Los desafíos de los obispos argentinos, según el cardenal Bertone

Discurso al visitar ese país con motivo de la beatificación de Ceferino Namuncurá

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CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 17 noviembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado, en el encuentro que mantuvo en Buenos Aires con los obispos de Argentina el 9 de noviembre de 2007.

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Queridos hermanos en el episcopado:

Doy gracias al Señor que me ofrece la posibilidad de reunirme hoy con los pastores del pueblo de Dios que vive y trabaja en la nación argentina. A cada uno de ustedes manifiesto mis más sinceros sentimientos de fraternidad. Al encontrarme en días pasados con el Santo Padre para informarle de este viaje, me encargó que les transmitiera a ustedes su afectuoso saludo y su cercanía espiritual, así como a las comunidades diocesanas que presiden en la caridad. Él conoce bien la situación de la Iglesia en Argentina y les anima a continuar con entusiasmo en su misión al servicio del Evangelio, esforzándose por ser guías firmes y padres solícitos de la grey confiada a sus cuidados pastorales, custodiando la sana doctrina y promoviendo incansablemente obras de justicia y caridad. Su Santidad les apoya siempre, les acompaña con la oración y les recuerda especialmente en la celebración cotidiana de la santa misa.

Con la celebración de la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe en Aparecida, los obispos han querido dar un renovado impulso a la nueva evangelización en las Iglesias locales de esta parte del mundo. Se trata, ciertamente, de un gran desafío pastoral, que llama a todo bautizado a dar un testimonio coherente de la propia fe, así como de su pertenencia gozosa al pueblo de Dios, sintiéndose verdaderos discípulos y misioneros de Jesucristo, camino, verdad y vida. Esto presupone, como condición indispensable, una permanente conversión interior a Cristo, un encuentro personal y comunitario con él, único Redentor nuestro. Que Cristo, sólo Cristo, sea, pues, el corazón y el centro de la tan deseada y auténtica renovación pastoral y misionera de la Iglesia en Latinoamérica.

Ante los muchos desafíos que el mundo actual presenta a la acción evangelizadora, hemos de volver a reafirmar nuestra humilde convicción de que la Iglesia, tanto hoy como hace dos mil años, puede ofrecer a los hombres el pan de la salvación. Sólo la Iglesia es portadora de este proyecto amoroso, que no es simplemente humano. La Iglesia anuncia y ofrece a Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, Redentor del hombre y de todo el hombre. Y esto interpela de un modo particular a todos nosotros, obispos de la Iglesia católica, ya que «nuestro cometido es ser para cada persona, de manera eminente y visible, un signo vivo de Jesucristo, maestro, sacerdote y pastor» (cf. Lumen gentium, 21).

En este sentido, resulta oportuno recordar que la oración, que es fundamental en la vida de todo cristiano, con mayor motivo lo ha de ser en la vida y el ministerio de todo obispo. Así lo recordaba el Papa Benedicto XVI en su discurso a los obispos nombrados en el último año: «Hoy, en el ministerio de un obispo, los aspectos organizativos son absorbentes; los compromisos, múltiples; las necesidades, numerosas; pero en la vida de un sucesor de los Apóstoles el primer lugar debe estar reservado para Dios. Especialmente de este modo ayudamos a nuestros fieles» (Discurso, 22 de septiembre de 2007: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de septiembre de 2007, p. 5).

Además, es muy elocuente que el Santo Padre, tomando el nombre de Benedicto, haya querido proponer a los hombres, en el plano de la fe, la primacía de Dios sobre la acción: ora et labora. La convicción del Papa es firme: los grandes problemas que afligen al mundo y a la Iglesia no se superarán transformando a los cristianos en activistas, sino en discípulos de oración. Es cierto que, a los cristianos, como a los demás ciudadanos, se les ha de pedir dedicación política, competencia profesional, promover la solidaridad y la libertad, los derechos y la justicia. Pero lo propio de los cristianos es la oración al Dios vivo.

Sin embargo, rezar, según el Santo Padre, no consiste sólo en repetir fórmulas a un Dios que resuelve todos los problemas, sino ante todo en una experiencia de vida que transforma, mejora la capacidad de amar y deja entrever el camino hacia la felicidad interior. Como ha repetido en distintas ocasiones, Benedicto XVI insiste en que, antes de cualquier programa de acción, debe estar la adoración, que nos hace libres de verdad e ilumina nuestra actuación.

Queridos hermanos, que su compromiso sea siempre el de dar nuevo vigor a la comunión eclesial y conservarla, en primer lugar, entre ustedes mismos y también entre sus comunidades diocesanas. En algunos casos, esto exigirá de nosotros, pastores, ánimo, decisión y firmeza; otras veces será necesario recurrir a la paciencia y a la comprensión; siempre tenemos que revestirnos de mansedumbre, de caridad y de prudencia. Sobre todo, tenemos que estar unidos a Cristo y aprender de él, el buen Pastor, a ser buenos pastores del rebaño que se nos ha confiado.

Merece la pena subrayar la particular atención que cada obispo ha de reservar a sus sacerdotes. Puesto que son los más estrechos colaboradores del ministerio episcopal y participan en el único sacerdocio de Cristo, el Papa Juan Pablo II decía: «El obispo ha de tratar de comportarse siempre con sus sacerdotes como padre y hermano que los quiere, escucha, acoge, corrige, conforta, pide su colaboración y hace todo lo posible por su bienestar humano, espiritual, ministerial y económico» (Pastores gregis, 47). En este sentido se expresa también Su Santidad Benedicto XVI en el discurso antes mencionado: «En vuestra oración, queridos hermanos, deben ocupar un lugar particular vuestros sacerdotes, para que perseveren siempre en su vocación y sean fieles a la misión presbiteral que se les ha encomendado. Para todo sacerdote es muy edificante saber que el obispo, del que ha recibido el don del sacerdocio o que, en cualquier caso, es su padre y su amigo, lo tiene presente en la oración, con afecto, y que está siempre dispuesto a acogerlo, escucharlo, sostenerlo y animarlo» (22 de septiembre de 2007).

