El cardenal Bertone presenta la encíclica "Caritas in veritate"

Ante el Senado de Italia

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ROMA, sábado, 1 de agosto de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que pronunció el cardenal Tarcisio Bertone S.D.B., secretario de Estado, al presentar ante el Senado de la República de Italia la encíclica «Caritas in veritate», el martes 28 de julio de 2009.

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Premisa

La encíclica de Benedicto XVI se abre con una introducción que constituye una densa y profunda reflexión en la que retornan los términos del título mismo, el cual vincula de forma estrecha la caritas y la veritas, el amor y la verdad. Se trata no sólo de una especie de «explicatio terminorum«, de una aclaración inicial, sino que se pretenden indicar los principios y las perspectivas fundamentales de toda su enseñanza. De hecho, como en una sinfonía, el tema de la verdad y de la caridad vuelve a lo largo de todo el documento, precisamente porque, como escribe el Papa, aquí se halla «la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad» (Caritas in veritate, 1).

Pero -nos preguntamos- ¿de qué verdad y de qué amor se trata? No cabe duda de que precisamente estos conceptos hoy suscitan sospechas -sobre todo el término «verdad»- y se malentienden -lo cual vale sobre todo para el término «amor»-. Por eso es importante aclarar de qué verdad y de qué amor habla la nueva encíclica. El Santo Padre nos explica que estas dos realidades fundamentales no son extrínsecas al hombre o incluso impuestas a él en nombre de una visión ideológica cualquiera, sino que están profundamente enraizadas en la persona misma. De hecho, «amor y verdad -afirma el Santo Padre- son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente de cada ser humano» (ib.), del hombre que, según la Sagrada Escritura, precisamente es creado «a imagen y semejanza» de su Creador, es decir, del «Dios bíblico, que es a la vez «Agapé» y «Lógos«: Caridad y Verdad, Amor y Palabra» (ib., 3).

Esta realidad no sólo se nos manifiesta a través de la Revelación bíblica, sino que también la puede conocer todo hombre de buena voluntad que utiliza rectamente su razón al reflexionar sobre sí mismo («La verdad es luz que da sentido y valor a la caridad. Esta luz es simultáneamente la de la razón y la de la fe, por medio de la cual la inteligencia llega a la verdad natural y sobrenatural de la caridad», ib.). Al respecto, parecen ilustrar bien esa visión algunos contenidos de un documento significativo e importante, publicado poco antes de la Caritas in veritate: la Comisión teológica internacional nos ofreció, en los meses pasados, un texto titulado «En busca de una ética universal: nueva mirada sobre la ley natural». Ese documento afronta temas de gran importancia, que me permito señalar y recomendar de modo especial en este contexto del Senado, es decir, de una institución cuya función principal es la producción legislativa.

Como dijo el Santo Padre en la Asamblea de las Naciones Unidas en Nueva York, durante su visita del año pasado al Palacio de cristal a propósito del fundamento de los derechos humanos: «Estos derechos se basan en la ley natural inscrita en el corazón del hombre y presente en las diferentes culturas y civilizaciones. Arrancar los derechos humanos de este contexto significaría restringir su ámbito y ceder a una concepción relativista, según la cual el sentido y la interpretación de los derechos podrían variar, negando su universalidad en nombre de los diferentes contextos culturales, políticos, sociales e incluso religiosos» (Discurso a la Asamblea general de la ONU, 18 de abril de 2008: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de abril de 2008, p. 10).

Estas consideraciones no sólo valen para los derechos humanos, sino para toda intervención de la autoridad legítima llamada a regular según la verdadera justicia la vida de la comunidad mediante leyes que no sean fruto de un mero acuerdo convencional, sino que busquen el bien auténtico de la persona y de la sociedad y por eso hagan referencia a esta ley natural.

Ahora bien, la Comisión teológica internacional, al exponer la realidad de la ley natural, explica precisamente que la verdad y el amor son exigencias esenciales de todo hombre, enraizadas profundamente en su ser. «En su búsqueda del bien moral, la persona humana se pone a la escucha de lo que ella misma es y toma conciencia de las inclinaciones fundamentales de su naturaleza» (En busca de una ética universal: nueva mirada sobre la ley natural, n. 45), las cuales orientan al hombre hacia los bienes necesarios para su realización moral.

