CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 30 noviembre 2007 (ZENIT.org).- «Lugar primero y esencial de aprendizaje de la esperanza es la oración», advierte Benedicto XVI en su segunda encíclica, «Spe salvi», que ha firmado y publicado este viernes.
Su reflexión sobre la «esperanza cristiana» se dirige a las inquietudes del corazón humano, ofreciendo las razones de la certeza que cambia la vida del creyente en Dios.
Y es que la «esperanza» mayor, la que supera todas las dificultades, la que redime al hombre, viene del encuentro real con Dios, que ha manifestados la totalidad de su amor en Cristo Jesús, recuerda el Papa.
Esta verdadera esperanza es necesario reaprenderla –exhorta- para poder ofrecerla al mundo. Y para ello la encíclica acude a algunos testigos de esperanza y a su encuentro personal con Dios.
Benedicto XVI, al comienzo de su encíclica, brinda el ejemplo de la esclava sudanesa canonizada por Juan Pablo II, Josefina Bakhita. Pasó terribles sufrimientos, vendida desde niña, hasta que llegó a conocer al Dios vivo, el Dios de Jesucristo.
Oyó decir que existía un «Señor de todos los señores», «la bondad en persona»; supo que «este Señor también la conocía», «más aún, que la quería», que «había afrontado personalmente el destino de ser maltratado y ahora la esperaba «a la derecha de Dios Padre» -escribe el Papa–. En ese momento tuvo «esperanza»».
«A través del conocimiento de esta esperanza ella fue «redimida» –subraya–, ya no se sentía esclava, sino hija libre de Dios. Entendió lo que Pablo quería decir cuando recordó a los Efesios que antes estaban el mundo sin esperanza y sin Dios; sin esperanza porque estaban sin Dios».
A partir de entonces, sintió el deber de extender «la liberación que había recibido mediante el encuentro con el Dios de Jesucristo; que la debían recibir otros, el mayor número posible de personas», apunta el Santo Padre, rechazando de la esperanza cualquier pretensión de individualismo.
Pues hay otro testigo de que, en una situación de «desesperación aparentemente total», la escucha de Dios y poder hablarle fue una fuerza creciente de esperanza: se trata del siervo de Dios el cardenal vietnamita François-Xavier Nguyên Van Thuân (1928-2002), una figura inolvidable, dice el Papa.
Trece años en las cárceles vietnamitas; de ellos nueve en aislamiento: su experiencia de esperanza, gracias a la oración, «le permitió ser para los hombres de todo el mundo un testigo de esa gran esperanza que no se apaga ni siquiera en las noches de soledad», constata Benedicto XVI.
Por eso, de la mano de estos testigos de esperanza, indica en la oración la escuela de la esperanza mayor.
«El encuentro con Dios despierta mi conciencia» -indica el Papa– «para que se transforme en capacidad para escuchar el Bien mismo».
Y si la oración debe ser «muy personal» –«una confrontación de mi yo con Dios, con el Dios vivo»–, también debe esta «guiada e iluminada una y otra vez por las grandes oraciones de la Iglesia y de los santos», de forma que siempre haya una «interrelación entre oración pública y oración personal», se lee en la encíclica.
«Así –confirma el Papa- podemos hablar a Dios, y así Dios nos habla a nosotros», y nos vamos purificando, haciéndonos «capaces de Dios e idóneos para servir a los hombres», «capaces de la gran esperanza» y «ministros de la esperanza para los demás», porque ésta es siempre la esperanza en sentido cristiano.
Por Marta Lago