Benedicto XVI: Liturgias masivas, comunidad, abandono en Dios

Encuentro del Papa con los párrocos y el clero de Roma (V)

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CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 15 febrero 2008 (ZENIT.org).- Como es tradicional a inicios de Cuaresma, Benedicto XVI se reunió con los párrocos y el clero de la diócesis de Roma el pasado 7 de febrero. El encuentro se desarrolló en forma de diálogo entre el Santo Padre y los participantes. Proseguimos con la publicación de las preguntas y de las respuestas que brindó espontáneamente el Papa.

Se procura ofrecer las diez intervenciones agrupadas temáticamente, pues no siguieron un orden determinado. Por partes, I (Dimensión y visibilidad del diaconado), II (La formación del corazón en lo esencial), III (El diálogo respetuoso no excluye el Evangelio) y IV (Pecado, juicio, purgatorio, infierno, paraíso) se han publicado en Zenit, respectivamente, el 11, 12, 13 y 14 de febrero de 2008.

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[Don Alberto Orlando, vicario parroquial de Santa María Madre de la Providencia:]

Soy don Alberto Orlando, vice párroco de la parroquia de Santa María Madre de la Providencia. Desearía presentarle una dificultad vivida en Loreto con los jóvenes al año pasado [donde se celebró el Ágora de los jóvenes italianos -al que acudieron medio millón- el 1 y 2 de septiembre. Ndt]. Pasamos en Loreto una jornada bellísima, pero entre tantas cosas estupendas percibimos una cierta distancia entre usted y los jóvenes. Llegamos por la tarde. No conseguimos acomodarnos, ver ni oír. Cuando llegó la noche usted se marchó y nos quedamos como a merced de la televisión, que en cierto sentido nos usó. Pero los jóvenes tienen necesidad de calor. Una joven me dijo, por ejemplo: «Normalmente el Papa nos llama «queridos jóvenes»; en cambio hoy nos ha llamado «jóvenes amigos»». Y estaba muy contenta por ello. ¿Cómo no subrayar este particular, esta cercanía? La conexión televisiva con Loreto era muy fría, muy lejana; también el momento de la oración tuvo dificultades, porque estaba ligado a los puntos de luz que permanecieron cerrados hasta tarde, al menos hasta que no terminó el espectáculo televisivo. Lo segundo que nos creó alguna dificultad fue en cambio la liturgia del día después, un poco agotadora sobre todo en cantos y música. En el momento del Aleluya, por poner un ejemplo, una joven observó que, a pesar del calor, estas canciones y la música se prolongaban muchísimo, como si a nadie le importara la incomodidad del que se veía estrechado por la multitud. Y se trataba de chavales que todos los domingos participan en misa. Estas son las dos preguntas: ¿por qué esta distancia entre usted y ellos? Y ¿cómo conciliar el tesoro de la liturgia en toda la solemnidad con el sentimiento, el afecto y la emotividad que nutre a los jóvenes, cosa que necesitan tanto? Desearía asimismo un consejo: cómo equilibrarnos entre solemnidad y emotividad. También porque somos nosotros mismos, los sacerdotes, los que con frecuencia nos preguntamos qué capacidad tenemos de vivir con sencillez la emoción y el sentimiento. Y siendo ministros del sacramento desearíamos poder orientar sentimiento y emotividad hacia un justo equilibrio.

 

[Benedicto XVI:]

