CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 6 noviembre 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió este jueves Benedicto XVI en la Sala Clementina del Palacio Apostólico Vaticano a los participantes en el seminario organizado por el Fórum Católico – Musulmán, instituido por el Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso y por exponentes musulmanes.
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Queridos amigos:
Con mucha alegría os doy la bienvenida esta mañana y os saludo cordialmente a todos. Doy las gracias en especial al cardenal Jean-Louis Tauran, al jeque Mustafa Ceric y al señor Seyyed Hossein Nasr por sus palabras. Nuestro encuentro se celebra al concluir el importante seminario organizado por el Foro Católico-Musulmán, instituido por el Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso y por representantes de los 138 líderes musulmanes que firmaron la carta abierta a los líderes cristianos del 13 de octubre de 2007.
Este encuentro es un signo claro de nuestra estima recíproca y de nuestro deseo de escucharnos los unos a los otros con respeto. Puedo aseguraros que he seguido con la oración los progresos de vuestro encuentro, consciente de que representa un ulterior paso en el camino hacia una mayor comprensión entre musulmanes y cristianos, en el ámbito de otros encuentros regulares que la Santa Sede promueve con diferentes grupos musulmanes. La carta abierta «Una palabra común entre vosotros y nosotros» ha recibido numerosas respuestas y ha suscitado un diálogo, iniciativas y encuentros específicos, orientados a ayudarnos a conocernos mutuamente de una manera más profunda y a crecer en la estima por nuestros valores compartidos. El gran interés suscitado por este seminario es para nosotros un incentivo a asegurar que las reflexiones y los desarrollos positivos que surgen del diálogo entre cristianos y musulmanes no se limiten a un grupo restringido de expertos y eruditos, sino que se transmitan como un precioso legado para ser puestos al servicio de todos, para que traigan frutos en el mundo en el que vivimos cada día.
El tema que habéis escogido para el encuentro, «Amor a Dios y amor al prójimo: la dignidad de la persona y el respeto recíproco», es particularmente significativo. Está tomado de la carta abierta, que presenta el amor de Dios y el amor al prójimo como centro tanto del islam como del cristianismo. Este tema subraya de manera más clara todavía los cimientos teológicos y espirituales de una enseñanza central de nuestras respectivas religiones.
La tradición cristiana proclama que Dios es Amor (Cf. 1 Juan 4, 16). Por amor creó todo el universo, y con su amor se hace presente en la historia humana. El amor de Dios se ha hecho visible, manifestándose de manera plena y definitiva en Jesucristo. Él descendió para salir al encuentro del hombre y, a pesar de seguir siendo Dios, asumió nuestra naturaleza. Se entregó a sí mismo para restituir su plena dignidad a cada persona y para ofrecernos la salvación. ¿Cómo podríamos explicar el don de la encarnación y de la redención si no es con el Amor? Este amor infinito y eterno nos permite responder ofreciendo a cambio todo nuestro amor: amor a dios y amor al prójimo. Quise subrayar esta verdad, que consideramos fundamental, en mi primera encíclica, Deus Caritas est, pues es una enseñanza central de la fe cristiana. Nuestra llamada y nuestra misión consisten en compartir libremente con los demás el amor que Dios nos da sin ningún mérito por nuestra parte.
Soy consciente de que musulmanes y cristianos tienen planteamientos diferentes sobre las cuestiones que afectan a Dios. Sin embargo, podemos y tenemos que ser adoradores del único Dios que nos ha creado y que se preocupa de cada persona en todas las partes del mundo. Juntos tenemos que mostrar, con el respeto recíproco y la solidaridad, que nos consideramos miembros de una sola familia: la familia que Dios ha amado y reunido desde la creación del mundo hasta el final de la historia humana.
