ROMA, martes 9 de diciembre de 2008 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el texto íntegro de la homilía pronunciada por el Papa durante el tradicional acto de veneración a la Virgen Inmaculada, este lunes por la tarde en la Plaza de España de Roma.
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Queridos hermanos y hermanas
Hace casi tres meses, tuve la alegría de ir en peregrinación a Lourdes, con ocasión de los 150 años de la histórica aparición de la Virgen María a santa Bernardette. Las celebraciones de este singular aniversario se concluyen precisamente hoy, solemnidad de la Inmaculada Concepción, porque la «hermosa Señora» -como la llamaba Bernadette-, mostrándose a ella por última vez en la gruta de Massabielle, reveló su nombre diciendo: «Yo soy la Inmaculada Concepción». Lo dijo en el idioma local, y la pequeña vidente refirió a su párroco esa expresión, para ella desconocida e incomprensible.
«Inmaculada Concepción»: también hoy nosotros repetimos con conmoción ese nombre misterioso. Lo repetimos aquí, a los pies de este monumento en el corazón de Roma; e innumerables hermanos y hermanas nuestros hacen lo mismo en otros lugares del mundo, santuarios y capillas, como también en las casas de familias cristianas. Allí donde hay una comunidad católica, allí se venera a la Virgen con este nombre estupendo y maravilloso: Inmaculada Concepción. Ciertamente, la convicción sobre la inmaculada concepción de María existía ya muchos siglos antes de las apariciones de Lourdes, pero estas llegaron como un sello celestial después que mi venerado predecesor, el beato Pío IX, definiera el dogma, el 8 de diciembre de 1854. En la fiesta de hoy, tan querida la pueblo cristiano, esta expresión sube del corazón y aflora en los labios como el nombre de nuestra Madre celeste. Como un hijo eleva los ojos al rostro de su mamá y, viéndolo sonriente, olvida todo miedo y dolor, así nosotros, volviendo la mirada a María, reconocemos en ella la «sonrisa de Dios», el reflejo inmaculado de la luz divina, encontramos en ella nueva esperanza incluso en medio de los problemas y los dramas del mundo.
Es tradición que el Papa se una al reconocimiento de la Ciudad trayendo a María una cesta de rosas. Estas flores indican nuestro amor y nuestra devoción: el amor y la devoción del Papa, de la Iglesia de Roma y de los habitantes de esta Ciudad, que se sienten espiritualmente hijos de la Virgen María. Simbólicamente, las rosas pueden expresar cuanto de bello y de bueno hemos realizado durante el año, porque en esta cita ya tradicional todos quisiéramos ofrecer a la Madre, convencidos de que nada podríamos haber hecho sin su protección y sin la gracia que continuamente nos obtiene de Dios. Pero -como suele decirse- no hay rosa sin espinas, y también en los tallos de estas estupendas rosas blancas no faltan las espinas, que para nosotros representan las dificultades, los sufrimientos, los males que marcan las vidas de las personas y de nuestras comunidades. A la Madre se presentan las alegrías, pero se confían también las preocupaciones, seguros de encontrar en ella conforto para no abatirnos, y apoyo para seguir adelante.
Oh. Virgen Inmaculada,en este momento quisiera confiarte especialmente a los «pequeños» de esta Ciudad nuestra: a los niños sobre todo, y especialmente a aquellos gravemente enfermos, a los chicos desfavorecidos y a quienes sufren las consecuencias de situaciones familiares duras. Vela sobre ellos y haz que puedan sentir, en el afecto y la ayuda de quienes están a su lado, el calor del amor de Dios. Te confío, oh María, a los ancianos solos, a los enfermos, a los inmigrantes que encuentran dificultad en integrarse, a los núcleos familiares que luchan por cuadrar sus cuentas y las personas que no encuentran trabajo o que han perdido un puesto de trabajo indispensable para seguir adelante. Enséñanos, María, a ser solidarios con quienes pasan dificultades, a colmar las cada vez más amplias diferencias sociales; ayúdanos a cultivar un sentido vivo del bien común, del respeto por lo público, anímanos a sentir la ciudad -y más que nunca esta nuestra Ciudad de Roma- como patrimonio de todos, y a hacer cada uno, con conciencia y empeño, nuestra parte para construir una sociedad más justa y solidaria.
Oh Madre Inmaculada, que eres para todos signo de segura esperanza y consuelo, haz que nos dejemos atraer por tu candor inmaculado. Tu belleza – Tota Pulchra, cantamos hoy – nos asegura que es posible la victoria del amor; es más, que es cierta; nos asegura que la gracia es más fuerte que el pecado, y que por tanto es posible el rescate de cualquier esclavitud. Sí, oh María, tu nos ayudas a creer con más confianza en el bien, a apostar por la gratuidad, por el servicio, por la no violencia, por la fuerza de la verdad; nos animas a permanecer despiertos, a no ceder a la tentación de evasiones fáciles, a afrontar la realidad, con sus problemas, con valor y responsabilidad. Así lo hiciste tú, joven mujer, llamada a arriesgarlo todo por la Palabra del Señor. Sé madre amorosa para nuestros jóvenes, para que tengan el valor de ser «centinelas de la mañana», y da esta virtud a todos los cristianos para que sean alma del mundo en esta época no fácil de nuestra historia. Virgen Inmaculada, Madre de Dios y Madre nuestra, Salus Populi Romani, ¡reza por nosotros!
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez]
© Libreria Editrice Vaticana]