CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 14 noviembre 2008 (ZENIT.org).- Publicamos los principales pasajes de la intervención que pronunció el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado de Benedicto XVI, en un congreso sobre Pío XII (Eugenio Pacelli) celebrado en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma el jueves 6 de noviembre de 2008.
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El joven Pacelli, nacido en Roma el 2 de marzo de 1876 en el seno de una familia de la pequeña nobleza pontificia y ordenado sacerdote el 2 de abril de 1899, entró en el servicio de la Santa Sede en el año 1901, al final del pontificado de León XIII, comenzando una carrera eclesiástica brillante que lo llevaría al vértice de la diplomacia pontificia ya antes del estallido de la guerra. Elegido en 1904 por el cardenal Pietro Gasparri como secretario de la comisión para la redacción del Código de derecho canónico, entró el año sucesivo en la Congregación para los asuntos eclesiásticos extraordinarios, de la cual el Papa Pío x lo nombró subsecretario en 1911, secretario adjunto en 1912 y secretario en 1914, precisamente en vísperas del conflicto. En esas funciones de responsabilidad cada vez mayor, monseñor Pacelli se ocupó en particular de la rotura de las relaciones diplomáticas con Francia y después fue protagonista de dos difíciles misiones durante la catástrofe bélica, en repetidos pero inútiles intentos de mediación llevados a cabo por la Santa Sede, que desde hacía más de cuarenta años -como está bien documentado y estudiado- era cada vez más activa «en las fronteras de la paz».
En 1917 monseñor Pacelli fue nombrado nuncio pontificio en Munich por Benedicto XV, que el 13 de mayo de ese mismo año le confirió personalmente, en la capilla Sixtina, la consagración episcopal. En calidad de nuncio en Munich, como único representante pontificio en los territorios alemanes, se encontró con el Káiser, para sondear las intenciones reales de Alemania.
El encuentro con Guillermo II fue solemne, pero sin éxito, y fue descrito inmediatamente por el diplomático pontificio en un lúcido informe al secretario de Estado, que desde 1914 era el cardenal Gasparri: «Introducido en la presencia del Káiser (…), le expuse, de acuerdo con las instrucciones recibidas, las profundas preocupaciones del Santo Padre con respecto a la prolongación de la guerra, el crecimiento de los odios y el acumularse de ruinas materiales y morales que representan el suicidio de la Europa civil y hacen retroceder en muchos siglos el camino de la humanidad.(…) Su Majestad me escuchó con atención respetuosa y seria. Con todo, debo decir con plena franqueza que con su modo de fijar largamente la mirada en su interlocutor, con sus gestos y con su voz me dio la impresión (no sabría decir si es su naturaleza o si es consecuencia de estos tres largos y angustiosos años de guerra) de estar algo exaltado y no totalmente normal. Me respondió que Alemania no había provocado esta guerra, sino que se había visto obligada a defenderse contra las intenciones destructoras de Inglaterra, cuya potencia beligerante (al decir esto el emperador lanzó con energía un puño al aire) debía ser aplastada». Cinco años más tarde, una versión diversa y menos creíble de ese encuentro, realizada en sus memorias por el soberano ya destronado, fue desmentida por la Santa Sede.
La representación pontificia también afrontó la desastrosa situación del país con la que se definió «diplomacia de la ayuda», de la que fue protagonista Pacelli en el marco mucho más amplio de una actividad humanitaria desplegada por la Santa Sede desde 1915 en favor de los prisioneros de guerra. Testigo de la destrucción sucesiva al conflicto, el nuncio en Munich -al que desde 1920 se había confiado también la nunciatura en Berlín, mientras en el cónclave de 1922 había sido elegido Pío XI- vio con claridad los peligros de la nueva situación, provocados por el derrumbamiento del imperio de Guillermo, por las responsabilidades de las potencias vencedoras con respecto a Alemania, por las pruebas de revolución comunista, por los peligros de una posible alianza militar ruso-germana hostil a los países occidentales, por el crecimiento del nacionalismo alemán, aunque fuera de raíz protestante, también entre los católicos, y por la difusión del movimiento hitleriano. Por eso, monseñor Pacelli sostuvo la República de Weimar, la colaboración entre el Zentrum católico y los socialistas, la unidad estatal del país, y se esforzó por lograr acuerdos concordatarios, que estableció con Baviera en 1924 y con Prusia en 1929, e inició con Baden y con el Reich. En cambio, no tuvieron éxito las negociaciones del nuncio en Berlín con los emisarios soviéticos, encaminadas a asegurar condiciones de supervivencia a la Iglesia católica, que comenzaron en 1924 y duraron más de tres años.
