MÉXICO, jueves 11 de diciembre de 2008 (ZENIT.org-El Observador).- Publicamos el comentario que ha emitido la Oficina de Prensa de la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM) ante las propuesta de restablecimiento de la pena de muerte en el país.

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"Absolutamente innecesario", así definió Juan Pablo II, en el mensaje para la jornada mundial de la Paz del 2001, el recurso de la pena de muerte. La vida humana no puede ser considerada como un objeto del cual disponer arbitrariamente, sino como la realidad más sagrada e intangible que está presente en el escenario del mundo. No puede haber paz cuando falta la defensa de este bien fundamental. No se puede invocar la paz y despreciar la vida.



Reconocemos que vivimos momentos difíciles en México en materia de delito, secuestro, criminalidad y todo tipo de violencia, incluso nuestras propias autoridades han expresado que han sido rebasadas.



Es compresible todo el dolor y sufrimiento de quienes han sido víctimas de todo este mal, los sabemos desesperados y comprendemos su clamor por una solución que resuelva de tajo este grave problema y aplique el castigo justo a los delincuentes por los delitos cometidos y que muchas veces son amparados por la impunidad o corrupción por parte de servidores públicos. 



Ante este escenario en diferentes sectores de la sociedad, se alza la voz como un clamor de que la pena de muerte es la solución que puede resolver de raíz esta grave situación, sin embargo, hoy más que nunca la Iglesia ve como un signo de esperanza "la aversión cada vez más difundida de la opinión pública a la pena de muerte, incluso como instrumento de 'legítima defensa' social, al considerar las posibilidades que cuenta una sociedad moderna para reprimir eficazmente el crimen de modo que, neutralizando a quien lo ha cometido, no se le prive definitivamente de la posibilidad de redimirse".

Esta postura en defensa de la vida y contra la pena de muerte que propone la Iglesia, está sustentada en los libros de la sagrada escritura, en especial en el libro del Génesis donde se nos muestra con gran claridad que nadie puede concederse el derecho de matar, ya que eso prolongaría a tiempo indefinido y engrosaría la cadena de violencia. Así nos los muestra el episodio de Caín, que luego de matar a su hermano, Dios le impone un castigo de destierro al tiempo que lo protege de aquel que quisiese atentar contra su vida, con lo que rompe la cadena del derramamiento de sangre.



Consideramos que el Estado tiene la plena responsabilidad de aplicar penas con el objetivo de reparar el desorden introducido por la violencia, el delito y la inseguridad. Además de defender el orden público y la seguridad de las personas también debe contribuir a la corrección de los culpables.

La violencia tiene un límite, Dios no la quiere más.