El primer punto que se me propone está relacionado con la situación organizativa: la encontré así como estaba, así que no sé si era posible tal vez organizarlo de una manera distinta. Considerando los miles de personas que había, era imposible, me parece, conseguir que todos estuvieran igual de próximas. Es más, por ello hicimos un recorrido con el vehículo, para tener un poco de cercanía con cada una. Pero tendremos en cuenta esto y veremos si en el futuro, en otros encuentros con miles y miles de personas, es posible hacer algo diferente. Con todo, me parece importante que crezca el sentimiento de una cercanía interior, que encuentre el puente que nos une aunque estemos físicamente lejanos. Un gran problema es, en cambio, el de las liturgias en las que participan masas de personas. Recuerdo que en 1960, durante el gran congreso eucarístico internacional de Munich, se intentaba dar una nueva fisonomía a los congresos eucarísticos, que hasta entonces eran sólo actos de adoración. Se quería poner en el centro la celebración de la Eucaristía como acto de la presencia del misterio celebrado. Pero inmediatamente surgió la cuestión sobre cómo hacerlo posible. Adorar -se decía- se puede hacer también a distancia; pero para celebrar es necesaria una comunidad limitada que pueda interactuar con el misterio, por lo tanto una comunidad que debía ser asamblea en torno a la celebración del misterio. Muchos eran contrarios a la celebración de la Eucaristía en público con cien mil personas. Decían que no era posible precisamente por la estructura misma de la Eucaristía, que exige la comunidad para la comunión. Había también grandes personalidades, muy respetables, entre los contrarios a esta solución. Después el profesor Jungmann, gran liturgista, uno de los grandes arquitectos de la reforma litúrgica, creó el concepto de statio orbis, esto es, regresó a la statio Romae donde justamente en tiempo de Cuaresma los fieles se reúnen en un punto, la statio: así que permanecen en statio como los soldados por Cristo; luego van juntos a la Eucaristía. Si ésta, dijo, era la statio de la ciudad de Roma, donde la ciudad de Roma se reúne, entonces ésta es la statio orbis. Y desde aquel momento tenemos las celebraciones eucarísticas con la participación de masas. Para mí, debo decirlo, permanece un problema, porque la comunión concreta en la celebración es fundamental y por lo tanto no encuentro que se haya dado realmente con la respuesta definitiva. También en el Sínodo pasado planteé este interrogante, que en cambio no halló respuesta. Igualmente promoví otra cuestión, sobre la concelebración en masa: porque si concelebran, por ejemplo, mil sacerdotes, no se sabe si existe aún la estructura querida por el Señor. Pero en todo caso son interrogantes. Y así, se le ha presentado a usted la dificultad al participar en una celebración de masa durante la cual no es posible que todos estén involucrados por igual. Por lo tanto se debe elegir un cierto estilo para conservar esa dignidad que siempre es necesaria para la Eucaristía, y la comunidad no es uniforme y la experiencia de la participación en lo que allí se vive es diferente; para algunos es ciertamente insuficiente. Pero no ha dependido de mí, sino más bien de quienes se ocuparon de la preparación.

Se debe reflexionar bien sobre qué hacer en estas situaciones, cómo responder a los desafíos de estos momentos. Si no me equivoco, había una orquesta de discapacitados que interpretaban la música y tal vez la idea era precisamente mostrar que también ellos pueden animar la sagrada celebración y no deben verse nunca relegados, sino ser actores primarios. De tal forma todos, amando a aquellos, no se sintieron relegados, sino más bien involucrados. Me parece una reflexión muy respetable y la comparto. Naturalmente, en cambio, persiste el problema fundamental. Pero me parece que también aquí, sabiendo qué es la Eucaristía, aunque no se tenga la posibilidad de una actividad exterior como se desearía para sentirse copartícipes, se entra en ella con el corazón, como dice el antiguo imperativo en la Iglesia, creado tal vez precisamente para los que estaban detrás en la basílica: «¡Levantemos el corazón! Ahora todos salimos de nosotros mismos, así todos estamos con el Señor y estamos juntos». Como he dicho, no niego el problema, pero si seguimos realmente esta palabra, «¡Levantemos el corazón!», encontraremos a todos, también en situaciones difíciles y a veces discutibles, en la verdadera participación activa.

[Monseñor Renzo Martinelli, delegado de la Pontificia
Academia de la Inmaculada:]

