Homilía del cardenal Bertone en la misa presidida en la catedral de La Habana

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LA HABANA, viernes, 22 febrero 2008 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado de Benedicto XVI, este jueves durante la celebración eucarística que presidió en la catedral de La Habana.

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Señor Cardenal,

Queridos Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,

Queridos Religiosos y Religiosas,

Honorables Autoridades,

Representantes del Cuerpo Diplomático,

Hermanas y Hermanos en el Señor.

Hoy celebramos de forma anticipada la fiesta de la Cátedra del Apóstol San Pedro y lo hacemos en una circunstancia ciertamente singular, pues recordamos el décimo aniversario de la visita que el amado Siervo de Dios, el Papa Juan Pablo II, realizara a Cuba. Él vino como mensajero de la verdad y la esperanza cumpliendo así la misión que el Señor le había confiado: ser Pastor de la Iglesia universal.

En la primera lectura, tomada del libro del profeta Ezequiel, hemos escuchado cómo el Señor en persona se preocupa de guiar a su grey, haciendo volver al redil a las ovejas descarriadas, curando a las enfermas, guardando a las gordas y fuertes y apacentando a todas como es debido (cf. Ez 34, 11-16). Éste es el proyecto que Él tiene para toda la humanidad. En efecto, todas las naciones de la tierra han sido llamadas por Dios para formar un solo pueblo que se deje conducir por Él, como el rebaño por el Pastor. A la Iglesia se le ha encomendado esta tarea, para lo cual no se apoya en seguridades humanas o materiales, sino en la gracia divina, pues su quehacer consiste en conducir a los hombres y mujeres del mundo a Cristo, para que haya un solo rebaño y un solo Pastor.

El pasaje evangélico que hoy se ha proclamado nos describe el origen de esta misión y también cómo ha de ser llevada a término. Siempre nos impresionan las palabras con las que el apóstol Pedro profesa su fe: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Ante esta confesión del Príncipe de los Apóstoles, Cristo responde con una afirmación que resuena fuertemente en nuestra alma: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16,18). Con estas palabras, Jesús revela a Pedro la tarea que le confía, es decir, la de ser el fundamento que dará consistencia a todo el edificio espiritual de la Iglesia. Las tres metáforas a las que Cristo recurre para ello son muy claras en sí mismas: Pedro será el cimiento firme sobre el que se apoyará la construcción de la Iglesia; tendrá las llaves del Reino de los cielos y, por último, podrá atar o desatar, en el sentido de admitir o rehusar aquello que crea necesario para la vida de la Iglesia que, sin embargo, es y seguirá siendo siempre del Señor.

El ministerio eclesial confiado a Pedro y a sus Sucesores es garantía de la unidad de la Iglesia, de la integridad del depósito de la fe y principio de comunión de todos los miembros del pueblo de Dios. Por consiguiente, la cátedra de Pedro, que hoy celebramos, no se apoya en fuerzas humanas, en «la carne y la sangre», sino en Cristo, piedra angular. También nosotros, como Simón, nos sentimos felices porque sabemos que nuestra gloria no está en nosotros mismos, sino en el designio eterno y providente de Dios, que envió a su Hijo, el Buen Pastor, para apacentar el rebaño y congregar a los hijos de Dios dispersos, ofreciéndose a sí mismo en el altar de la cruz como Cordero humilde y víctima expiatoria.

Este modelo de Pastor, que los Apóstoles aprendieron a conocer e imitar estando con Jesús, queda reflejado en la segunda lectura, en la que Pedro se define como «testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que va a manifestarse» (1 Pe 1,5). Son palabras que incluso en su estructura esencial evocan el misterio pascual que ilumina nuestros corazones, especialmente en estos días cuaresmales. Pedro ha sido modelado como Pastor por Jesús, Buen Pastor, y por el dinamismo de su Pascua. Pedro escribió estas palabras ya anciano, sabiendo que se encaminaba hacia el ocaso de su vida, que terminó finalmente con el martirio. En esos momentos fue capaz de describir la verdadera alegría y de dónde procede: su fuente es Cristo, confesado y amado con nuestra fe débil pero sincera. Por este motivo pudo escribir a los cristianos de su comunidad y decirnos también a nosotros: «No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él, y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzado así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación» (1 Pe 1,8-9).