El 16 de diciembre de 1929, Pío XI creó cardenal a su representante en Berlín, que Pacelli dejó recibiendo reconocimientos -incluso en la «prensa adversaria», como subraya un informe enviado al Vaticano por la nunciatura- de sus dotes y de sus méritos. Pocas semanas más tarde, el Papa Ratti nombró al nuevo purpurado su secretario de Estado, con un breve documento fechado el 7 de febrero de 1930, íntegramente redactado y escrito de su puño y letra, que está colocado en la exposición, muy interesante, organizada en el Brazo de Carlomagno de la plaza de San Pedro por el Comité pontificio de ciencias históricas para conmemorar al hombre Pacelli y su pontificado en el 50° aniversario de su muerte; una exposición que tuve el placer de inaugurar hace dos días.
Por su interés, vale la pena citar íntegramente el texto del Papa: «Señor cardenal, habiendo creído yo que debía acoger (lo cual he hecho hoy mismo, no sin gran tristeza) la petición del señor cardenal Pietro Gasparri de que aceptara su dimisión como mi secretario de Estado, coram Domino he decidido llamarlo y nombrarlo a usted, señor cardenal -como lo llamo y lo nombro con este quirógrafo- a la sucesión, ciertamente difícil y ardua, en ese alto y delicado cargo. A este nombramiento me mueven, y me dan plena y gran seguridad, ante todo su espíritu de piedad y de oración, que no puede menos de obtenerle la abundancia de la ayuda divina, así como las cualidades y las dotes con que Dios lo ha enriquecido y que usted ha demostrado saber usar tan bien en todas las misiones que se le han encomendado -especialmente en las dos nunciaturas de Baviera y de Alemania- para gloria del divino Dador y para servicio de su Iglesia. Lo bendigo cordialmente».
Así comenzó el último tramo, decisivo, del camino de Pacelli antes del brevísimo cónclave que, nueve años más tarde, el 2 de marzo de 1939, precisamente el día de su 63° cumpleaños, lo elegiría Papa, el primer romano y el primer secretario de Estado en serlo después de más de dos siglos.
El período durante el cual el cardenal fue el primer colaborador de Pío XI, profundizado por primera vez por un estudioso de valor como el padre Pierre Blet, al que deseo saludar, fue uno de los más difíciles y trágicos del siglo XX. El contexto internacional era dificilísimo, por la crisis económica mundial y por la creciente marea totalitaria que parecía sumergir a Europa, mientras -resuelta por fin la «cuestión romana» con la conciliación entre Italia y la Santa Sede- la Iglesia de Roma asumía de forma cada vez más visible la dimensión mundial inscrita en su vocación y que precisamente los pontificados de Pío XI y Pío XII habría desarrollado y subrayado fuertemente, preparando los años del concilio Vaticano II y los de sus sucesores en la segunda mitad del siglo.
En esta obra fue fundamental la acción del secretario de Estado Pacelli, con la ayuda de colaboradores muy cualificados. Entre estos destacó sobre todo el dúo constituido por las personalidades, muy diversas pero complementarias, de Dom
enico Tardini y Giovanni Battista Montini, en 1937 nombrados respectivamente secretario para los Asuntos eclesiásticos extraordinarios y sustituto de la Secretaría de Estado, y luego confirmados por Pacelli una vez elegido Papa, hasta convertirse ambos, a fines de 1952, en prosecretarios de Estado.
Con Pacelli llegó a la dirección de la Secretaría de Estado un eclesiástico de preparación extraordinaria, que impresionó inmediatamente a los diplomáticos acreditados ante la Santa Sede. He aquí como lo recordaba, escribiendo cerca de quince años más tarde, el embajador de Francia en el Vaticano François Charles-Roux: «Era un negociador perfecto, escrupuloso, perseverante para hacer que prevaleciera lo esencial del punto de vista de la Santa Sede, pero al mismo tiempo conciliador, equitativo, imparcial, de una lealtad escrupulosa. Evitaba ser irritante cuando se veía obligado a ser intransigente o enérgico, a dar una negativa o a quejarse. Un trato frecuente con él hacía que volvieran a la memoria las palabras de un diplomático o estadista francés, Choiseul: «La verdadera finura es la verdad, dicha alguna vez con fuerza, pero siempre con gracia»».
