Homilía de Benedicto XVI en Aosta: Dios nunca nos abandona

«No es un ojo malo que nos vigila, sino la presencia de un amor»

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AOSTA, lunes, 27 julio 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI este viernes en la catedral de Aosta al presidir las vísperas junto a unos cuatrocientos sacerdotes, religiosos y religiosas, y representantes laicos las parroquias de esa diócesis.

* * *

Excelencia,

queridos hermanos y hermanas:

Ante todo quisiera decirle «gracias» a usted, excelencia, por sus atentas palabras, con las que me ha introducido en la gran historia de esta iglesia catedral y, de este modo, me ha hecho experimentar que aquí no sólo rezamos en este momento sino que podemos rezar con los siglos en esta hermosa iglesia.

Y gracias a todos vosotros que habéis venido para rezar conmigo y para hacer visible de este modo esta red de oración que nos une a todos, siempre.

En esta breve homilía, quisiera decir unas palabras sobre la oración, con la que se concluyen estas vísperas, pues me parece que en esta oración, el pasaje de la Carta a los Romanos que se acaba de leer, se interpreta y transforma en oración.

La oración se compone de dos partes: a quien está dirigida, por así decir, y después dos peticiones.

Comencemos viendo a quién está dirigida. Esta parte se divide en dos apartados: hay que concretar el «tú» al que nos dirigimos para poder tocar con mayor fuerza al corazón de Dios.

En el texto italiano leemos simplemente: «Padre misericordioso». El texto original latino es algo más amplio; dice «Dios omnipotente, misericordioso». En mi encíclica reciente, he tratado de mostrar la prioridad de Dios en la vida personal, ya sea en la vida de la historia, de la sociedad, del mundo.

Ciertamente la relación con Dios es algo profundamente personal y la persona es un ser en relación, y si la relación fundamental –la relación con Dios– no es viva, no es vivida, las demás relaciones no pueden encontrar su forma adecuada. Pero esto es válido también para la sociedad para la humanidad como tal. También aquí, si no se tiene en cuenta a Dios, si se prescinde de Dios, si Dios está ausente, entonces falta la brújula para mostrar el conjunto de todas las relaciones para encontrar el camino, la orientación hacia la que se debe ir.

¡Dios! Tenemos que llevar de nuevo a nuestro mundo la realidad de Dios, darle a conocer y hacerle presente. Pero, ¿cómo conocer a Dios? En las visitas «ad limina» hablo siempre con los obispos, sobre todo con africanos, pero también con los de Asia, de América Latina, donde todavía están presentes las religiones tradicionales, precisamente de estas religiones. Hay muchos detalles, naturalmente bastante diversos, pero hay también elementos comunes. Todos saben que Dios existe, un solo Dios, que Dios es una palabra en singular, que los dioses no son Dios, que hay un Dios, el Dios. Pero, al mismo tiempo, este Dios parece ausente, muy alejado, no parece entrar en nuestra vida cotidiana, se esconde, no conocemos su rostro. De este modo, la religión en gran parte se ocupa de las cosas, de los poderes más cercanos, de los espíritus, los antepasados, etc., dado que Dios mismo está demasiado lejos y de este modo tiene que vérselas con estos poderes cercanos. La evangelización consiste precisamente en el hecho de que el Dios lejano se acerca, que Dios ya no está lejos, sino que está cerca, que este «conocido-desconocido» ahora se da a conocer realmente, muestra su rostro, se revela: el velo de su rostro desaparece y muestra realmente su rostro. Y por ello, dado que el mismo Dios ahora es cercano, le conocemos, nos muestra su rostro, entra en nuestro mundo. Ya no es necesario vérselas con estos otros poderes, pues Él es el poder verdadero, es el Omnipotente.

No sé por qué han omitido en el texto italiano la palabra «omnipotente», pero es verdad que nos sentimos casi como amenazados por la omnipotencia: parece que limita nuestra libertad, parece un peso demasiado pesado. Pero tenemos que aprender que la omnipotencia de Dios no es un poder arbitrario, pues Dios es el Bien, es la Verdad, y por este motivo Dios lo puede todo, pero no puede actuar contra el bien, no puede actuar contra la verdad, no puede actuar contra el amor y contra la libertad, porque Él mismo es el bien, es el amor, y la verdadera libertad. Por eso, todo lo que hace no puede estar nunca en contraposición con la verdad, con el amor y la libertad. La verdad es lo contrario. Dios es el custodio de nuestra libertad, del amor, de la verdad. Este ojo que nos ve no es un ojo malo que nos vigila, sino que es la presencia de un amor que no nos abandona nunca y nos da la certeza de que el bien es ser, el bien es vivir: es el ojo del amor que nos da el aire para vivir.

