.
Creo que el desafío más grande para esta Iglesia, es ser verdaderamente Iglesia, es decir, signo vivo de la presencia de Dios en la realidad humana, para anunciar el Evangelio al mundo de hoy con su cultura que cambia, como lo analiza con precisión el documento conclusivo, y también como el Santo Padre lo subrayó en su discurso inaugural.
El Papa Benedicto XVI quiso justamente fijar su atención sobre algunos campos prioritarios para llevar a cabo la renovación de la Iglesia, y lo dijo en el contexto de una relativización de valores y de un avance del secularismo. Él identificó en particular la familia, los sacerdotes, los religiosos, religiosas y consagrados, los laicos, con una particular mención a los movimientos eclesiales y los jóvenes, indicándonos la importancia de una pastoral vocacional. Me parece que ahí nos encontramos con los grupos de personas más sensibles a las transformaciones culturales que en México, como en todo el mundo, experimentamos y tenemos el deber de considerar con atención y lucidez.
En un mundo caracterizado por una dificultad siempre más grande de tener puntos de referencia y que valoriza la indeterminación y el subjetivismo, es decir, que deja que las personas escojan el rumbo de su propia vida a partir de una experiencia subjetiva, y de una libertad que no acepta ser orientada, los Obispos en Aparecida han querido reproponer a todos de vivir como fundamento de su vida la experiencia del encuentro con Aquel, que Dios envió para revelamos el verdadero sentido de la vida.
Este sentido lo encontramos cuando, como lo dijo Benedicto XVI en su primera Encíclica «Dios es Amor», el amor divino ilumina nuestro afán humano, tan fundamental en toda existencia de amar. En esa experiencia, que fue vivida por los discípulos y que cada uno de nosotros estamos llamados a realizar, podemos encontrar un sentido a nuestra propia existencia.
La Iglesia de América Latina propone a sus miembros el reto de vivir un encuentro personal con Cristo, que debe traducirse en una existencia de Discípulo. Obispos, Sacerdotes, Religiosos, Laicos, todos según su propia llamada, no pueden asumir concretamente su propia vocación sin que sea vivida como una relación personal con el Hijo de Dios y sigue siendo, en todos los actos de su vida, un Discípulo.
El documento de Aparecida nos ofrece elementos muy preciosos para poder desarrollar concretamente, sea el encuentro con Cristo, sea el discipulado. He notado con cual insistencia y lucidez los Obispos quieren poner al centro la Sagrada Escritura y me permito citar el N.249: «La lectura orante, en la tradición eclesial y la ‘Lectio divina’ conduce al encuentro con Jesús Maestro, al conocimiento del misterio de Jesús Mesías, a la comunión con Jesús Hijo de Dios, y al testimonio de Jesús Señor del universo».
Los Obispos insisten también en los sacramentos como modo privilegiado para que los discípulos puedan celebrar y asumir el Misterio Pascua. La Iglesia misma es Sacramento de la presencia de Dios y tiene como responsabilidad y misión de ofrecer la salvación y la comunión con Dios a través de los sacramentos, en particular la Eucaristía y el Sacramento de la Reconciliación.
Ellos invitan a poner al centro de la vida, la oración personal y comunitaria para poder alimentar la amistad con Jesucristo y asumir la voluntad del Padre. En estos aspectos, podemos encontrar el centro de lo que nuestra Iglesia necesita para poder cumplir su misión, que es esencialmente demostrar al mundo que Dios es Amor.
Este amor se manifestará de un modo especial hacia los pobres, afligidos y enfermos, que, como nos dice el N.247, reclaman nuestro compromiso y nos dan testimonio de fe, paciencia en el sufrimiento y constante lucha para seguir viviendo.
La renovación que los Obispos esperan den
tro de la Iglesia y que es ciertamente una exigencia para esta Iglesia que peregrina en México, depende en consecuencia, esencialmente, del redescubrimiento de la vocación y misión de cada uno de sus miembros. Hay que retomar, para cada categoría de personas, un itinerario formativo de los discípulos, basado sobre una espiritualidad trinitaria del encuentro con Cristo y un rescate efectivo de todo lo que la Iglesia nos ofrece, sea la Palabra de Dios, la liturgia y los Sacramentos, la Piedad Popular, y en particular la espiritualidad Mariana, tan fuerte y central para nosotros.
Esto provocará una conversión personal que será el fundamento de una vitalidad nueva de nuestra Iglesia, para que sea auténticamente misionera. El desafío de la misión para presentar a nuestro mundo la cara auténtica del Cristo que se acerca a los hombres al punto de dar su vida para que encuentren la vida y le den sentido, es el segundo aspecto que los Obispos, guiados por el espíritu, proponen a esta Iglesia.
En verdad, la Iglesia necesita urgentemente de entrar en una actitud misionera para ofrecer a los hombres de hoy la verdad de la salvación que sólo Cristo, porque es Dios, nos trae.
El reto es grande, como lo sabemos, en un mundo tentado por la indiferencia y el materialismo y en el cual muchos movimientos religiosos y sectas presentan una religión que pretende responder a las necesidades más inmediatas de las personas, pero que reduce la persona de Cristo a un ídolo.
Tenemos todos que descubrir y vivir la exigencia misionera que corresponde a la voluntad de Cristo cuando envió sus discípulos para anunciar el Evangelio a todo el mundo. El Santo Padre nos dice que los primeros que necesitan de este anuncio son los jóvenes y las familias, pero subraya también que nosotros sacerdotes y religiosos necesitamos ser evangelizados.
La Iglesia será misionera si cada uno de sus miembros tiene una fuerte conciencia de la necesidad de anunciar el Evangelio donde vive para transformar la realidad y establecer el Reino de Dios. Esto no se podrá vivir si no estamos en comunión los unos con los otros. El rol esencial de una Conferencia Episcopal se encuentra precisamente en dar a todos los miembros de la Iglesia la posibilidad de vivir esta comunión eclesial tan esencial para que la Iglesia sea creíble en una sociedad que tiende, o a veces quiere, descalificarla o destruirla.
Al comienzo de sus trabajos que iniciamos de frente a la imagen tan querida de la Madre de todos los Mexicanos, Nuestra Señora de Guadalupe, pedimos a ella que nos ayude a nunca perder el sentido de la comunión, es decir, del amor mutuo que los Pastores escogidos por Dios, para guiar su Iglesia en esta tierra, deben cultivar para poder responder al Amor divino y anunciarlo a una sociedad que tiende también a dividirse en vez de buscar unidad y solidaridad.
Que Dios bendiga a los Obispos de México y los ayude a ser ellos mismos Discípulos y Misioneros, dando así un testimonio a sus colaboradores en el Sacerdocio, a los Religiosos llamados a resplandecer el Amor divino a través del ejercicio concreto de sus propios carismas, y a los Laicos enviados en el mundo para construir la civilización del amor. Que todos sean discípulos y misioneros. AMÉN.