Esperanza alegre – Apostolado de la sonrisa

Por monseñor José Ignacio Munilla Aguirre, obispo de Palencia

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PALENCIA, sábado, 28 noviembre 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el mensaje que ha escrito monseñor José Ignacio Munilla Aguirre, obispo de Palencia, con motivo del primer domingo de Adviento.

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Este domingo, 30 de noviembre, celebramos el primer aniversario de la publicación de la segunda encíclica de Benedicto XVI: «Spe Salvi» (Salvados en Esperanza). Precisamente este mismo día también, iniciamos el tiempo de Adviento, en el que la Iglesia renueva una vez más, la invitación a vivir la virtud teologal de la esperanza.

Tenemos que reconocer que, con frecuencia, en nuestra cultura se ha forjado una imagen un tanto «melancólica» de la esperanza. Parece como si identificásemos la esperanza con un suspiro que añora la realización de unos ideales, al mismo tiempo que los percibe como una utopía inalcanzable. Alguien dijo que la esperanza sin Dios (¿»esperanza laica»?), por mucho que se exprese en tonos poéticos, acaba por reducirse al lamento triste y nostálgico.

¿No es cierto, acaso, que en nuestras conversaciones hay una gran inflación de lamentos y de reivindicaciones estériles? Todo el mundo parece quejarse de todo. El «victimismo» se ha convertido en una actitud de vida, consistente en creernos destinatarios de todos los males, al mismo tiempo que nos hacemos ciegos para reconocer el bien e incapaces de agradecerlo. Así lo describía Martín Descalzo: «Antaño la hipocresía era fingirse bueno. Hoy en día, la hipocresía es inventarse dolores, teniendo motivos para estallar de alegría».

Pues bien, en este tiempo de Adviento que iniciamos, tiempo de espera gozosa en el Mesías, tenemos una ocasión de oro para crecer en la virtud de la alegría. Pero… ¿cómo es eso de considerar la alegría como una «virtud»? ¿No se trata acaso, de un estado emotivo, fruto de unas circunstancias cuyo control no está en nuestras manos? ¿Acaso no sería algo ficticio, el intento de procurar ser alegres «artificialmente»?

Los cristianos tenemos muchas razones para la alegría. La liturgia del Adviento nos las recuerda una y otra vez, ante el peligro de que los agobios de nuestra vida nos impidan disfrutar de ellas: «(…) cuando salimos animosos al encuentro de tu Hijo, no permitas que lo impidan los afanes de este mundo» (Oración colecta, Domingo II de Adviento), «(…) concédenos llegar a la Navidad -fiesta de gozo y salvación- y poder celebrarla con alegría desbordante» (Oración colecta, Domingo III de Adviento).

Ciertamente, la alegría es fruto de una Buena Noticia, pero no puede ser alcanzada sin librar antes una importante batalla interior. La alegría no es un estado anímico que nos sobreviene y nos abandona caprichosamente, sino que es un hábito que se adquiere con voluntad y perseverancia. Es el fruto del ejercicio de la penitencia interior, que nos lleva a mortificar tantas tristezas inconsistentes que pretenden imponerse a las razones para el gozo interior. Aunque nos puedan parecer incompatibles estos dos conceptos, no dudemos de que la «alegría» es la mejor «penitencia». Más aún, hemos de desconfiar de las penitencias que no nos lleven a superar nuestras tristezas y amarguras. La penitencia más perfecta es aquella por la que le ofrecemos a Dios y a nuestro prójimo una sonrisa transparente y perseverante, que solamente puede brotar de un corazón enamorado y agradecido.

Para resolver esta aparente paradoja, tal vez debamos redescubrir el auténtico sentido de la «penitencia», es decir, su sentido teológico. Decía Santo Tomás de Aquino en la Suma Teológica, que «la penitencia realiza la destrucción del pecado pasado». No olvidemos que la tristeza se introdujo en nosotros como fruto del pecado; y que éste no será plenamente vencido hasta que no rescatemos la alegría. Rescatamos la alegría, sólo cuando hemos vencido el pecado.

La alegría cristiana que nace de la virtud teologal de la esperanza, nos permite relativizar las preocupaciones y hasta nuestras propias debilidades. La sonrisa humilde y el buen humor, resultan ser un arma espiritual de gran eficacia para vencer las tentaciones del Maligno. Al mismo tiempo, el «apostolado de la sonrisa» es uno de los testimonios más necesarios y convincentes en el momento presente.

Iniciamos en este domingo un nuevo año litúrgico. He aquí la primera súplica que la liturgia de la Iglesia dirige a Dios: «Aviva en tus fieles el deseo de salir al encuentro de Cristo que viene, acompañados por las buenas obras» (Oración colecta, Domingo I de Adviento). Lo sorprendente quizás sea descubrir que la primera «buena obra» que Dios nos pide, pueda ser… una sonrisa.

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ZENIT Staff

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