Dios omnipotente y misericordioso. Una oración romana, ligada al resto del Libro de la Sabiduría, dice: «Dios, muestra tu omnipotencia en el perdón y en la misericordia». La cumbre de la potencia de Dios es la misericordia, es el perdón. En nuestro actual concepto mundial de poder, pensamos en uno que tiene grandes propiedades, que en economía tiene algo que decir, dispone de capitales para influir en el mundo del mercado. Pensamos en uno que tiene el poder militar, que puede amenazar. La pregunta de Stalin: «¿Cuántos ejércitos tiene el Papa?» sigue caracterizando la idea común del poder. Tiene el poder quien puede ser peligroso, quien puede amenazar, quien puede destruir, quien tiene en su mano tantos instrumentos del mundo. Pero la Revelación nos dice: «No es así»; el verdadero poder es el poder de gracia, y de misericordia. En la misericordia, Dios demuestra el verdadero poder.

Y de este modo la segunda parte de la imploración dice: «Has redimido al mundo, con la pasión, con el sufrir de tu Hijo». Dios ha sufrido y en el Hijo sufre con nosotros. Y ésta es la cumbre más alta de su poder, que es capaz de sufrir con nosotros. De este modo, demuestra el verdadero poder divino: quería sufrir con nosotros, y por nosotros. En nuestros sufrimientos nunca quedamos solos. Dios, en su Hijo, antes ha sufrido y está cerca de nosotros en nuestros sufrimientos.

Sin embargo, queda en pie la cuestión difícil que ahora no puedo responder ampliamente: ¿por qué era necesario sufrir para salvar al mundo? Era necesario, pues en el mundo existe un océano de mal, de injusticia, de odio, de violencia, y todas las víctimas del odio y de la injusticia tienen el derecho a que se haga justicia. Dios no puede ignorar este grito de los que sufren, de los que son oprimidos por la injusticia. Perdonar no es ignorar, sino transformar, es decir, Dios tiene que entrar en este mundo y oponer al océano de la injusticia un océano más grande del bien y del amor. Y éste es el acontecimiento de la Cruz: desde ese momento, contra el océano del mal, existe un río infinito y por tanto siempre más grande que todas las injusticias del mundo, un río de bondad, de verdad y de amor. De este modo, Dios perdona transformando el mundo y entrando en nuestro mundo para que se dé realmente una fuerza, un río de bien más grande que todo el mal que puede existir.

De este modo, el hecho de dirigirse a Dios se convierte en un llamamiento a nosotros: es decir, Dios nos invita a ponernos de su parte, a salir del océano del mal, del odio, de la violencia, del egoísmo, y a identificarnos, entrar en el río de su amor.

Precisamente éste es el contenido de la primera parte de la oración que sigue: «Haz que tu Iglesia se ofrezca a ti como sacrificio vivo y santo». Esta pregunta, dirigida a Dios, se dirige también a nosotros mismos. Constituye una referencia a dos textos de la Carta a los Romanos: en el primero, san Pablo dice que tenemos que convertirnos en un sacrificio vivo (Cf.12, 16). Nosotros mismos, con todo nuestro ser, tenemos que ser adoración, sacrificio, restituir nuestro mundo a Dios y transformar así el mundo. En el segundo, donde Pablo describe el apostolado como sacerdocio (Cf. 15, 16), la función del sacerdocio consiste en consagrar al mundo para qu
e se convierta en hostia viva, para que el mundo se convierta en liturgia: que la liturgia no se algo al margen de la realidad del mundo, sino que el mundo mismo se convierta en hostia viva, se convierta en liturgia. Es la gran visión que después tuvo también Teilhard de Chardin: al final, tendremos una verdadera liturgia cósmica, en la que el cosmos se convierta en hostia viva. Y pedimos al Señor que nos ayude a ser sacerdotes en este sentido para ayudar en la transformación del mundo, en adoración de Dios, comenzando por nosotros mismos. Que nuestra vida hable de Dios, que nuestra vida sea realmente liturgia, anuncio de Dios, puerta en la que el Dios alejado se convierta en Dios cercano, y realmente don de nosotros mismos a Dios.

Después viene la segunda petición. Pedimos: «Haz que tu pueblo experimente siempre la plenitud de tu amor». En el texto latino se dice: «Sácianos con tu amor». De este modo el texto hace referencia al salmo que hemos cantado, donde se dice: «Abre tu mano y sacia el hambre de todo viviente». Cuánta hambre hay en la tierra, hambre de pan en tantas partes del mundo. Su excelencia ha hablado también los sufrimientos de las familias aquí: hambre de justicia, de amor. Y con esta oración rezamos a Dios: «Abre tu mano y sacia realmente el hambre de todo viviente. Sacia nuestra hambre de verdad, de tu amor».

Así sea. Amén.

[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina

© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana] 

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ZENIT Staff

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