Me ha agradado saber que en vuestro encuentro se ha podido adoptar una postura común sobre la necesidad de adorar a Dios y de amar a nuestro prójimo, hombres y mujeres, desinteresadamente, sobre todo de los necesitados. Dios nos llama a trabajar juntos a favor de las víctimas de la enfermedad, del hambre, de la pobreza, la injusticia y la violencia.
Para los cristianos, el amor de Dios está ligado de forma inseparable al amor a nuestros hermanos y hermanas, a todos los hombres y mujeres, sin distinción de raza o cultura. Como escribe san Juan, «si alguno dice: ‘Amo a Dios’, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1 Juan 4, 20).
La tradición musulmana es también muy precisa al alentar al compromiso práctico en favor de los más necesitados y recueda precisamente la propia «regla de oro»: vuestra fe no será perfecta si no hacéis a lo demás lo que queréis para vosotros mismos.
Por eso, deberíamos cooperar en la promoción del respeto auténtico de la dignidad de la persona humana y de sus derechos fundamentales, aun cuando nuestras visiones antropológicas y nuestras teologías lo justifiquen de formas diferentes. Hay un sector amplísimo en el que podemos trabajar juntos: la defensa y la promoción de los valores morales que son parte de nuestra herencia común.
Sólo si reconocemos el papel central de la persona y la dignidad de cada ser humano, respetando y defendiendo la vida, que es un don de Dios, y que por tanto es sagrado tanto para los cristianos como para los musulmanes, encontraremos los puntos en común para construir un mundo más fraterno en el que las confrontaciones y las diferencias se arreglen pacíficamente y se neutralice el poder devastador de las ideologías.
Deseo, una vez más, que se protejan los derechos humanos fundamentales de todas las personas por doquier. Los líderes políticos y religiosos tienen el deber de garantizar el libre ejercicio de estos derechos respetando plenamente la libertad de conciencia y de religión de cada uno. La discriminación y la violencia a la que todavía están sometidos los creyentes en el mundo y las persecuciones a menudo violentas a las que se ven sujetos, son acciones inaceptables e injustificables, y son más graves y deplorables cuando se llevan a cabo en nombre de Dios.
El nombre de Dios sólo puede ser un nombre de paz y fraternidad, justicia y amor. Estamos llamados a demostrar, con nuestras palabras y sobre todo con nuestros hechos, que el mensaje de nuestras religiones es indefectiblemente un mensaje de armonía y de entendimiento mutuo. Es fundamental hacerlo, porque de lo contrario debilitaríamos no sólo la credibilidad y la eficacia de nuestro diálogo, sino también nuestras mismas religiones.
Rezo para que el Fórum Católico-Musulmán, que ahora está dando sus primeros pasos con confianza, pueda convertirse cada vez más en un espacio de diálogo y que nos ayude a recorrer juntos el camino hacia un conocimiento cada vez más pleno de la Verdad. Este encuentro es también una ocasión privilegiada para comprometernos a favor de una búsqueda más profunda del amor a Dios y del amor al prójimo, condición indispensable para ofrecer a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo un servicio auténtico de reconciliación y de paz.
Queridos amigos: ¡aunemos nuestros esfuerzos, animados por la buena voluntad, para superar todos los malentendidos y desacuerdos! Tenemos que decidirnos a superar los prejuicios pasados y a corregir la percepción, a menudo distorsionada del otro, que pueden crear todavía hoy dificultades en nuestras relaciones. Trabajemos juntos para educar a todas las personas, sobre todo a los jóvenes, en la construcción de un futuro común.
Que Dios
nos apoye en nuestras buenas intenciones y permita a nuestras comunidades vivir con coherencia la verdad del amor, que constituye el corazón del creyente y la base del respeto de la dignidad de cada persona. ¡Que Dios, misericordioso y compasivo, nos asista en esta comprometedora misión, que nos proteja nos bendiga e ilumine siempre con la potencia de su amor!
[Traducción del original inglés realizada por Jesús Colina
© Libreria Editrice Vaticana]