Como es sabido, «tradicionalmente se distinguen tres grandes conjuntos de dinamismos naturales… El primero, que es común a todo ser sustancial, comprende esencialmente la inclinación a conservar y a desarrollar su propia existencia. El segundo, común a todos los seres vivos, comprende la inclinación a reproducirse para perpetuar la especie. El tercero, propio del hombre como ser racional, conlleva la inclinación a conocer la verdad sobre Dios y a vivir en sociedad» (ib., n. 46).

Profundizando en este tercer dinamismo que se halla en toda persona, la Comisión teológica internacional afirma que «es específico del ser humano como ser espiritual, dotado de razón, capaz de conocer la verdad, entrar en diálogo con los demás y entablar relaciones de amistad. (…) Su bien integral está tan íntimamente vinculado a la vida en comunidad, que se organiza en sociedad política en virtud de una inclinación natural y no de una simple convención. El carácter relacional de la persona se manifiesta también con la tendencia a vivir en comunión con Dios o el Absoluto. (…). Ciertamente, la pueden negar quienes no admiten la existencia de un Dios personal, pero permanece implícitamente presente en la búsqueda de la verdad y del sentido presente en todo ser humano» (ib., n. 50).

Así pues, el hombre está hecho para conocer mediante la «razón ampliada» (cf. Benedicto XVI, Discurso del 12 de septiembre de 2006 en la Universidad de Ratisbona) la verdad en toda su extensión, es decir, sin limitarse a adquirir conocimientos técnicos para dominar la realidad material, sino abriéndose hasta encontrar al Trascendente, y para vivir plenamente la dimensión interpersonal del amor, que «no es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas» (Caritas in veritate, 2).

Precisamente son la «veritas» y la «caritas» las que nos indican las exigencias de la ley natural, que Benedicto XVI pone como criterio fundamental de la reflexión de orden moral sobre la actual realidad socioeconómica: «Caritas in veritate es el principio sobre el que gira la doctrina social de la Iglesia, un principio que adquiere forma operativa en criterios orientadores de la acción moral» (ib., 6). Con expresión eficaz, el Santo Padre afirma por eso que «la doctrina social de la Iglesia (…) es «caritas in veritate in re sociali«, anuncio de la verdad del amor de Cristo en la sociedad. Dicha doctrina es servicio de la caridad, pero en la verdad» (ib., 5).

La propuesta de la encíclica ni es de carácter ideológico ni está reservada sólo a quienes comparten la fe en la Revelación divina, sino que se funda en realidades antropológicas fundamentales, como son precisamente la verdad y la caridad correctamente entendidas, o como dice la encíclica, dadas al hombre y recibidas por él, y no producidas por él arbitrariamente («La verdad, que como la caridad es don, nos supera, como enseña san Agustín. Incluso nuestra propia verdad, la de nuestra conciencia personal, ante todo nos ha sido «dada«. En efecto, en todo proceso cognitivo la verdad no es producida por nosotros, sino que se encuentra o, mejor aún, se recibe. Como el amor, «no nace del pensamiento o la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser humano»», ib., 34).
Benedicto XVI quiere recordar a todos que sólo anclándose en este doble criterio de la «veritas» y de la «caritas«, inseparablemente unidas, se puede construir el auténtico bien del hombre, hecho para la verdad y el amor. Según el Santo Padre, «sólo con la caridad, iluminada por la luz de la razón y de la fe, es posible conseguir objetivos de desarrollo con un carácter más humano y humanizador» (ib., 9).

Después de esta premisa indispensable, en la que he querido poner de manifiesto algunos aspectos antropológicos y teológicos del texto pontificio, tal vez menos comentados en las notas periodísticas, deseo exponer ahora sólo algunos puntos, sin la pretensión de cubrir el vasto contenido de la encíclica, que, por lo demás, ya han profundizado de modo específico comentaristas autorizados, tanto en las páginas de «L’Osservatore Romano» como en otras publicaciones.

Superar antiguas y obsoletas dicotomías

Un mensaje importante que nos transmite la Caritas in veritate es la invitación a superar la ya obsoleta dicotomía entre la esfera de lo económico y la esfera de lo social. La modernidad nos ha dejado en herencia la idea según la cual para poder operar en el campo de la economía es indispensable buscar el beneficio y moverse sobre todo por el propio interés; equivale a decir que no se es plenamente empresario si no se persigue la maximización del beneficio. En caso contrario, habría que contentarse con formar parte de la esfera de lo social.

Esta conceptualización, que confunde la economía de mercado, la cual es el genus, con una de sus species, como es el sistema capitalista, ha llevado a identificar la economía con el lugar de la producción de la riqueza (o del rédito) y lo social con el lugar de la solidaridad para una distribución equitativa de la misma.

