LIMA, sábado, 19 enero 2008 (ZENIT.org).- Publicamos la reflexión del presidente de la Conferencia Episcopal Peruana con motivo del inicio de la Cuaresma.
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1. La Cuaresma es una ocasión providencial para profundizar el valor de ser cristianos, y nos estimula a descubrir de nuevo la misericordia de Dios para que también nosotros lleguemos a ser más misericordiosos con nuestros hermanos. Por eso se propone algunos compromisos específicos como la oración, el ayuno y la limosna.
2. Quisiéramos detenernos sobre la práctica de la limosna, que representa una manera concreta de ayudar a los necesitados y, al mismo tiempo, un ejercicio ascético para liberarse del apego a los bienes terrenales, porque fuerte es la seducción de las riquezas materiales y tajante tiene que ser nuestra decisión de no idolatrarlas: «No podéis servir a Dios y al dinero» (Lc 16,13).
3. La limosna nos ayuda a vencer esta constante tentación, educándonos a socorrer al prójimo en sus necesidades y a compartir con los demás lo que poseemos por bondad divina. De este modo, a la purificación interior a la que nos invita la Cuaresma, se añade un gesto de comunión eclesial
4. Según las enseñanzas evangélicas, no somos propietarios de los bienes que poseemos, sino administradores: por tanto, no debemos considerarlos una propiedad exclusiva, sino medios; un medio de la providencia divina hacia el prójimo y es clara la amonestación de Jesús hacia los que poseen las riquezas terrenas y las utilizan solo para sí mismos.
5. San Juan dice que «si alguno que posee bienes del mundo, ve a su hermano que está necesitado y le cierra sus entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?» (1Jn 3,17). Socorrer a los necesitados es pues un deber de justicia aun antes que un acto de caridad.
6. El Evangelio indica también una característica típica de la limosna cristiana: tiene que ser en secreto. «Que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha», dice Jesús, «así tu limosna quedará en secreto» (Mt 6,3-4). Y poco antes había afirmado que no hay que alardear de las propias buenas acciones, para no correr el riesgo de quedarse sin la recompensa de los cielos (cf. Mt 6,1-2). La preocupación del discípulo debe ser que todo sea para mayor gloria de Dios. Jesús nos enseña: «Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestra buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16). Ojalá que esta conciencia acompañe cada gesto de ayuda al prójimo.
7. Si al cumplir una buena acción no tenemos como finalidad la gloria de Dios y el verdadero bien de nuestros hermanos, sino más bien aspiramos a satisfacer un interés personal o simplemente obtener la aprobación de los demás, nos situamos fuera de la óptica evangélica.
8. La limosna evangélica no es simple filantropía: es más bien una expresión concreta de la caridad, virtud que exige la conversión interior al amor de Dios y al de los hermanos, a imitación de Jesucristo. En este sentido, ¿cómo no dar gracias a Dios por tantas personas que en el silencio, lejos de los reflectores de la sociedad mediática, llevan a cabo con este espíritu, acciones generosas de ayuda al prójimo necesitado? No nos olvidemos, «Dios ve en el secreto».
9. Por otro lado, hay mayor felicidad en dar que en recibir (Hch 20,35). Cuando actuamos con amor expresamos la verdad de nuestro ser: en efecto, no hemos sido creados para nosotros mismos, sino para Dios y para los hermanos (cf. 2Cor 5,15). San Pedro cita entre los frutos espirituales de la limosna el perdón de los pecados. «La caridad -escribe- cubre multitud de pecados» (1P 4,8). Y a menudo repite la liturgia cuaresmal, que Dios ofrece, a los pecadores, la posibilidad de ser perdonados. El hecho de compartir con los pobres lo que poseemos nos dispone a recibir ese don.
10. La limosna, acercándonos a los demás, nos acerca a Dios y puede convertirse en un instrumento de auténtica conversión y reconciliación con él y con los hermanos.
11. San José Benito Cottolengo solía recomendar: «Nunca contéis las monedas que dais, porque yo digo siempre: si cuando damos limosna la mano izquierda no tiene que saber lo que hace la derecha, tampoco la derecha tiene que saberlo» (Detti e pensieri, Edilibri, n. 201). Es significativo el episodio evangélico de la viuda que, en su miseria, echa en el tesoro del templo «todo lo que tenía para vivir» (Mc 12,44). Esta viuda no da a Dios lo que le sobra, no da lo que posee sino lo que es. Toda su persona.
12. Jesús, como señala San Pablo, se ha entregado a sí mismo por nosotros. Y la Cuaresma nos empuja a seguir su ejemplo. Siguiendo sus enseñanzas podemos aprender a hacer de nuestra vida un don total; imitándole conseguimos estar dispuestos a dar, no tanto algo de lo que poseemos, sino a darnos a nosotros mismos. ¿Acaso no se resume todo el Evangelio en el único mandamiento de la caridad? El cristiano, cuando gratuitamente se ofrece a sí mismo, da testimonio de que no es la riqueza material la que dicta las leyes de la existencia, sino el amor.
13. La Cuaresma pues nos invita a «entrenarnos» espiritualmente, también mediante la práctica de la limosna, para crecer en la caridad y reconocer en los pobres a Cristo mismo. El Apóstol Pedro dijo al hombre tullido que le pidió una limosna en la entrada del templo: «No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te lo doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, echa a andar» (Hch 3,6).
14. Que María, Madre y Sierva fiel del Señor, ayude a todos los creyentes a llevar adelante la «batalla espiritual» de la Cuaresma, armados con la oración, el ayuno y la práctica de la limosna, para llegar a las celebraciones de las fiestas de Pascua renovados en el espíritu.
ASÍ SEA.
+ HÉCTOR MIGUEL CABREJOS VIDARTE, OFM
Arzobispo de Trujillo
Presidente de la Conferencia Episcopal Peruana
Presidente del Departamento de Misión y Espiritualidad del CELAM