CIUDAD DEL VATICANO, viernes 28 de noviembre de 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI el 20 de noviembre a los participantes en la Asamblea plenaria de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vita Apostólica al recibirles en el Vaticano con motivo de sus cien años de fundación.
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Señores cardenales; venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; queridos hermanos y hermanas:
Os recibo con alegría con ocasión de la asamblea plenaria de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, que celebra cien años de vida y actividad. En efecto, ha transcurrido ya un siglo desde que mi venerado predecesor san Pío X, con la constitución apostólica Sapienti consilio, del 29 de junio de 1908, hizo autónomo vuestro dicasterio como Congregatio negotiis religiosorum sodalium praeposita, nombre que sucesivamente ha sido modificado varias veces. Para recordar este acontecimiento, habéis programado para el 22 de noviembre un congreso que lleva un título significativo: «Cien años al servicio de la vida consagrada». Por eso, deseo pleno éxito a esta iniciativa oportuna.
Este encuentro es una ocasión muy propicia para saludar y expresar mi gratitud a todos los que trabajan en vuestro dicasterio. Saludo en primer lugar al prefecto, cardenal Franc Rodé, a quien doy las gracias por haberse hecho intérprete de los sentimientos comunes. Asimismo, saludo a los miembros del dicasterio, al secretario, a los subsecretarios y a los demás oficiales que, con diversas responsabilidades, prestan su servicio diario con competencia y sabiduría, para «promover y regular» la práctica de los consejos evangélicos en las diversas formas de vida consagrada, como también la actividad de las sociedades de vida apostólica (cf. Pastor bonus, 105).
Los consagrados constituyen una porción elegida del pueblo de Dios: sostener y conservar su fidelidad a la llamada divina, queridos hermanos y hermanas, es el compromiso fundamental que realizáis según modalidades ya bien consolidadas gracias a la experiencia acumulada en estos cien años de actividad. Este servicio de la Congregación ha sido mucho más asiduo en los decenios sucesivos al concilio Vaticano II, en los que se ha llevado a cabo el esfuerzo de renovación, tanto en la vida como en la legislación de todos los institutos religiosos y seculares, así como de las sociedades de vida apostólica. Por tanto, a la vez que me uno a vosotros para dar gracias a Dios, dador de todo bien, por los buenos frutos producidos por vuestro dicasterio durante estos años, recuerdo con gratitud a todos los que a lo largo de este siglo de actividad se han prodigado en beneficio de los consagrados y las consagradas.
La asamblea plenaria de vuestra Congregación ha centrado este año su atención en un tema que me interesa mucho: el monaquismo, forma vitae que se ha inspirado siempre en la Iglesia primitiva, nacida en Pentecostés (cf. Hch 2, 42-47; 4, 32-35). De las conclusiones de vuestros trabajos, centrados especialmente en la vida monástica femenina, podrán brotar indicaciones útiles para los monjes y monjas que «buscan a Dios», realizando su vocación para el bien de toda la Iglesia. También recientemente (cf. Discurso al mundo de la cultura en París, 12 de septiembre de 2008) puse de relieve la ejemplaridad de la vida monástica en la historia, subrayando que su finalidad es sencilla y, al mismo tiempo esencial: quaerere Deum, buscar a Dios y buscarlo a través de Jesucristo que lo reveló (cf. Jn 1, 18), tratando de fijar la mirada en las realidades invisibles que son eternas (cf. 2 Co 4, 18), en espera de la manifestación gloriosa del Salvador (cf. Tt 2, 13).
Christo omnino nihil praeponere (cf. Regla de san Benito 72, 11; san Agustín, Enarr. In Ps. 29, 9; san Cipriano, Ad Fort. 4). Esta expresión, que la Regla de san Benito toma de la tradición precedente, expresa muy bien el valioso tesoro de la vida monástica que se sigue practicando aún hoy tanto en el Occidente como en el Oriente cristiano. Es una invitación apremiante a plasmar la vida monástica hasta hacerla memoria evangélica de la Iglesia y, cuando se la vive de forma auténtica, es «ejemplaridad de vida bautismal» (cf. Juan Pablo II, Orientale lumen, 9). En virtud de la primacía absoluta reservada a Cristo, los monasterios están llamados a ser lugares en los que se realice la celebración de la gloria de Dios, se adore y se cante la presencia divina en el mundo, misteriosa pero real; se trata de vivir el mandamiento nuevo del amor y del servicio recíproco, preparando así la «revelación final de los hijos de Dios» (cf. Rm 8, 19).
Cuando los monjes viven el Evangelio de forma radical, cuando los que se dedican a la vida totalmente contemplativa cultivan en profundidad la unión esponsal con Cristo, de la que habla ampliamente la instrucción de esta Congregación «Verbi Sponsa» (13 de mayo de 1999), el monaquismo puede constituir para todas las formas de vida religiosa y de consagración una memoria de lo que es esencial y tiene la primacía en toda vida bautismal: buscar a Cristo y no anteponer nada a su amor.
El camino indicado por Dios para esta búsqueda y para este amor es su Palabra misma, que en los libros de la Sagrada Escritura se ofrece en abundancia a la reflexión de los hombres. Por tanto, el deseo de Dios y el amor a su Palabra se alimentan recíprocamente y suscitan en la vida monástica la exigencia insuprimible del opus Dei, del studium orationis y de la lectio divina, que es escucha de la Palabra de Dios, acompañada por las grandes voces de la tradición de los Padres y de los santos; y es también oración orientada y sostenida por esta Palabra.
La reciente Asamblea general del Sínodo de los obispos, que se celebró en Roma el pasado mes de octubre sobre el tema: «La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia», al renovar el llamamiento a todos los cristianos a arraigar su existencia en la escucha de la Palabra de Dios contenida en la Sagrada Escritura, invitó en especial a las comunidades religiosas y a cada hombre y mujer consagrados a hacer de la Palabra de Dios su alimento diario, en particular por medio de la práctica de la lectio divina (cf. Elenchus praepositionum, n. 4).
Queridos hermanos y hermanas, quienes entran en un monasterio buscan en él un oasis espiritual donde aprender a vivir como verdaderos discípulos de Cristo, en serena y perseverante comunión fraterna, acogiendo también a posibles huéspedes como a Cristo mismo (cf. Regla de san Benito, 53, 1). Este es el testimonio que la Iglesia pide al monaquismo también en nuestro tiempo. Invoquemos a María, Madre del Señor, la «mujer de la escucha», que no antepuso nada al amor del Hijo de Dios nacido de ella, para que ayude a las comunidades de vida consagrada y especialmente a las monásticas a ser fieles a su vocación y misión.
Los monasterios han de ser cada vez más oasis de vida ascética, donde se perciba la fascinación de la unión esponsal con Cristo y donde la opción por lo Absoluto de Dios esté envuelta en un clima constante de sile
ncio y de contemplación.
A la vez que os aseguro mi oración por esta intención, imparto de corazón la bendición apostólica a todos los que participáis en la asamblea plenaria, a los que trabajan en vuestro dicasterio, así como a los miembros de los diversos institutos de vida consagrada, y especialmente a los de vida totalmente contemplativa. Que el Señor derrame sobre cada uno la abundancia de sus consolaciones.
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