BURGOS, sábado, 13 diciembre 2008 (ZENIT.org).- Publicamos la carta que ha escrito esta semana monseñor Francisco Gil Hellín, arzobispo de Burgos, con el título "Crisis económica y crisis de fe".

 


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Hay un hecho que ha traído de cabeza al creyente desde los tiempos del Antiguo Testamento: el triunfo del cínico y corrupto y el fracaso del pobre y del bueno. Durante mucho tiempo, el pueblo de Dios creyó que eran buenos los que triunfaban en su vida familiar, profesional y social; mientras que el dolor, la enfermedad y la pobreza eran signos de maldad. Según esta concepción, Dios premia a los buenos y castiga a los malos ya en esta vida.

Esto les provocó un enorme conflicto para su fe en Dios. Porque si los éxitos son signo de uno es bueno y los fracasos de que es malo, ¿cómo explicar que los malvados triunfen mientras que el justo está destinado a sufrir? El salmo setenta y tres expresa con toda crudeza esta desazón, cuando el orante se encara así con Dios: «Envidiaba a los perversos, viendo prosperar a los malvados. Para ellos no hay sinsabores, están sanos y orondos; no pasan las fatigas humanas ni sufren como los demás».

A nosotros pueden ocurrirnos algo semejante en este momento de crisis económica generalizada y que, según los expertos, será cada día más aguda. Los que han arruinado las empresas y llevado a la ruina a muchísimas familias y particulares, quedan impunes de sus errores y se llevan indemnizaciones millonarias. En cambio el trabajador honrado y responsable, que ha pagado religiosamente los plazos convenidos en el contrato de su hipoteca, pierde su trabajo, su dinero y sus ahorros. Y se enfrenta a un porvenir incierto y nada halagüeño.

Es innegable que la gente buena y creyente, al ver y sufrir todo esto, corre el peligro de extraviarse en su fe y desertar. ¿Dios -se pregunta- no ve lo que pasa? ¿No le preocupa nuestra suerte? ¿Para qué seguir siendo honrado y creer en Él?

Evidentemente, todos deseamos que los parados vuelvan cuanto antes al trabajo, que los salarios permitan seguir pagando los plazos y la hipoteca del piso, que las autoridades tomen medidas pertinentes para impedir que las cosas vuelvan a repetirse, que se revisen los sueldos escandalosos de ciertos directivos, que no se malgaste el dinero público, que no se permitan asumir riesgos imprudentes, etcétera. Pero esto no resuelve el problema de fondo.

La verdadera solución sólo vendrá si el justo y honrado que sufre mira a Dios y, mirándolo, ensancha su horizonte. Este nuevo horizonte consiste en descubrir que los éxitos y riquezas de los cínicos y de los ricos son pura apariencia y necia estupidez si son sólo eso: dinero, bienestar y poder material. El verdadero rico es el que posee a Dios y el verdadero éxito no es tener y gozar cada vez más, sino ser justo y honrado en esta vida y esperar una eternidad feliz y dichosa.

No se trata de una vaga esperanza en el más allá. Se trata, más bien, de despertar a la percepción de la auténtica grandeza del ser humano, de la que forma parte también la vida eterna. El Señor nos emplaza a que aprovechemos la crisis para pasar de una concepción puramente material de la vida -y, por ello, equivocada-, a la verdadera sabiduría: descubrir cuál es el verdadero bien de la vida y seguirlo. Los cínicos pueden pensar que la vida licenciosa y sin escrúpulos del rico y poderoso es un bien. En realidad es un mal, pues le encierra en una perspectiva meramente animal de la existencia y le cierra el horizonte del más allá.

La crisis, además, es un aldabonazo de Dios que quiere despertar nuestras conciencias egoístas y abrirlas a los hermanos pobres y necesitados -que van a sufrir sus consecuencias de modo más incisivo-, para que compartamos con ellos nuestros bienes. La crisis puede y debe dar lugar a una inmensa catarata de solidaridad y fraternidad. Vivida desde la perspectiva de Dios, puede convertirse en un inmenso bien.