Massimo Introvigne: «Estamos en la fase del relativismo agresivo»

Entrevista al director del Centro de Estudios sobre las Nuevas Religiones

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ROMA, martes, 26 febrero 2008 (ZENIT.org).- Europa está viviendo una fase de «relativismo agresivo». Lo afirma el profesor Massimo Introvigne, autor del libro recién publicado en Italia «El secreto de Europa. Guía para el redescubrimiento de las raíces cristianas» («Il segreto dell’Europa. Guida alla riscoperta delle radici cristiane»), de Ediciones Sugarco  (www.sugarcoedizioni.it).

«Los nuevos relativistas agresivos en cambio quieren que el relativismo se convierta en la ley oficial del estado», afirma en esta entrevista concedida a Zenit el fundador y director del Centro de Estudios sobre las Nuevas Religiones (CESNUR).

–¿Europa sufre una crisis de identidad?

–Introvigne: El Santo Padre en dos ocasiones –en el discurso a la Curia romana con motivo de la felicitación navideña del 22 de diciembre de 2006 y el 24 de marzo de 2007 con motivo del cincuentenario de los Tratados de Roma– usó una expresión más fuerte, afirmando que Europa «parece querer despedirse de la historia».

«Despedirse de la historia» significa echar el telón, decir adiós a los espectadores y admitir que la representación ha terminado. Ha sido bonita mientras ha durado, pero ahora se ha acabado. ¿Es posible? Ciertamente, a diferencia de las personas humanas, las civilizaciones no tienen un alma inmortal. Empiezan y acaban en la historia, y la europea no es una excepción. ¿Está sucediendo? Muchos políticos lo negarían.

Sin embargo, Benedicto XVI puso de relieve tres aspectos –enumerados como tales en los dos discursos que he citado– que corresponden a datos de hecho que es muy difícil negar.

El primero es «la apostasía de sí misma» por parte de Europa, el rechazo a reconocer las propias raíces –que son tan obviamente cristianas que hacen capciosa cualquier discusión sobre el tema– y la propia historia, que lleva luego a una debilidad y a una falta de identidad respecto a cualquier ataque o acontecimiento externo. Que Europa no logra hablar con un sola voz lo vemos todavía hoy a propósito de la cuestión de Kosovo.

El segundo aspecto es la separación de las leyes de la moral. No se trata del simple alejamiento de la política, o de algún hombre político, de la moral privada y pública, que no es un problema ni reciente ni sólo europeo, sino que se ha verificado en toda la historia humana. No, se trata de la autonomía primero teorizada y luego fatalmente practicada de las leyes de la moral. De la ética, no de la religión, así que las críticas de «injerencia» contra la Iglesia no tienen a su vez ningún sentido, tratándose aquí de la moral natural y de las reglas del juego llamado sociedad –el Papa habla de «gramática de la vida social»– que no son en cuanto tales ni cristianas ni ateas ni budistas, y que todos deberían compartir.

–¿Y esta gramática de la vida social no se respeta?

–Introvigne: Bien, hoy en Europa se afirma que estas reglas del juego existen, y que el legislador debe limitarse a hacer de notario y a formalizar lo que ya sucede en la sociedad (o los medios le hacen creer que así es). ¿Hay parejas homosexuales? El legislador toma nota y las equipara a las familias. ¿Hay musulmanes que viven en poligamia? Que los regularice el legislador o quizá que aplique la charia (ley islámica), como querría algún personaje europeo incluso influyente. ¿En los hospitales se practica la eutanasia? Que el Estado notario la regule por ley, como acaba de suceder en Luxemburgo.

El tercer aspecto es la crisis demográfica, el hecho dramático de que en Europa nacen cada vez menos niños. Sobre este punto, los hechos se oponen obstinadamente a las teorías de quien dice que Europa no está en crisis. En este sentido, los resultados aparentemente en tendencia contraria de algunos países a menudo derivan de simples normas nuevas sobre la ciudadanía, que cuentan entre los ciudadanos también a los hijos de los inmigrantes nacidos en esos países.

–Laicismo agresivo y anticristiano, relativismo… ¿estamos en tiempos oscuros?

–Introvigne: Un intelectual no católico, al contrario comunista, como Antonio Gramsci [político, filósofo y teórico marxista italiano (1891-1937), ndr.] decía que cuando hace mal tiempo se tiene la tendencia a enfadarse con el barómetro, mientras que «si abolimos el barómetro, no por ello abolimos el mal tiempo».

Hoy en Europa asistimos a este fenómeno: dado que Benedicto XVI es el único, o casi el único, en denunciar la dramática situación de crisis sobre los tres aspectos a los que he aludido –quizá porque no tiene que presentarse a ninguna elección, en la que los electores normalmente no premian a quienes anuncian malas noticias– en el imaginario de un cierto laicismo europeo acaba convirtiéndose en una especie de barómetro de Gramsci.

Pero impidiendo que hable el Papa –como sucedió en Roma en la Universidad «La Sapienza»– no hace que los problemas desaparezcan como por encanto. Hay otros que piensan que los problemas denunciados por el Papa son en realidad recursos: que la crisis de la familia tradicional, el aborto, la eutanasia, la negación del concepto de ley natural, el multiculturalismo sin freno según el cual la oposición a la legalización de la poligamia en una sociedad donde hay musulmanes es una forma de racismo…, son fenómenos positivos, que hay que promover, que nos llevarán a una sociedad con menores conflictos.