La Caritas in veritate nos dice, en cambio, que se puede hacer empresa también cuando se persiguen fines de utilidad social y se actúa por motivaciones de tipo pro-social. Esta es una manera concreta, aunque no la única, de colmar la brecha entre lo económico y lo social dado que una gestión económica que no incorporara en su interior la dimensión de lo social no sería éticamente aceptable, como también es verdad que una gestión social meramente redistributiva, que no tenga en cuenta el vínculo de los recursos, a la larga no sería sostenible, pues antes de poder distribuir es necesario producir.

Hay que dar las gracias a Benedicto XVI de modo particular por haber subrayado que la gestión económica no es algo separado y ajeno a los principios fundamentales de la doctrina social de la Iglesia, que son: la centralidad de la persona humana, la solidaridad, la subsidiariedad y el bien común. Es preciso superar la concepción práctica según la cual los valores de la doctrina social de la Iglesia únicamente deberían encontrar espacio en las obras de índole social, mientras que a los expertos en eficiencia les correspondería la tarea de guiar la economía. Esta encíclica tiene el mérito, ciertamente no secundario, de contribuir a colmar esa laguna, cultural y política a la vez.

Al contrario de lo que se piensa, la eficiencia no es el fundamentum divisionis para distinguir lo que es empresa de lo que no lo es, y esto por la sencilla razón de que la categoría de la eficiencia pertenece al orden de los medios y no al de los fines. En realidad, hay que ser eficientes para conseguir lo mejor posible el fin que libremente se ha escogido para la propia acción. El empresario que se deja guiar por una eficiencia que sea fin en sí misma corre el peligro de caer en el eficientismo, que en la actualidad es una de las causas más frecuentes de destrucción de la riqueza, como tristemente confirma la actual crisis económico-financiera.

Ampliando un instante la perspectiva del discurso, decir mercado significa decir competencia, en el sentido de que no puede haber mercado donde no hay praxis de competencia (aunque lo contrario no sea verdad). Y no hay quien niegue que la fecundidad de la competencia está en el hecho de que implica la tensión, la dialéctica que presupone la presencia de otro y la relación con otro. Sin tensión no hay movimiento, pero el movimiento -esta es la cuestión- que produce la tensión puede ser también mortífero, es decir, generador de muerte.

Cuando la finalidad de la gestión económica no es la búsqueda de un objetivo común -como se deduciría de la etimología latina «cum-petere«- sino la «mors tua, vita mea» de Hobbes, el vínculo social se reduce a la relación mercantil y la actividad económica tiende a hacerse inhumana y, por lo tanto, en último extremo ineficiente. Así pues, igualmente en la competencia, la «doctrina social de la Iglesia sostiene que se pueden vivir relaciones auténticamente humanas, de amistad y de sociabilidad, de solidaridad y de reciprocidad, también dentro de la actividad económica y no solamente fuera o «después» de ella. El sector económico no es ni éticamente neutro ni inhumano o antisocial por naturaleza. Es una actividad del hombre y, precisamente porque es humana, debe ser articulada e institucionalizada éticamente» (ib., 36).

Ahora bien, la Caritas in veritate nos ofrece el beneficio, ciertamente no pequeño, de tomar en gran consideración aquella concepción del mercado, típica de la tradición de pensamiento de la economía civil, según la cual se puede vivir la experiencia de la sociabilidad humana dentro de una vida económica normal y no fuera de ella o al margen de ella. Esta es una concepción que se podría definir alternativa, sea respecto a la que ve el mercado como lugar de la explotación y del atropello del fuerte sobre el débil, sea respecto a la que, en línea con el pensamiento anárquico-liberal, lo ve como lugar capaz de dar solución a todos los problemas de la sociedad.

Este modo de hacer empresa se diferencia de la economía de tradición smithiana, según la cual el mercado es la única institución realmente necesaria para la democracia y para la libertad. La doctrina social de la Iglesia nos recuerda, en cambio, que una buena sociedad ciertamente es fruto del mercado y de la libertad, pero que existen exig
encias, atribuibles al principio de fraternidad, que no se pueden eludir ni remitir únicamente al ámbito privado o a la filantropía. Más bien, propone un humanismo de más dimensiones, en el que no se combate o «controla» el mercado, sino que se contempla como momento importante de la esfera pública -esfera que es mucho más amplia de lo meramente estatal- que, si se concibe y se vive como lugar abierto también a los principios de reciprocidad y del don, puede construir una sana convivencia civil.