Y la Santa Sede pudo aprovechar estas cualidades inmediatamente, en los años oscuros que prepararon la segunda guerra mundial.
Aquí no me es posible comentar un período tan denso de acontecimientos y tan complejo desde el punto de vista histórico, pero para mostrar la actividad de la Sede apostólica, la acción del Papa y la obra de su secretario de Estado bastarán algunas alusiones a hechos conocidos, aunque no siempre interpretados en su contexto histórico y a veces tergiversados.
En Italia, a pesar de la conciliación, se multiplicaron las polémicas y las tensiones entre la Santa Sede y el régimen fascista hasta la crisis de 1931, cuando el jefe del gobierno, Mussolini, dio orden de disolver las asociaciones juveniles católicas. Pío XI reaccionó con energía y publicó la célebre encíclica Non abbiamo bisogno, fuertemente polémica contra la decisión del Gobierno, hasta el punto de que para divulgarla fuera de Italia, por el temor de que se impidiera su publicación en su interior, a monseñor Montini se le encargó que llevara de incógnito el texto a las nunciaturas de Munich y Berna: «Se ha intentado -afirmaba el Papa al inicio del texto escrito en italiano- golpear mortalmente todo lo que era y será siempre más querido por nuestro corazón de padre y pastor de almas».
La crisis se superó, pero la tensión volvió varias veces en los años sucesivos, en un país donde la única voz de prensa realmente libre fue el diario del Papa, como recordaría a la asamblea constituyente un exponente laico, Piero Calamandrei: «Porque en cierto momento, en los años de la mayor opresión, nos dimos cuenta de que el único diario en el que todavía se podía encontrar algún signo de libertad, de nuestra libertad, de la libertad común a todos los hombres libres, era «L’Osservatore Romano»; porque hemos experimentado que quien compraba «L’Osservatore Romano» se veía expuesto a ser atacado; porque en los Acta diurna del amigo Gonella se encontraba una voz libre».
Ese mismo año 1931 se publicó otra encíclica: Nova impendet, sobre la gravedad de la crisis económica y sobre la creciente carrera de armamentos; y a continuación, en octubre, otro gran documento social conmemorativo del de León XIII, la encíclica Quadragesimo anno, publicada en mayo. El año sucesivo, se afrontaba también la grave situación social como tema de la Caritate Christi, a la que siguió ese mismo año 1932 la Acerba animi sobre la persecución anticatólica en México, que rompió las relaciones diplomáticas con la Santa Sede. Pero la crisis se precipitaba también en España, donde la República recientemente proclamada ponía en marcha una política duramente contraria a la Iglesia con medidas que suscitaron en 1933 la firme protesta de la Santa Sede, ya desde la carta encíclica Dilectissima nobis, por la «grave ofensa no sólo a la religión y a la Iglesia, sino también a los afirmados principios de libertad civil en los que el nuevo régimen español dice que se basa. Y no se crea -prosigue el documento papal- que nuestra palabra se inspira en sentimientos de aversión a la nueva forma de gobierno o a los demás cambios estrictamente políticos acontecidos recientemente en España. En efecto, es de todos conocido que la Iglesia católica, en absoluto vinculada a una forma de gobierno más que a otra, con tal de que se respeten los derechos de Dios y de la conciencia cristiana, no encuentra dificultad para llegar a acuerdos con las diversas instituciones civiles, sean monárquicas o republicanas, aristocráticas o democráticas. Son prueba manifiesta, por aludir sólo a hechos recientes, los numerosos concordatos y acuerdos estipulados en estos últimos años y las relaciones diplomáticas entabladas por la Santa Sede con diversos Estados, en los cuales, después de la última gran guerra, tras gobiernos monárquicos han llegado gobiernos republicanos».