La Iglesia está fundada sobre la base firme de Pedro y su testimonio del mensaje de Cristo. La «cátedra» de Pedro es precisamente el símbolo de su misión, del lugar que ocupa y del papel que desempeña en el pueblo de Dios. A sus Sucesores corresponde transmitir y enseñar la verdad del Evangelio, vigilar por su integridad y pureza, así como proclamarla de manera auténtica. De este modo, los fieles tienen la seguridad de no desviarse del camino de salvación abierto por el Señor y estar en la verdadera senda que conduce a la plenitud del Reino de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, el relato evangélico de hoy nos muestra el origen divino de la Iglesia y cómo ésta es esencialmente una comunidad de fe. A la profesión de fe del Príncipe de los Apóstoles, Jesús responde asegurando que el poder del infierno no derrotará a la Iglesia (cf. Mt 16,18). Ella nace, por tanto, de la voluntad de Dios y se mantiene viva y activa en el mundo gracias a su Espíritu. Esta verdad une a los católicos del mundo entero y alienta a todos los bautizados para que sean parte activa de esta gran familia, que tiene como fin vivir ella misma con gozo la gracia de haber encontrado al Señor y anunciar su Evangelio de salvación. Colocada como llama en el corazón de la humanidad, como levadura y sal entre los hombres de cualquier raza y cultura, la Iglesia pide ser reconocida y respetada en su misión, sin ánimo de imponer, sino de proponer el Evangelio a cuantos encuentra en su camino.

El mensaje de salvación que la Iglesia brinda hoy a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, mensaje de justicia y de paz, de verdad y libertad, de fraternidad y amor, es el mismo que viene anunciando a la humanidad desde que comenzó a dar sus primeros pasos, hace más de dos mil años, y que ha sido confirmado además con el testimonio de los mártires y de los santos.

Con la proclamación del Evangelio de Cristo, la Iglesia ha dado una gran aportación a este continente, y en particular a Cuba, alentando el respeto de la vida humana desde su concepción a su término natural, tutelando el valor de la familia fundada en el matrimonio de un hombre y una mujer, defendiendo la libertad de conciencia y la libertad religiosa y promoviendo la inviolable dignidad de la persona humana. A lo largo de los siglos, esta verdad del Evangelio ha guiado los pasos de muchos cristianos en su tarea de ser sembradores de justicia y de paz. Más aún, los principios de libertad, igualdad y fraternidad, que en los últimos siglos se han afianzado fuertemente en la conciencia de los pueblos, tienen un cimiento sólido en el Evangelio y un desarrollo creciente en el pensamiento y en la conducta de los creyentes en Cristo. A este respecto, conviene recordar cómo ya en el siglo cuarto, San Agustín fue testigo de que la Palabra de Cristo era la respuesta al anhelo de libertad que hay en el corazón de cada hombre. San Francisco, el pobrecillo de Asís, se convirtió en el siglo trece en promotor infatigable de la fraternidad que brota del Evangelio y del amor de Cristo por los pobres. De la verdad evangélica que hace libres y del amor de Dios que convierte a todos los hombres en hermanos han sido testigos los miles y miles de hombres y mujeres que, a través de los siglos, han dedicado su vida por completo al servicio del necesitado, a la educación de la juventud, a la asistencia de lo
s enfermos y encarcelados, dando así origen a iniciativas y obras de misericordia corporales y espirituales, movidos sólo por el amor a Dios y al prójimo.

Numerosos Institutos Religiosos y muchas otras personas se han dedicado con abnegación, y lo siguen haciendo, al servicio de los pobres, también aquí en Cuba. Es incalculable el bien que han hecho y hacen en esta hermosa Isla las religiosas y religiosos dedicados a cuidar a los ancianos, a los enfermos y a los menesterosos. Precisamente este año se espera la elevación a los altares del primer Beato cubano, el Padre Olallo Valdés. Este insigne hijo de su tierra, nacido en La Habana, fue abandonado en la casa de Beneficencia de esta ciudad y criado y educado por las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl. Siendo joven ingresó en la Orden de los Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios y en ella se consagró durante más de cincuenta años a una hermosa labor asistencial en Camagüey, atendiendo a los leprosos y a los desvalidos, a los abandonados y despreciados por la sociedad.

Tampoco hemos de olvidar a tantas Congregaciones Religiosas que, sobre todo durante el siglo veinte, llevaron a cabo en Cuba una extraordinaria y hermosa labor educativa en centros de enseñanza y en humildes escuelas parroquiales, en talleres de aprendizaje y en hogares para niños y niñas sin amparo familiar. Muchos de Ustedes recuerdan esto con amor y gratitud.