A partir de la fraternidad el bien común

Abordo ahora uno de los temas presentes en la encíclica que, a mi parecer, ha suscitado cierto interés público por la novedad que implican los principios de fraternidad y de gratuidad en la gestión económica. «El desarrollo, si quiere ser auténticamente humano -dice Benedicto XVI-, necesita dar espacio al principio de gratuidad» (ib., 34). Hacen falta «formas económicas solidarias». En este sentido, es significativo el capítulo dedicado a la colaboración de la familia humana, donde se pone de relieve que «el desarrollo de los pueblos depende sobre todo de que se reconozcan como parte de una sola familia», por lo cual «dicho pensamiento obliga a una profundización crítica y valorativa de la categoría de la relación«. Y también: «El tema del desarrollo coincide con el de la inclusión relacional de todas las personas y de todos los pueblos en la única comunidad de la familia humana, que se construye en la solidaridad sobre la base de los valores fundamentales de la justicia y la paz» (ib., 5354).

La palabra clave que hoy expresa, mejor que cualquier otra, esta exigencia es la fraternidad. Fue la escuela de pensamiento franciscana la que dio a este término el significado que ha conservado a lo largo del tiempo y que constituye el complemento y la exaltación del principio de solidaridad. De hecho, mientras la solidaridad es el principio de organización social que permite a los desiguales llegar a ser iguales en virtud de su igual dignidad y de sus derechos fundamentales, el principio de fraternidad es el principio de organización social que permite a los iguales ser diferentes, en el sentido de que pueden expresar de modo diverso su proyecto de vida o su carisma.

Lo aclaro más: las épocas que hemos dejado atrás, como el siglo XIX y sobre todo el XX, se caracterizaron por grandes batallas, tanto culturales como políticas, en nombre de la solidaridad, y esto fue algo bueno; piénsese en la historia del movimiento sindical y en la lucha por la conquista de los derechos civiles. Lo importante es que una sociedad orientada al bien común no puede contentarse con la solidaridad, sino que necesita una solidaridad que refleje la fraternidad, dado que, mientras la sociedad fraterna también es solidaria, lo contrario no es verdad necesariamente.

Si se olvida el hecho de que no es sostenible una sociedad de seres humanos en la que decae el sentido de fraternidad y en la que todo se reduce a mejorar las transacciones basadas en el intercambio de equivalentes o a aumentar las transferencias realizadas por estructuras asistenciales de carácter público, se cae en la cuenta de por qué, a pesar de la calidad de las fuerzas intelectuales que actúan, no se ha llegado aún a una solución creíble del gran trade-off entre eficiencia y equidad. La Caritas in veritate nos ayuda a tomar conciencia de que la sociedad no es capaz de futuro si se disuelve el principio de fraternidad; es decir, no es capaz de progresar si existe y se desarrolla sólo la lógica del «dar para tener» o del «dar por deber». Por eso, ni la visión liberal-individualista del mundo, en la que todo -o casi- es intercambio, ni la visión estado-céntrica de la sociedad, en la que todo -o casi- constituye un deber, son guías seguras para poder salir del atolladero en el que se encuentran hoy nuestras sociedades.

Se plantea entonces la cuestión: ¿por qué vuelve a emerger como un río cárstico la perspectiva del bien común según la formulación que le ha dado la doctrina social de la Iglesia, después de al menos un par de siglos durante los cuales de hecho había desaparecido? ¿Por qué el paso de los mercados nacionales al mercado global, verificado durante el último cuarto de siglo, está actualizando de nuevo el discurso sobre el bien común? Anoto, de paso, que cuanto sucede forma parte de un movimiento de ideas más amplio en economía, un movimiento cuyo objeto es el vínculo entre religiosidad y performance económica. Partiendo de la consideración de que las creencias religiosas son de importancia decisiva para forjar los mapas cognoscitivos de las personas y para plasmar las normas sociales de comportamiento, este movimiento de ideas trata de investigar hasta qué punto el predominio en un determinado país -o territorio- de cierta matriz religiosa influye en la formación de categorías de pensamiento económico, en los programas de welfare, en la política escolar y así sucesivamente. Después de un largo período de tiempo, durante el cual la célebre tesis de la secularización parecía haber dicho la última palabra sobre la cuestión religiosa, al menos por lo que atañe al campo económico, lo que está aconteciendo hoy resulta verdaderamente paradójico.