Para éstos el conflicto nace de la pretensión de quien cree que existe una verdad; mientras que donde se acuerda que no existe la verdad el conflicto desaparece.

Esta utopía ha sido tan a menudo desmentida por la historia que sostenerla debería resultar ya ridículo: pero no es así.

Donde las sociedades son complejas –y la Europa de hoy lo es– no hay modo de evitarlo: o se encuentra, entre personas que tienen culturas y religiones diversas, una «gramática de la vida común», reglas comunes que permitan convivir –que pueden derivar sólo de la razón y de la ley natural que la razón puede conocer– o quedamos reducidos al conflicto de todos contra todos.

O las cuestiones conflictivas se resuelven con el recurso a un derecho natural válido para todos, o se resuelven a golpe de violencia y bombas.

–Usted habla de diversas fases de relativismo. ¿Dónde estamos hoy?

–Introvigne: Estamos en la fase del relativismo agresivo. El antiguo relativista teorizaba, aunque no siempre practicaba, la máxima de Voltaire según la cual «yo no comparto tu idea pero estoy dispuesto a dar la vida para que la puedas sostener libremente».

Como sabemos, Voltaire era el primero que no ponía en práctica esta máxima cuando se trataba de la Iglesia católica.

Pero había, y hay todavía, viejos volterianos que creen de verdad en lo que dicen y que, aún siendo personalmente relativistas, no piden al Estado que castigue a quien no es relativista.

Los nuevos relativistas agresivos, en cambio, quieren que el relativismo se convierta en la ley oficial del Estado, con la consiguiente represión penal de los no relativistas. Un simple ejemplo: los viejos relativistas afirmaban que «la alcoba de un homosexual es su castillo» (adaptando una vieja máxima inglesa: el castillo es el lugar en el que ni siquiera el rey con sus leyes puede entrar). Según esta visión, el estado no debe ocuparse de los homosexuales, al igual que de los heterosexuales, Todos deben poder ser libres de hacer todo lo que quieren.

El nuevo relativista pretende en cambio que el Estado construya al gay los muros del castillo y arreste a quien se acerca o incluso simplemente quien expresa opiniones críticas. Este es el sentido de las leyes sobre la «homofobia», que no castigan a quien maltrata o insulta trivialmente a los homosexuales (para esto están ya las leyes ordinarias) sino que, según la fórmula de la ley
propuesta por el Gobierno italiano ahora dimisionario, reprimen a quien expresa «juicios de superioridad», es decir considere la unión heterosexual intrínsecamente superior a la unión homosexual, o piense –como hace la Iglesia– que esta última es intrínsecamente desordenada.

–Y entonces, ¿cuál es el secreto de Europa?

–Introvigne: El secreto de Europa es su historia milenaria, en la que entran ciertamente otras componentes –por ejemplo, es del todo imborrable la aportación de las comunidades judías–, pero que en su itinerario de fondo es cristiana. Aunque recubiertos por los detritos de un enorme cortafuegos abierto por el laicismo y el relativismo, los valores de esta historia están todavía vivos y presentes.

Ciertamente están más vivos en algunos países que en otros: por ejemplo, sobre Italia, Benedicto XVI dijo en el congreso eclesial de Verona, el 19 de octubre de 2006, que «la Iglesia aquí es una realidad muy viva, –¡y lo vemos!– que conserva una presencia capilar en medio de la gente de toda edad y condición» y que «las tradiciones cristianas están a menudo todavía arraigadas y siguen produciendo frutos».

Ahora, se podría decir que el mismo Benedicto XVI, por una parte, habla de una Europa «dispuesta a despedirse de la historia» y, por otra, ve «tradiciones cristianas todavía arraigadas», al menos en algunos países: ¿no habrá quizá una contradicción? La respuesta es no.

El Papa hablando de la crisis de Europa no nos convoca a un funeral sino a la cabecera de un enfermo. Un enfermo grave, del que es inútil esconder la gravedad de su condición. Pero un enfermo que tiene todavía en sí –escondidas en alguna parte– las potencialidades para curarse. Como el buen médico, Benedicto XVI por una parte no se calla ante los peligros de que la enfermedad pueda convertirse en mortal y por otra escruta con atención y valoriza sistemáticamente cada pequeña mejoría, cada atisbo de curación.

Si en el desierto de vez en cuando brota una plantita, no hay que arrancarla sino cultivarla para que se convierta mañana en un árbol y pasado mañana en un bosque. Pero para cultivar la plantita hay que regarla, y no basta el entusiasmo: que incluso, cuando este se dirige al Papa, a sus intervenciones y sus viajes, es siempre un buen punto de partida. Se necesita el agua sólida de la doctrina y del magisterio.

El libro «El secreto de Europa» nace de la experiencia de treinta y cinco años de actividad que he realizado en la Alianza Católica, una agencia de laicos católicos que tiene como fin principal el estudio, la difusión y la aplicación de la enseñanza del magisterio pontificio.

Pero, al igual que en estos años y sin absolutamente despreciar a quien en la Iglesia tiene otras vocaciones o actúa con modalidades diversas, la obra de difusión de las enseñanzas del Papa (pienso por ejemplo en el magnífico fresco de la historia profana y de la historia de la salvación en la Spe Salvi, desaparecida del radar de los medios de comunicación tras pocos días de su publicación) me parece indispensable y urgente.

Por Miriam Díez i Bosch, traducido del italiano por Nieves San Martín

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ZENIT Staff

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