La Iglesia, al cumplir esta misión de educar, responde a la instrucción de Cristo a sus discípulos para que se ocuparan de los pequeños, porque de ellos es el Reino de los cielos (cf. Mt 18,1-5; 19,13-15). Fieles a este encargo del Señor, en 1728, los Dominicos fundaron la Universidad Pontificia de San Jerónimo de La Habana, donde se formaron en filosofía, derecho, teología y otras disciplinas varias generaciones de cubanos ilustres. Con ese mismo espíritu, poco después, el Obispo Pedro Miguel Morell de Santa Cruz, en su visita pastoral a Cuba, creó escuelas en cada uno de los caseríos y poblados que visitaba. Y cabe destacar sobre todo el Colegio Seminario de San Carlos y San Ambrosio, en cuyas aulas enseñaron el Siervo de Dios, Padre Félix Varela, y el Padre José Agustín Caballero, y donde estudiaron los forjadores de la cultura cubana y, propiamente hablando, del pensamiento nacional cubano.

Queridos hermanos y hermanas, demos gracias a Dios porque la realidad de la Iglesia en Cuba a través de los siglos ha sido una presencia beneficiosa, marcada por una intensa acción educativa, de promoción humana y de respeto a la vida de toda persona. Ella, fiel a las enseñanzas de Cristo, aspira a estar cada vez más presente y activa en medio de la sociedad con las modalidades propias del mundo actual, llevando a cabo al mismo tiempo su apremiante misión de enseñar, sanar, asistir al pobre y promover la dignidad de todos los seres humanos en su dignidad, ya sean marginados, desplazados o encarcelados. En este sentido, quiero recordar con gozo el trabajo que «Caritas» cubana está realizando en favor de los ancianos, y sus esfuerzos por llegar hasta sus hogares y atenderlos, así como su afán por ayudar a las personas enfermas, solas o necesitadas. Todo ello es posible gracias a la cooperación de muchos voluntarios que, en los diez años desde que el Papa visitara Cuba, han ido creciendo en número, en generosidad y en compromiso solidario. La caridad cristiana y eclesial tiene también en Cuba algunas manifestaciones en la educación de niños y jóvenes con dificultades escolares, y se abriga la esperanza de que se pueda ensanchar sin reservas este importante campo de su misión.

A la vez que me alegro al ver todo este fervor pastoral y misionero, saludo con cordialidad y gratitud al Señor Cardenal Arzobispo de La Habana, que ha tenido la amabilidad de invitarme a presidir esta solemne Eucaristía. Saludo igualmente con afecto al Presidente de la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba, a los demás Hermanos Obispos, a los Sacerdotes, a los Religiosos y Religiosas, así como a los seglares que colaboran en labores eclesiales, principalmente a los que desempeñan su apostolado con los jóvenes, que son la esperanza y el futuro de la Iglesia. Dirijo asimismo mi saludo a las Autoridades aquí presentes, a los representantes del Cuerpo Diplomático y a las personalidades que hoy nos han querido acompañar.

Tengo el honor y el gozo de transmitir a todos y cada uno de Ustedes la cercanía espiritual de Su Santidad Benedicto XVI, así como su aliento para proseguir en el camino que están recorriendo. El Sucesor de San Pedro sigue con paterna solicitud la vida y la actividad de la Iglesia en esta querida Nación y conoce los anhelos y preocupaciones de todos Ustedes. Así mismo, les asegura un recuerdo en su oración, para que Dios bendiga sus esfuerzos evangelizadores y despierte en sus parroquias muchas y santas vocaciones sacerdotales y religiosas para el servicio del pueblo de Dios.

El campo en el que la Iglesia está presente es muy vasto y son muchos los niños, adolescentes, jóvenes, enfermos, ancianos, personas que tienen sed de Dios y a los que ella se dirige como Madre, proponiéndoles a Cristo como Redentor del hombre y de todo hombre. Su Evangelio es fuente de la que brotan aquellos valores cristianos que son también profundamente humanos y humanizadores. La Iglesia desea poder ampliar sin límites el radio de su acción a otros ámbitos, para contribuir con tesón al bien común del pueblo cubano.

A María Santísima, venerada con mucha devoción por los cubanos bajo la advocación de la Caridad del Cobre, confío las aspiraciones que todos Ustedes llevan en el corazón, queridos hermanos y hermanas. Que Ella les ayude a colmarlas plenamente.

Con estos deseos, que son objeto de nuestras plegarias, nos disponemos a acoger a Jesús, que se va a hacer realmente presente entre nosotros en la Eucaristía. Su presencia nos colmará de alegría y otorgará sentido y valor a vuestros anhelos de auténtico bien. Amén.

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ZENIT Staff

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