Por lo demás, es lo mismo que repetía el secretario de Estado Pacelli a propósito de la actitud de la Iglesia con respecto a los poderes públicos: «Una experiencia de dos mil años le impide exagerar la importancia de las cuestiones vinculadas a la forma del Estado y de las estructuras que condiciona». Y como prueba de la moderación y del realismo de la Iglesia de Roma durante la tragedia que, tres años más tarde, desembocaría en la guerra civil española, está la posición de la Santa Sede, y del propio Pío XI, durante muchos meses notoriamente no favorables a los insurgentes guiados por el general Franco.
Entre los concordatos firmados por la Santa Sede destaca naturalmente el establecido con el Reich, al que se llegó en el mismo año 1933, pero en una situación completamente diversa de la que Pacelli había dejado tres años antes, a causa del aumento del consenso con respecto al nazismo.
La Santa Sede y la mayoría de los obispos alemanes -a diferencia de muchos católicos y de la gran mayoría de los protestantes- mantuvieron una actitud negativa, aunque la oposición inicial del Episcopado no pudo menos de tener en cuenta el ascenso al poder de Hitler y el consenso obtenido por el nuevo régimen. Para recordar sólo un dato, once mil sacerdotes católicos (casi la mitad del clero alemán) «sufrieron medidas punitivas, motivadas política y religiosamente, por parte del régimen nazi», acabando a menudo en campos de concentración. Una de las consecuencias del concordato fue la eliminación del escenario político del partido católico (el Zentrum), pero los contrastes entre la Iglesia católica y el nazismo -a pesar de las crecientes preocupaciones por la consolidación del totalitarismo comunista y a pesar del tradicional antijudaísmo católico- se intensificaron con la puesta en marcha de la legislación antisemita y las disposiciones sobre la esterilización obligatoria, contra las cuales se pronunció con firmeza, ya en 1934, sobre todo el obispo de Münster, Clemens von Galen.
La oposición al nazismo se hizo clara y en 1936 una carta colectiva del Episcopado pidió al Papa una encíclica. Pío XI convocó a Roma a los tres cardenales alemanes (Adolf Bertram, Michael von Faulhaber y Karl Joseph Schulte) y a los dos obispos más contrarios al régimen, precisamente von Galen y Konrad von Preysing. Así, con la ayuda decisiva del cardenal Pacelli y de sus colaboradores alemanes de mayor confianza (monseñor Ludwig Kaas y los jesuitas Robert Leiber y Augustin Bea) se
llegó a la Mit brennender Sorge («Con gran preocupación»), la encíclica que en 1937 condenó la ideología racista y pagana que ya se había consolidado en el Reich alemán; pocos días después siguieron las encíclicas contra el comunismo ateo (Divini redemptoris) y sobre las sangrientas persecuciones del laicismo masónico contra los católicos mexicanos (Firmissimam constantiam).
La relación entre Pío XI y su secretario de Estado está aún por investigarse plenamente, y esto se podrá hacer con el tiempo y el estudio progresivo de los documentos de los archivos vaticanos, que con respecto al pontificado del Papa Ratti, es decir, hasta inicios del año 1939, están completamente accesibles desde hace más de dos años, pero han sido poco consultados por los estudiosos. Es conocida la estima que el Pontífice tenía por Pacelli, desde su creación cardenalicia, ocasión durante la cual pronunció la frase evangélica (Jn 1, 26), luego interpretada como una premonición, medius vestrum stat quem vos nescitis.
Esta estima se acrecentó continuamente e indujo a Pío XI, con una innovación sin precedentes, a enviar a su secretario de Estado a repetidas misiones internacionales. Así, en 1934, el cardenal Pacelli atravesó el Atlántico, como había hecho ya más de un siglo antes otro futuro Papa, el joven Mastai Ferretti, para una misión diplomática que lo llevó a Chile. El secretario de Estado y legado pontificio estuvo en Buenos Aires para el Congreso eucarístico internacional, y durante el largo viaje visitó después Montevideo y Río de Janeiro, luego Las Palmas de Gran Canaria y Barcelona, hasta volver al Vaticano a inicios de 1935.
