CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 3 diciembre 2007 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI en la misa de Cristo Rey, 25 de noviembre, en la que entregó el anillo a los 23 nuevos cardenales.
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Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres señores y señoras;
queridos hermanos y hermanas:
Este año la solemnidad de Cristo, Rey del universo, coronamiento del año litúrgico, se enriquece con la acogida en el Colegio cardenalicio de veintitrés nuevos miembros, a quienes, según la tradición, he invitado hoy a concelebrar conmigo la Eucaristía. A cada uno de ellos dirijo mi saludo cordial, extendiéndolo con afecto fraterno a todos los cardenales presentes. Además, me alegra saludar a las delegaciones que han venido de diversos países y al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede; a los numerosos obispos y sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, y a todos los fieles, especialmente a los provenientes de las diócesis encomendadas a la solicitud pastoral de algunos de los nuevos cardenales.
La solemnidad litúrgica de Cristo Rey da a nuestra celebración una perspectiva muy significativa, delineada e iluminada por las lecturas bíblicas. Nos encontramos como ante un imponente fresco con tres grandes escenas: en el centro, la crucifixión, según el relato del evangelista san Lucas; a un lado, la unción real de David por parte de los ancianos de Israel; al otro, el himno cristológico con el que san Pablo introduce la carta a los Colosenses. En el conjunto destaca la figura de Cristo, el único Señor, ante el cual todos somos hermanos. Toda la jerarquía de la Iglesia, todo carisma y todo ministerio, todo y todos estamos al servicio de su señorío.
Debemos partir del acontecimiento central: la cruz. En ella Cristo manifiesta su realeza singular. En el Calvario se confrontan dos actitudes opuestas. Algunos personajes que están al pie de la cruz, y también uno de los dos ladrones, se dirigen con desprecio al Crucificado: «Si eres tú el Cristo, el Rey Mesías -dicen-, sálvate a ti mismo, bajando del patíbulo». Jesús, en cambio, revela su gloria permaneciendo allí, en la cruz, como Cordero inmolado.
Con él se solidariza inesperadamente el otro ladrón, que confiesa implícitamente la realeza del justo inocente e implora: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23, 42). San Cirilo de Alejandría comenta: «Lo ves crucificado y lo llamas rey. Crees que el que soporta la burla y el sufrimiento llegará a la gloria divina» (Comentario a san Lucas, homilía 153). Según el evangelista san Juan, la gloria divina ya está presente, aunque escondida por la desfiguración de la cruz. Pero también en el lenguaje de san Lucas el futuro se anticipa al presente cuando Jesús promete al buen ladrón: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43).
San Ambrosio observa: «Este rogaba que el Señor se acordara de él cuando llegara a su reino, pero el Señor le respondió: «En verdad, en verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso». La vida es estar con Cristo, porque donde está Cristo allí está el Reino» (Exposición sobre el evangelio según san Lucas 10, 121). Así, la acusación: «Este es el rey de los judíos», escrita en un letrero clavado sobre la cabeza de Jesús, se convierte en la proclamación de la verdad. San Ambrosio afirma también: «Justamente la inscripción está sobre la cruz, porque el Señor Jesús, aunque estuviera en la cruz, resplandecía desde lo alto de la cruz con una majestad real» (ib., 10, 113).
La escena de la crucifixión en los cuatro evangelios constituye el momento de la verdad, en el que se rasga el «velo del templo» y aparece el Santo de los santos. En Jesús crucificado se realiza la máxima revelación posible de Dios en este mundo, porque Dios es amor, y la muerte de Jesús en la cruz es el acto de amor más grande de toda la historia.
Pues bien, en el anillo cardenalicio que dentro de poco entregaré a los nuevos miembros del sagrado Colegio está representada precisamente la crucifixión. Queridos hermanos neo-cardenales, para vosotros será siempre una invitación a recordar de qué Rey sois servidores, a qué trono fue elevado y cómo fue fiel hasta el final para vencer el pecado y la muerte con la fuerza de la misericordia divina. La madre Iglesia, esposa de Cristo, os da esta insignia como recuerdo de su Esposo, que la amó y se entregó a sí mismo por ella (cf. Ef 5, 25). Así, al llevar el anillo cardenalicio, recordáis constantemente que debéis dar la vida por la Iglesia.
Si dirigimos ahora la mirada a la escena de la unción real de David, presentada por la primera lectura, nos impresiona un aspecto importante de la realeza, es decir, su dimensión «corporativa». Los ancianos de Israel van a Hebrón y sellan una alianza con David, declarando que se consideran unidos a él y quieren ser uno con él. Si referimos esta figura a Cristo, me parece que vosotros, queridos hermanos cardenales, podéis muy bien hacer vuestra esta profesión de alianza. También vosotros, que formáis el «senado» de la Iglesia, podéis decir a Jesús: «Nos consideramos como tus huesos y tu carne» (2 S 5, 1). Pertenecemos a ti, y contigo queremos ser uno. Tú eres el pastor del pueblo de Dios; tú eres el jefe de la Iglesia (cf. 2 S 5, 2). En esta solemne celebración eucarística queremos renovar nuestro pacto contigo, nuestra amistad, porque sólo en esta relación íntima y profunda contigo, Jesús, nuestro Rey y Señor, asumen sentido y valor la dignidad que nos ha sido conferida y la responsabilidad que implica.
