CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 21 noviembre 2007 (ZENIT.org).- La Iglesia celebró este 21 de noviembre la Jornada «Pro orantibus», dedicada a las comunidades religiosas consagradas a la oración (de clausura).
La Jornada, como ha recordado la edición italiana de «L’Osservatore Romano» del día, fue instituida definitivamente por el beato Juan XXIII, en 1959, con motivo de la celebración de la Presentación de María en el Templo.
Con este motivo publicamos la carta que han escrito las religiosas que conforman la comunidad de benedictinas del monasterio «Mater Ecclesiae» que se encuentra dentro de los muros del Vaticano.
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Entre las numerosas fiestas que embellecen el mes de noviembre hay una que afecta de manera totalmente especial a las religiosas de clausura: la Jornada «Pro orantibus», establecida con motivo del 21 de noviembre, fiesta de la Presentación en el Templo de la Virgen María.
Los Evangelios y los escritos del Nuevo Testamento no hablan de este acontecimiento de la vida de la Virgen, pero la Tradición, queriendo llenar la falta de noticias sobre la humilde jovencita de Nazaret, ha visto en ese gesto de ofrecimiento, paralelo a la Presentación de Jesús en el Templo, la disponibilidad total para la entrega absoluta y amorosa a Dios que ciertamente colmaba el alma de María.
La Iglesia, en toda su milenaria historia, siempre ha considerado la consagración total a Dios en la vida contemplativa como uno de sus tesoros más preciosos y los fieles se quedan como fascinados ante esta realidad, que sin embargo parece quedar muy lejos de ellos y de su vida cotidiana.
Por tanto, el objetivo de la jornada del 21 de noviembre consiste principalmente en dar a conocer a los fieles esta parte importante de la vida de la Iglesia para ayudarles a descubrir que detrás de los altos e infranqueables muros de un monasterio viven hermanas totalmente entregadas a Dios, a su gloria, a su amor, a la oración incesante, pero que también tienen que afrontar las dificultades e imprevistos de la vida, tienen que trabajar para mantener la propia familia monástica, tienen que ofrecer su contribución al bien común a través del carisma específico que el Señor les ha dado con su gracia.
Ahora bien, hacen todo esto con las manos y sobre todo con los corazones dirigidos al cielo, viviendo momento tras momento en íntima y amorosa comunión con Dios y su voluntad, y precisamente por este motivo viven ya el paraíso en esta tierra.
En el mundo de hoy, que por muchos motivos es particularmente sensible a la cuestión social y a las necesidades materiales de los hombres, muchos se preguntan para qué sirven las religiosas de clausura, qué hacen las monjas encerradas en sus monasterios, cuando en el mundo hay tanta necesidad de personas que sirvan con amor a los ancianos y a los niños, a los enfermos y a los pobres, a las personas solas y abandonadas.
Esta pregunta, si bien es verdadera en parte, surge de una visión parcial de la vida, que sólo privilegia el lado sensible de la misma, arrinconando toda una serie de necesidades morales y espirituales del hombre y de la mujer, destinados a una vida inmortal, «eterna», en la que, una vez caídas todas las exigencias de la vida terrena, sólo quedará el Amor, el don total y gratuito de sí mismo a Dios y a los hermanos.
Precisamente para alimentar y apoyar este trabajo sobrenatural Dios ha confiado a los monjes y monjas la tarea de «no anteponer nada al amor de Cristo» (Regla de san Benito) y de dilatar en sus corazones y sus vida los espacios de la caridad hacia todos, sin distinción.
La oración y la contemplación, que es la plenitud de la oración, entendida como relación íntima y personal con Dios, introducen en el Cuerpo místico de Cristo, la Iglesia, la energía y el «catalizador», por así decir, para que se realice en plenitud el proceso de maduración de todo miembro. La vida de clausura es como «el corazón orante» de la Iglesia.
En Jesucristo:
Comunidad de Benedictinas del Monasterio «Mater Ecclesiae» en el Vaticano
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]