Pocos meses más tarde, el purpurado se encontraba en Lourdes, donde, en la homilía conclusiva del viaje, contrapuso la redención de Cristo a la «bandera de la revolución social», a la «falsa concepción del mundo y de la vida» y a la «superstición de la raza o de la sangre»: una condena de la «idolatría de la raza» que con esas palabras clarísimas volvería dos años más tarde a los labios del cardenal Pacelli, enviado de nuevo a Francia por el Papa, esta vez a consagrar la basílica de Lisieux y luego a París, donde el purpurado se encontró con exponentes del Gobierno formado por el Frente popular. Y en 1938 el secretario de Estado, con ocasión de otro Congreso eucarístico internacional, viajó a Hungría, donde reafirmó el principio tradicional según el cual la Iglesia no determina las formas de gobierno, y sobre todo denunció la carrera de armamentos, «que se ha convertido en la ocupación dominante de la humanidad del siglo XX», advirtiendo de que «la locura destructora» de nuevos conflictos superaría «lo más espantoso que ha conocido el pasado».
Sin embargo, tal vez el viaje más importante de Pacelli fue, en el otoño de 1936, la larga visita privada que realizó a Estados Unidos, recorriendo miles de kilómetros, también en avión, como por lo demás había hecho ya en Alemania, testimonio ulterior de su espíritu moderno. En el viaje el cardenal se encontró con cerca de ochenta obispos y con los más importantes exponentes políticos, entre ellos el presidente Roosevelt, recién elegido. Al volver al Vaticano, el Papa le regaló un retrato con dedicatoria autógrafa: Carissimo Cardinali Suo Transatlantico Panamerico Eugenio Pacelli feliciter redeunti. Sólo pocos días antes, Pío XI había sorprendido a monseñor Tardini, elogiando a su secretario de Estado aún de viaje y concluyendo tranquilamente: «Será un buen Papa».
La previsión se cumplió menos de tres años después, cuando ya se acercaba la guerra. Para conjurarla, el nuevo Papa, que había tomado como nombre Pío XII, intentó un extremo llamamiento, escrito con la ayuda del sustituto Montini y pronunciado una semana antes de que las tropas del Reich invadieran Polonia: «Hora muy grave es la que suena de nuevo para la gran familia humana; hora de tremendas deliberaciones, de las que no puede despreocuparse nuestro corazón, ni debe desinteresarse nuestra autoridad espiritual, que nos viene de Dios para conducir a los hombres por los caminos de la justicia y de la paz. (…) Nosotros, sin más armas que la palabra de la Verdad, por encima de las pasiones y discusiones públicas, os hablamos en nombre de Dios, de quien toma su nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra (…). La justicia se abre camino, no con la fuerza de las armas, sino con la fuerza de la razón. Y los imperios no fundados sobre la justicia no son bendecidos por Dios. La política emancipada de la moral se vuelve aun contra los mismos que así la quieren. Es inminente el peligro, pero todavía es tiempo. Nada se ha perdido con la paz. Todo puede perderse con la guerra. Vuelvan los hombres a comprenderse. (…) Les suplicamos por la sangre de Cristo, cuya mansedumbre en la vida y en la muerte fue la fuerza vencedora del mundo. Y al suplicarles, sabemos y sentimos que tenemos con nosotros a todos los rectos de corazón; a todos los que tienen hambre y sed de justicia; a todos los que sufren ya, por los males de la vida, todo dolor. (…) Con nosotros está el alma de esta vieja Europa, que fue obra de la fe y del genio cristiano. Con nosotros está la humanidad entera, que ansía justicia, pan, libertad, pero no el hierro que mate y destruya» (Colección de encíclicas y documentos pontificios, Acción Católica Española, Madrid 1967, pp. 179-180).
El llamamiento del Papa Pacelli resultó inútil, como inútil fue también la denuncia de su primera encíclica, Summi pontificatus, publicada en el primer otoño de guerra, que condenaba «el olvido de la ley de solidaridad y caridad humana, que es dictada e impuesta por un origen común y por la igualdad de la naturaleza racional en todos los hombres, sea cual fuere el pueblo al que pertenezcan, y por el sacrificio de la redención ofrecido por Jesucristo» (ib., p. 188), sosteniendo con fuerza la «unidad del género humano» que ocupaba el centro y constituía el título de la última encíclica proyectada por su predecesor, al que con frecuencia se contrapone a Pío XII, pero sin fundamento real. Así pues, no fue una «encíclica oculta», del mismo modo que el cardenal camarlengo Pacelli no censuró el último discurso de Pío XI con motivo del décimo aniversario de la Conciliación, que veinte años después, en 1959, Juan XXIII hizo publicar en «L’Osservatore Romano».