La Iglesia en Argentina, por lo que he podido conocer, es muy activa en su compromiso de anunciar el Evangelio y en la catequesis, realizando un gran esfuerzo en la formación permanente del clero y demás agentes de pastoral. La formación, que incluye en primer lugar una educación para la oración personal y litúrgica, es hoy particularmente necesaria para hacer que los cristianos estén preparados para responder, de modo maduro y consciente, a los desafíos del mundo actual. Es necesario, por tanto, una acción catequética y una educación cristiana que forme un laicado sólido y convencido. Hace falta, además, que la Iglesia no sea percibida como una simple organización humanitaria, sino en su realidad más auténtica, como familia de Dios animada por el amor de Cristo, cuyo objetivo es hacer llegar a cada hombre y mujer el mensaje íntegro de la salvación. Las obras de promoción humana, que se realizan con gran generosidad, serán entonces el testimonio visible del amor de Cristo, que quiere que todos los hombres lleguen al conocimiento de la verdad y experimenten la fuerza renovadora de su Espíritu.

A medida que se conoce más a Cristo, se acrecienta el deseo de alimentarse de su Cuerpo y de su Sangre. A este propósito, el concilio Vaticano II afirma que el sacrificio eucarístico es «fuente y cima de toda la vida cristiana» (Lumen gentium, 11). Toda comunidad cristiana crece alrededor de la Eucaristía y experimenta su acción eficaz y santificadora, especialmente cuando se reúne en el día del Señor, el domingo. Parece oportuno subrayar aquí que, desde los primeros tiempos de la Iglesia, los pastores han recordado continuamente a los fieles la importancia de santificar el día d
el Señor, así como la necesidad de participar en la asamblea litúrgica.

Es muy importante a este respecto el cuidado de los sacerdotes en fomentar una celebración litúrgica digna y piadosa, así como el esfuerzo por desarrollar una profunda y extensa catequesis entre los fieles, que les lleve a participar con más plenitud en los sagrados misterios. Para que la celebración eucarística dominical sea más fructuosa es necesario también el acercamiento y la familiaridad cada vez más profunda con la palabra de Dios, la cual constituye una parte esencial de la celebración.

La Iglesia es una gran familia a la que Jesús nos convoca y en la que nos inserta. Él nos llama a participar en su misión mediante una riqueza de ministerios. El encuentro con Cristo en la Eucaristía despierta en el cristiano un fuerte deseo de anunciar el Evangelio y testimoniarlo en la sociedad, para hacerla más humana y solidaria. De la Eucaristía ha brotado a lo largo de los siglos una inmensa riqueza de caridad, de generosidad para compartir las dificultades de los demás, de amor para trabajar por un mundo más justo, pacífico y fraterno.

Además, el misterio de Cristo que la Iglesia proclama, celebra y vive, se hace visible de un modo privilegiado allí donde una comunidad concreta tiende a la santidad. Como gusta repetir el Papa Benedicto XVI, ser santos es, en el fondo, ser amigos fieles y verdaderos de Cristo, reconocerlo y amarlo de modo concreto en los hermanos. Cada comunidad debería reflejar esta luz de santidad y alegría.

Pienso en estos momentos en la parroquia, ese conjunto de bautizados que, como un pequeño cosmos, reúne a todos los miembros de la Iglesia: sacerdotes, religiosos y fieles laicos, cada uno según su propia vocación. Es en las familias cristianas, en las cuales se vive y se transmite la fe a los hijos, donde nacen y maduran las vocaciones al servicio del reino de Dios.

Por eso es tan importante que las comunidades parroquiales sean espacios visibles de concordia, escuelas de oración, espejos de caridad y manantiales de esperanza, de modo que todos sus miembros experimenten el gozo de sentirse amados por el Señor y por sus hermanos, y sientan también la necesidad de transmitir a quienes les rodean la plenitud de felicidad que da el ser discípulos de Cristo. En este sentido, sé que ustedes están muy impulsados a compartir, sobre todo con los jóvenes, esta riqueza que proviene del Evangelio, y también su solicitud por la pastoral vocacional y el acompañamiento formativo y espiritual de los candidatos al sacerdocio y a la vida consagrada.

Queridos hermanos, deseo agradecer, por último, todas sus atenciones, de modo particular las palabras que el presidente de la Conferencia episcopal me ha dirigido, en nombre de todos, al principio de este encuentro, y que me han ofrecido la ocasión para compartir estas reflexiones. Asimismo, he querido hacerme intérprete de la constante solicitud del Santo Padre por las diversas comunidades eclesiales de América Latina. En su nombre les animo a caminar con la confianza puesta en Dios, fieles a su misión de enseñar al pueblo fiel con la palabra y con el ejemplo de vida.

Que la Virgen María, a la que el pueblo argentino se dirige con filial devoción invocándola con muchas y bellas advocaciones, nos sostenga y guíe en nuestro ministerio pastoral. Sobre todos imploro la especial intercesión de santo Toribio de Mogrovejo, patrono del Episcopado latinoamericano. Por mi parte, les tengo presentes en la oración y, con gran afecto, les renuevo los sentimientos de mi fraterna estima en Cristo.

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ZENIT Staff

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