Santo Padre: desearía sobre todo agradecerle las especificaciones que hizo el domingo pasado en el Ángelus respecto a sus intenciones, porque siempre formamos a los fieles para que oren por el Papa, y cuando usted pide rezar por los consagrados, por la jornada de la vida, por los frutos de conversión de la Cuaresma, la concreción de estos puntos evidencia aún más una comunión interior, pero también la consciencia de estar cerca de sus intenciones. También es de estos días la gracia de poder orar ante la Inmaculada en el aniversario de Lourdes. Volviendo al problema de la emergencia educativa, la pregunta es ésta: recientemente usted ha dicho a los obispos eslovenos esta frase: «Si por ejemplo se concibe al hombre según una tendencia hoy difundida de manera individualista», cómo justificar el esfuerzo por la construcción de una comunidad justa y solidaria. Entré en el seminario a los once años y fui educado un poco en una mentalidad en la que existía mi yo, y después junto a mi yo otro yo un poco moralista para conformarse a Cristo, y al final mi libertad, como dice usted en su libro Jesús de Nazaret, es como si se condujera de forma esclava, como esclavitud, cuando comenta el tema del hermano mayor de la parábola del hijo pródigo. Y todo esto crea división: cómo proponer en cambio a los jóvenes aquello en lo que usted insiste siempre, esto es, que el yo del cristiano, cuando se ha investido de Cristo, ya no es más yo. La identidad del cristiano, dijo usted con mucha profundidad en Verona, es el yo que ya no es yo, porque existe el sujeto de comunión de Cristo. Cómo proponer, Santidad, esta conversión, esta nueva modalidad, esta originalidad cristiana de ser una comunión que propone eficazmente la novedad de la experiencia cristiana.

[Benedicto XVI:]

Es la gran cuestión que todo sacerdote que es responsable de otros se plantea hoy en día. También para él mismo, naturalmente. Es verdad que en el siglo XX existía la tendencia a una devoción individualista, para salvar sobre todo la propia alma y crear méritos también calculables que se podían, en ciertas listas, hasta indicar con números. Y ciertamente todo el movimiento del Concilio Vaticano II quiso superar este individualismo.

No desearía juzgar a estas generaciones pasadas, que en cambio, a su modo, intentaron servir así a los demás. Pero allí estaba el peligro de que sobre todo se quisiera salvar la propia alma; a ello le seguía una exteriorización de la piedad que al final encontraba la fe como un peso, no como una liberación. Y ciertamente es voluntad fundamental de la nueva pastoral indicada por el Concilio Vaticano II salir de esta visión demasiado restringida del cristianismo y descubrir que yo salvo mi alma sólo donándola, como nos ha dicho hoy el Señor en el Evangelio; sólo liberándome de mí, saliendo de mí; como Dios hizo en el Hijo, que sale de ser Él mismo Dios para salvarnos a nosotros. Y nosotros entramos en este movimiento del Hijo, buscamos salir de nosotros mismos porque sabemos dónde llegar. Y no caemos en el vacío, sino que nos dejamos a nosotros mismos abandonándonos en el Señor, saliendo, poniéndonos a su disposición, como quiere Él, no como pensemos nosotros.

Ésta es la verdadera obediencia cristiana, que es liberad: no como querría yo, con mi proyecto de vida para mí, sino poniéndome a su disposición, para que Él disponga de mí. Y poniéndome en sus manos soy libre. Pero es un gran salto que nunca se hace definitivamente. Pienso aquí en San Agustín, quien muchas veces nos ha dicho esto. Inicialmente, después de la conversión, pensaba que había llegado a la cumbre y que vivía en el paraíso de la novedad de ser cristiano. Después descubrió que el dificultoso camino de la vida proseguía, si bien desde aquel momento siempre en la luz de Dios, y que era necesario dar cada día de nuevo este salto desde uno mismo; dar este yo para que muera y se renueve en el gran yo de Cristo que es, de una determinada forma muy cierta, el yo común de todos nosotros, nuestro yo.

Pero diría que nosotros mismos debemos, precisamente en la Eucaristía -que es este gran y profundo encuentro con el Señor donde me dejo caer en sus manos–, dar este gran paso. Cuánto más lo aprendamos nosotros mismos, más podremos expresarlo a los demás y hacerlo comprensible, accesible a otros. Sólo caminando con el Señor, abandonándonos en la comunión de Iglesia a su apertura, no viviendo para mí -ya sea para una vida terrenal gozosa, ya sea sólo por una felicidad personal–, sino haciéndome instrumento de su paz, vivo bien y aprendo este valor ante los desafíos de cada día, siempre nuevos y graves, frecuentemente casi irrealizables. Me abandono porque tú lo quieres, y estoy seguro de que así avanzo bien. Podemos sólo rogar que el Señor nos ayude a hacer este camino cada día, para ayudar, iluminar de esta manera a los demás, motivarles para que puedan ser así liberados y redimidos.

Traducción del original italiano por Marta Lago

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ZENIT Staff

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