La condena de la Summi pontificatus concernía a la «ideología que atribuye al Estado una autoridad ilimitada», definida en la encíclica «un error pernicioso», tanto para la «vida interna de las naciones», como para las «relaciones entre los pueblos, porque rompe la unidad de la sociedad supranacional, quita su fundamento y valor al derecho de gentes, conduce a la violación de los derechos de los demás y hace difícil la inteligencia y la convivencia pacífica» (ib., p. 194).
Por último, era muy fuerte la denuncia de la «hora de las tinieblas», en la que «el espíritu de la violencia y de la discordia derrama sobre la humanidad la copa sangrienta de dolores sin nombre», con la advertencia de que «los pueblos, envueltos en el trágico vórtice de la guerra, quizá están aún «al comienzo de sus dolores» (Mt 24, 8): muerte y desolación, lamento y miseria reinan ya en millares de familias. Y la sangre de innumerables seres humanos, hasta no combatientes, eleva un desgarrador grito de dolor especialmente sobre una amada nación, Polonia
, que por su fidelidad a la Iglesia, por sus méritos en la defensa de la civilización cristiana, escritos con caracteres indelebles en los fastos de la historia, tiene derecho a la simpatía humana y fraternal del mundo» (ib., p. 201). Y Pío XII proseguía: «El deber del amor cristiano, que es el quicio y el fundamento del reino de Cristo, no es una palabra vacía, sino una viva realidad. Vastísimo es el campo que se abre a la caridad cristiana en todas sus formas. Confiamos plenamente en que todos nuestros hijos, y de modo singular todos cuantos están libres del azote de la guerra, imitarán al divino Samaritano, acordándose de los que, por ser víctimas de la guerra, tienen derecho a la compasión y al socorro» (ib., p. 201).
Así, en la primera encíclica del Papa Pacelli, no sólo se describían con anticipación los horrores de la guerra, sino también la gigantesca obra de caridad que la Iglesia católica desplegaría durante los años del conflicto en favor de todos, sin distinción alguna.
Lo demuestran, entre otros, los tres millones y medio de documentos de la Oficina de informaciones del Vaticano para los prisioneros de guerra, instituida por voluntad de Pío XII inmediatamente después del inicio del conflicto, un fondo de los archivos vaticanos que llega hasta 1947 y que cualquiera puede consultar en su totalidad, pero que a pesar de esto casi nadie utiliza. En efecto, parece que basta abrir un archivo, cuya apertura se reclamaba con fuerza, para que ya no interesen sus documentos. Evidentemente, a muchos la historia sólo les importa cuando la pueden usar como un arma.
Como se debería saber, los archivos de la Santa Sede son completamente accesibles hasta inicios de 1939, mientras que con respecto al período de la guerra y del Holocausto su contenido se ha anticipado sustancialmente con los doce volúmenes de las Actes et documents du Saint-Siège relatifs à la seconde guerre mondiale, publicados por decisión de Pablo VI ya desde 1965.
Esta enorme documentación -que se añade a la interminable de los demás archivos nacionales y privados, a numerosísimos testimonios y a la reconstrucción histórica de ese período- está confirmando que la polémica sobre el así llamado «silencio» de Pío XII, acusado de insensibilidad o incluso de connivencia ante el Holocausto, es una instrumentalización, como por lo demás lo indican con claridad sus orígenes, arraigados en la propaganda soviética ya durante la guerra, que luego se prosiguió en la propaganda comunista durante la guerra fría y, por último, fue relanzada por sus seguidores.
Como diplomático de Benedicto XV, Pacelli se esforzó por lograr que condenara ya en 1915 las violencias antisemitas que se habían producido en Polonia, mientras que en la década de 1930, como secretario de Estado de Pío XI, hizo cesar la propaganda radiofónica antijudía de un sacerdote católico estadounidense, Charles Coughlin. Además, por su experiencia alemana, el purpurado conocía muy bien el nazismo y su loca ideología, y varias veces, entre los años 1937 y 1939, había puesto en guardia a estadounidenses y británicos ante el peligro que representaba el Tercer Reich. Pero hay más: entre el otoño de 1939 y la primavera de 1940, el Pontífice apoyó, con una decisión sin precedentes, el intento, pronto abortado, de algunos círculos militares alemanes, en contacto con los británicos, de derribar el régimen hitleriano. Y después del ataque alemán a la Unión Soviética, Pío XII se negó a adherirse y a adherir a la Iglesia católica a la que se presentaba como una cruzada contra el comunismo; más aún, se esforzó por superar la oposición de muchos católicos estadounidenses a la alianza con los soviéticos, aunque el juicio del Pontífice y de sus más íntimos colaboradores sobre el comunismo siguió siendo siempre negativo.
