CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 17 noviembre 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI este sábado al recibir en audiencia a los participantes en la conferencia internacional organizada por el Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud sobre «La solicitud pastoral en el cuidado de los niños enfermos», que se celebró en el Vaticano del 13 al 15 de noviembre.
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Señor cardenal,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
ilustres profesores,
queridos hermanos y hermanas:
Estoy muy contento de reunirme con vosotros con motivo de la anual conferencia internacional organizada por el Consejo Pontificio para la Pastoral de la Salud que ha llegado a su vigésimo tercera edición. Saludo cordialmente al cardenal Javier Lozano Barragán, presidente del dicasterio, y le doy las gracias por las corteses palabras que me ha dirigido en vuestro nombre.
Manifiesto también mi reconocimiento al secretario, a los colaboradores de este Consejo Pontificio, a los relatores, a las autoridades académicas, a las personalidades, a los responsables de las instituciones de salud, a los agentes sanitarios y a quienes han ofrecido su colaboración participando de diferentes maneras en la realización del congreso que este año tiene por tema: «La solicitud pastoral en el cuidado de los niños enfermos». Estoy seguro de que estos días de reflexión e intercambio sobre un tema tan actual servirán para sensibilizar a la opinión pública sobre el deber de dispensar a los niños todas las atenciones necesarias para su desarrollo armonioso físico y espiritual. Si esto es válido para todos los niños, tiene una importancia aún mayor en el caso de los enfermos y necesitados de tratamientos médicos especiales.
El tema de vuestra conferencia, que hoy se clausura, gracias al a la contribución de expertos de fama mundial, y de personas que se encuentran en contacto directo con la infancia en dificultad, os ha permitido ilustrar la situación difícil en la que se encuentra un número sumamente considerable de niños en grandes regiones de la tierra, y de analizar cuáles son las acciones necesarias, es más, urgentes, que hay que tomar para ayudarles. Ciertamente han sido notables los progresos en la medicina en los últimos cincuenta años: han llevado a una considerable reducción de la mortalidad infantil, aunque todavía queda mucho por hacer en este sentido. Basta recordar que, como habéis observado, cada año mueren cuatro millones de recién nacidos con menos de 26 días de vida.
En este contexto, la atención del niño enfermo representa un argumento que debe suscitar el atento interés de todos los que se dedican a la pastoral de la salud. Un detallado análisis de la situación actual es indispensable para emprender o continuar una decidida acción orientada a prevenir en la medida de lo posible las enfermedades y, cuando éstas se presentan, a curar a los pequeños enfermos a través de los recursos más modernos de la ciencia médica, así como a promover mejores condiciones higiénico-sanitarias sobre todo en los países menos afortunados. El desafío consiste hoy en evitar que resurjan muchas patologías, que en una época eran típicas de la infancia, y globalmente, en favorecer el crecimiento, el desarrollo y el mantenimiento de un estado de salud conveniente para todos los niños.
En este gran campo de acción todos están involucrados: las familias, los médicos, los agentes sociales y sanitarios. La investigación médica se encuentra a veces ante opciones difíciles cuando se trata, por ejemplo, de lograr un justo equilibrio entre insistir y desistir en la terapia para asegurar los tratamientos adecuados a las necesidades reales de los pequeños pacientes, sin caer en la tentación de hacer experimentos con ellos. No es superfluo recordar que la razón de cada intervención médica debe ser la consecución del verdadero bien para el niño, considerando su dignidad como sujeto humano con plenos derechos. Por lo tanto, hay que cuidarlo siempre con amor para ayudarlo a afrontar el sufrimiento y la enfermedad, incluso antes del nacimiento, en la medida adecuada a su situación.
Teniendo en cuenta el impacto emocional, debido a la enfermedad y a los tratamientos a los que el niño es sometido, que a menudo son particularmente invasivos, es importante asegurar una comunicación constante con la familia. Si los agentes sanitarios, médicos y enfermeros, sienten el peso del sufrimiento de los pequeños pacientes, ¡es posible imaginar cuán grande es el dolor experimentado por los padres! No hay que separar nunca el aspecto sanitario y el humano. Toda institución asistencia y sanitaria, sobre todo si está animada por un genuino espíritu cristiano, tiene el deber de ofrecer lo máximo de su competencia y humanidad. El enfermo, de manera especial el niño, comprende particularmente el lenguaje de la ternura y del amor, expresado a través de un servicio lleno de atenciones, paciente y generoso, alentado en los creyentes por el deseo de manifestar la misma predilección que sentía Jesús por los pequeños.
«Maxima debetur puero reverentia» –«Al niño se le debe el máximo respeto», ndt.– (Juvenal, Sátira XIV, v. 479): los antiguos ya reconocían la importancia de respetar al niño, don y bien precioso para la sociedad, al que hay que reconocer su dignidad humana, que posee plenamente desde que, sin haber nacido, se encuentra en el seno maternal. Todo ser humano tiene un valor en sí mismo, pues ha sido creado a imagen de Dios, a cuyos ojos es todavía más precioso cuando más débil resulta a la mirada del hombre. ¡Con qué amor hay que acoger, entonces, a un niño que todavía no ha nacido y que padece patologías médicas! «Sinite parvulos venire ad me» –«Dejad que los niños vengan a mí», ndt.–: dice Jesús en el Evangelio (cf. Marcos, 10, 14), mostrándonos cómo debe ser la actitud de respeto y acogida al atender a todo niño, especialmente cuando es débil o atraviesa dificultades, cuando sufre y está indefenso. Pienso sobre todo en los pequeños huérfanos o abandonados a causa de la miseria o de la disgregación familiar; pienso en los niños víctimas inocentes del sida o de la guerra y de tantos conflictos armados que tienen lugar en diferentes partes del mundo; pienso en la infancia que muere a causa de la miseria, de la sequía y del hambre. La Iglesia no se olvida de sus hijos más pequeños y, si bien por una parte aplaude las iniciativas de las naciones más ricas para mejorar las condiciones de su desarrollo, por otra, siente intensamente el deber de invitar a prestar una mayor atención a estos hermanos nuestros, para que gracias a nuestra solidaridad conjunta puedan ver la vida con confianza y esperanza.
Queridos hermanos y hermanas: mientras deseo que tantas condiciones de desequilibrio que todavía existen sean superadas cuanto antes con medidas decididas a favor de nuestros hermanos más pequeños, expreso profundo aprecio por aquellos que dedican energías personales y recursos materiales a su servicio. Con particular reconocimiento pienso en nuestro hospital del Niño Jesús y en las numerosas asociaciones e instituciones socio-sanitarias católicas, que, siguiendo el ejemplo de Jesucristo, Buen Samaritano, y animadas por su caridad, ofrecen apoyo y alivio humano, moral y espiritual a tantos niños que sufren, amados por Dios con particular predilección.
Que la Virgen Santa, Madre de todo hombre, vele por los niños enfermos y proteja a quienes se entregan para curarles con solicitud humana y espíritu evangélico. Con estos sentimientos, expresando sincero aprecio por el trabajo de sensibilización realizado por esta conferencia internacional, aseguro un recuerdo constante en la oración e imparto a todos la bendición apostólica.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
© Copyright 2008 – Libreria Editrice Vaticana]