Ahora nos queda por admirar la tercera parte del «tríptico» que la palabra de Dios pone ante nosotros: el himno cristológico de la carta a los Colosenses. Ante todo, hagamos nuestro el sentimiento de alegría y de gratitud del que brota, porque el reino de Cristo, la «herencia del pueblo santo en la luz», no es algo que sólo se vislumbre a lo lejos, sino que es una realidad de la que hemos sido llamados a formar parte, a la que hemos sido «trasladados», gracias a la obra redentora del Hijo de Dios (cf. Col 1, 12-14).
Esta acción de gracias impulsa el alma de san Pablo a la contemplación de Cristo y de su misterio en sus dos dimensiones principales: la creación de todas las cosas y su reconciliación. En el primer aspecto, el señorío de Cristo consiste en que «todo fue creado por él y para él (…) y todo se mantiene en él» (Col 1, 16). La segunda dimensión se centra en el misterio pascual: mediante la muerte en la cruz del Hijo, Dios ha reconciliado consigo a todas las criaturas y ha pacificado el cielo y la tierra; al resucitarlo de entre los muertos, lo ha hecho primicia de la nueva creación, «plenitud» de toda realidad y «cabeza del Cuerpo» místico que es la Iglesia (cf. Col 1, 18-20). Estamos nuevamente ante la cruz, acontecimiento central del misterio de Cristo. En la visión paulina, la cruz se enmarca en el conjunto de la economía de la salvación, donde la realeza de Jesús se manifiesta en toda su amplitud cósmica.
Este texto del Apóstol expresa una síntesis de verdad y de fe tan fuerte que no podemos menos de admirarnos profundamente. La Iglesia es depositaria del misterio de Cristo: lo es con toda humildad y sin sombra de orgullo o arrogancia, porque se trata del máximo don que ha recibido sin mérito alguno y que está llamada a ofrecer gratuitamente a la humanidad de todas las épocas, como horizonte de significado y de salvación. No es una filosofía, no es una gnosis, aunque incluya también la sabiduría y el conocimiento. Es el misterio de Cristo; es Cristo mismo, Logos encarnado, muerto y resucitado, constituido Rey del un
iverso.
¿Cómo no experimentar un intenso entusiasmo, lleno de gratitud, por haber sido admitidos a contemplar el esplendor de esta revelación? ¿Cómo no sentir al mismo tiempo la alegría y la responsabilidad de servir a este Rey, de testimoniar con la vida y con la palabra su señorío?
Venerados hermanos cardenales, esta es, de modo particular, nuestra misión: anunciar al mundo la verdad de Cristo, esperanza para todo hombre y para toda la familia humana. En la misma línea del concilio ecuménico Vaticano II, mis venerados predecesores los siervos de Dios Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II fueron auténticos heraldos de la realeza de Cristo en el mundo contemporáneo. Y es para mí motivo de consuelo poder contar siempre con vosotros, sea colegialmente, sea de modo individual, para cumplir también yo esta misión fundamental del ministerio petrino.
Hay un aspecto, unido estrechamente a esta misión, que quiero tratar al final y encomendar a vuestra oración: la paz entre todos los discípulos de Cristo, como signo de la paz que Jesús vino a establecer en el mundo. Hemos escuchado en el himno cristológico la gran noticia: Dios quiso «pacificar» el universo mediante la cruz de Cristo (cf. Col 1, 20). Pues bien, la Iglesia es la porción de humanidad en la que ya se manifiesta la realeza de Cristo, que tiene como expresión privilegiada la paz. Es la nueva Jerusalén, aún imperfecta porque peregrina en la historia, pero capaz de anticipar, en cierto modo, la Jerusalén celestial.
Por último, podemos referirnos aquí al texto del salmo responsorial, el 121: pertenece a los así llamados «cantos de las subidas», y es el himno de alegría de los peregrinos que suben hacia la ciudad santa y, al llegar a sus puertas, le dirigen el saludo de paz: shalom. Según una etimología popular, Jerusalén significaba precisamente «ciudad de la paz», la paz que el Mesías, hijo de David, establecería en la plenitud de los tiempos. En Jerusalén reconocemos la figura de la Iglesia, sacramento de Cristo y de su reino.
Queridos hermanos cardenales, este salmo expresa bien el ardiente canto de amor a la Iglesia que vosotros ciertamente lleváis en el corazón. Habéis dedicado vuestra vida al servicio de la Iglesia, y ahora estáis llamados a asumir en ella una tarea de mayor responsabilidad. Debéis hacer plenamente vuestras las palabras del salmo: «Desead la paz a Jerusalén» (v. 6). Que la oración por la paz y la unidad constituya vuestra primera y principal misión, para que la Iglesia sea «segura y compacta» (v. 3), signo e instrumento de unidad para todo el género humano (cf. Lumen gentium, 1).
Pongo, más bien, pongamos todos juntos esta misión bajo la protección solícita de la Madre de la Iglesia, María santísima. A ella, unida al Hijo en el Calvario y elevada como Reina a su derecha en la gloria, le encomendamos a los nuevos purpurados, al Colegio cardenalicio y a toda la comunidad católica, comprometida a sembrar en los surcos de la historia el reino de Cristo, Señor de la vida y Príncipe de la paz.
Traducción distribuida por la Santa Sede
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