Por eso, representar a Pío XII como indiferente ante el destino de las víctimas del nazismo -los polacos y, sobre todo, los judíos-, incluso llamándolo «Papa de Hitler», además de constituir un ultraje, es insostenible desde el punto de vista histórico, como carece de fundamento histórico la imagen de un Pontífice dominado por los americanos y «capellán de Occidente», difundida y sostenida siempre por los soviéticos y por sus defensores en las democracias europeas durante la guerra fría.
Ante los horrores de la guerra y lo que se definiría Holocausto el Papa Pacelli no fue neutral o indiferente; y lo que se tachó, y se sigue tachando, como silencio fue, en cambio, una opción consciente y sufrida, basada en un juicio moral y religioso clarísimo. Así lo han reconocido y lo reconocen muchísimas personas, incluso no pertenecientes al mundo católico.
Por ejemplo, ya en 1940, en «Time», Albert Einstein escribió: «Sólo la Iglesia católica se ha atrevido a oponerse a la campaña de Hitler de suprimir la verdad. Nunca antes he tenido un interés especial por la Iglesia, pero ahora siento un gran afecto y admiración porque sólo la Iglesia ha tenido la valentía y la fuerza constante de estar de parte de la verdad intelectual y de la libertad moral».
Por su parte, el dominico Yves Congar, después cardenal, refiere en su diario conciliar las confidencias de un testigo de aquel tiempo, su hermano en religión Rosaire Gagnebet. Después de la matanza de las Fosas Ardeatinas, el Papa se interrogó «con angustia» si era el caso de denunciarla: «Pero todos los conventos, todas las casas religiosas de Roma estaban llenas de refugiados: comunistas, judíos, demócratas y antifascistas, ex generales, etc. Pío XII había suspendido la clausura. Si Pío XII hubiera protestado pública y solemnemente, se hubiera producido un registro en esas casas y hubiera constituido una catástrofe». Así, el Pontífice optó por una protesta diplomática. Luego, frente a la amenaza de deportación, comunicó al arzobispo de Palermo, cardenal Luigi Lavitrano, que recibiría «los poderes en su lugar», y al embajador alemán le dijo sin titubear: se arrestará «a monseñor Pacelli, pero no al Papa».
La labor de socorro decidida por Pío XII en favor de los perseguidos -entre ellos numerosísimos judíos, en Roma, en Italia y en muchos otros países- fue inmensa y está cada vez más documentada, incluso por parte de autorizados historiadores e intelectuales, que ciertamente no son defensores oficiales del papado, como Ernesto Galli della Loggia, Arrigo Levi y Piero Melograni. Están apareciendo poco a poco hechos y documentos de ese pasado que no pasa. Esta documentación hace justicia a lo que el Papa Pacelli y su Iglesia hicieron ante la criminal persecución de los judíos y obligaría a volver a escribir innumerables libros de historia y a relegar al olvido la leyenda difamatoria de un Pontífice filonazi. Esa leyenda, inventada en los años del conflicto mundial, culminó en 1963 con la representación del drama Der Stellevertreter de Rolf Hochhuth y fue relanzada en el año 2002 por la película Amen de Constantin Costa-Gavras.
Que se trataba de una campaña orquestada ya lo había denunciado en Italia Giovanni Spadolini en 1965, cuando ese historiador habló de «ataques sistemáticos del mundo comunista que contaban con la complicidad o con cierta condescendencia incluso de corazones católicos, o al menos de ciertos católicos muy conocidos de Italia». Lo confirmó, cuarenta años más tarde, un dossier entero, que demuestra que los jefes del Tercer Reich consideraban al Papa Pacelli como enemigo: documentos nazis inéditos que habían caído en manos de dirigentes de los servicios secretos de la Alemania comunista y que, naturalmente, habían permanecido ocultos hasta que se realizó una investigación del diario «La Repubblica», un periódico que ciertamente no se puede definir filo-pacelliano.
Ha sido muy iluminadora, con respecto al caso historiográfico del debate sobre Pío XII, una larga entrevista concedida a «L’Osservatore Romano», con ocasión del 50° aniversario de su muert
e, por Paolo Mieli, el historiador que dirige el diario «Corriere della Sera». Se trata de un texto muy significativo, en el que, entre otras cosas, Mieli se declara convencido de que los historiadores harán justicia al Papa Pacelli; «la parte de sangre judía que corre por mis venas -añadió- me hace preferir un Papa que ayuda a mis correligionarios a sobrevivir, más que uno que lleva a cabo un gesto demostrativo». Y vale la pena releer su juicio conclusivo sobre Pío XII: «Quizá fue el Papa más importante del siglo XX. Seguramente estuvo atormentado por dudas. Sobre la cuestión del silencio, como he dicho, se interrogó. Pero precisamente esto me da la idea de su grandeza. Me impresionó mucho un hecho, entre otros. Una vez concluida la guerra, si Pío XII hubiese tenido la conciencia sucia, se habría jactado de la obra de salvación de los judíos. Por el contrario, jamás lo hizo. Jamás dijo una palabra. Podía haberlo hecho. Podía hacer que lo escribieran o dijeran otros, pero no lo hizo. Para mí esta es la prueba de la grandeza de su personalidad. No era un Papa que sentía necesidad de defenderse. Por lo que se refiere al juicio sobre Pío XII, debo decir que me ha quedado grabado en el corazón lo que escribió en 1964 Robert Kempner, un magistrado judío de origen alemán, que fue el número dos de la acusación pública en el proceso de Nuremberg: «Cualquier postura propagandística de la Iglesia contra el gobierno de Hitler no solamente habría sido un suicidio premeditado, sino que habría acelerado el asesinato de un número mucho mayor de judíos y de sacerdotes». Concluyo: durante veinte años hubo unanimidad en la manera de considerar a Pío XII. Por eso, para mí, en la ofensiva contra él no salen las cuentas. Todo aquel que quiera estudiarlo con honradez intelectual debe partir precisamente de esto, del hecho de que no salen las cuentas» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de octubre de 2008, p. 11).
Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI han defendido de forma concorde, desde el punto de vista histórico, la memoria de Pío XII, su acción durante la segunda guerra mundial y ante la espantosa tragedia del Holocausto. A esto es preciso añadir el honor tributado por los Papas a la memoria de los seis millones de víctimas del Holocausto y la indudable voluntad de avanzar por un camino de paz, de reconciliación y de confrontación religiosa con el judaísmo, como hizo Pablo VI en tiempos del concilio Vaticano II y durante todo su pontificado, como predicó constante y tenazmente Juan Pablo II, y como Benedicto XVI ha repetido en numerosas ocasiones, de modo particular este año en los viajes a Estados Unidos, a Australia y sobre todo a Francia.
Como es bien sabido, actualmente está en marcha la causa de canonización del Papa Pacelli, un hecho religioso que debe ser respetado por todos y que en su especificidad es de competencia exclusiva de la Santa Sede. En 1965 Pablo VI, al anunciar en el Concilio el inicio de las causas de Pío XII y de Juan XXIII, explicó sus razones: «Así será acogido el deseo que innumerables voces han expresado en tal sentido para uno y para otro; así quedará asegurado para la historia el patrimonio de su herencia espiritual; se evitará que ningún otro motivo que no sea el culto de la verdadera santidad, es decir, la gloria de Dios y la edificación de la Iglesia, deforme sus auténticas y queridas figuras para nuestra veneración y para la de los siglos futuros» (Discurso del 18 de noviembre de 1965: Concilio Vaticano II, Constituciones, Decretos, Declaraciones, BAC, Madrid 1968, p. 1106). Por su parte, Benedicto XVI, al celebrar en la basílica de San Pedro una misa en memoria de Pío XII, exhortó a orar «para que prosiga felizmente la causa de beatificación». Es una exhortación que acojo de buen grado y a la que me asocio, recordando y celebrando a un Romano Pontífice que fue grande, y a cuyo conocimiento este congreso seguramente contribuirá mucho.
Traducción del original italiano distribuida por la Santa Sede