No es muy difícil explicarse que haya vuelto al debate cultural contemporáneo la perspectiva del bien común, auténtica cifra de la ética católica en el ámbito socioeconómico. Como aclaró Juan Pablo ii en varias ocasiones, la doctrina social de la Iglesia no se debe considerar una teoría ética más entre las muchas que ya existen, sino una «gramática común» a todas ellas, porque está fundada en un punto de vista específico: interesarse por el bien humano. En realidad, mientras las diversas teorías éticas ponen su fundamento en la búsqueda de reglas (como sucede en el iusnaturalismo positivista, según el cual la ética deriva de la norma jurídica) o en la gestión (piénsese en el neo-contractualismo rawlsiano o en el neo-utilitarismo), la doctrina social de la Iglesia toma como su punto de Arquímedes el «estar con». El sentido de la ética del bien común explica que para poder comprender la acción humana es preciso situarse en la perspectiva de la persona que actúa (cf. Veritatis splendor, 78) y no en la perspectiva de la tercera persona (como hace el iusnaturalismo) o bien del espectador imparcial (como había sugerido Adam Smith). En efecto, dado que el bien moral es una realidad práctica, lo conoce principalmente no quien lo teoriza, sino quien lo practica: este es el que sabe identificarlo y, por lo tanto, escogerlo con certeza cada vez que está en discusión.

El principio del don en economía

Pasemos ahora a hablar del principio del don en economía. ¿Qué implica, en la práctica, acoger la perspectiva de la gratuidad dentro de la actuación económica? Benedicto XVI responde que mercado y política necesitan «personas abiertas al don recíproco» (cf. Caritas in veritate, 3539). La consecuencia que se deriva de reconocer al principio de gratuidad un puesto de primer orden en la vida económica guarda relación con la difusión de la cultura y de la praxis de la reciprocidad. Junto a la democracia, la reci
procidad -definida por Benedicto XVI «la constitución íntima del ser humano» (ib., 57)- es valor que funda una sociedad. Más aún, también se podría sostener que la regla democrática encuentra en la reciprocidad su sentido último.

¿En qué «lugares» la reciprocidad es de casa, o sea, dónde se practica y alimenta? La familia es el primero de esos lugares: piénsese en las relaciones entre padres e hijos, y entre hermanos y hermanas. En torno a la propia familia se desarrolla la relación de donación típica de la fraternidad. Luego está la cooperativa, la empresa social y las diferentes formas de asociaciones. ¿No es verdad que las relaciones entre los miembros de una familia o entre los socios de una cooperativa son relaciones de reciprocidad? Hoy sabemos que el progreso civil y económico de un país depende básicamente de cuán difundidas estén entre sus ciudadanos las prácticas de reciprocidad. En la actualidad hay una inmensa necesidad de cooperación: precisamente por eso necesitamos extender las formas de gratuidad y reforzar las que ya existen. Las sociedades que extirpan de su tierra las raíces del árbol de la reciprocidad están destinadas a la decadencia, como desde hace tiempo nos ha enseñado la historia.

¿Cuál es la función propia del don? Hacer comprender que junto a los bienes de justicia están los bienes de gratuidad y, por consiguiente, que no es auténticamente humana la sociedad que se contenta únicamente con los bienes de justicia. El Papa habla de «la sorprendente experiencia del don» (ib., 34).

¿Cuál es la diferencia? Los bienes de justicia son los que nacen de un deber; los bienes de gratuidad son los que nacen de una obligatio. Es decir, son bienes que nacen del reconocimiento de que yo estoy unido a otro, el cual en cierto sentido es parte constitutiva de mí. Precisamente por eso la lógica de la gratuidad no se puede reducir, de forma simplista, a una dimensión puramente ética, pues la gratuidad no es una virtud ética. La justicia, como ya enseñaba Platón, es una virtud ética, y todos estamos de acuerdo en la importancia de la justicia, pero la gratuidad atañe más bien a la dimensión supra-ética de la acción humana porque su lógica es la sobreabundancia, mientras que la lógica de la justicia es la lógica de la equivalencia. Pues bien, la Caritas in veritate nos dice que una sociedad, para funcionar bien y para progresar, necesita que dentro de la praxis económica haya sujetos que comprendan qué son los bienes de gratuidad; en otras palabras, que se comprenda que es preciso hacer que en los circuitos de nuestra sociedad vuelva a fluir el principio de gratuidad.

Benedicto XVI invita a restituir el principio del don a la esfera pública. El don auténtico, afirmando el primado de la relación sobre su exoneración, del vínculo intersubjetivo sobre el bien donado, de la identidad personal sobre lo útil, debe poder encontrar espacio de expresión en todas partes, en cualquier ámbito de la acción humana, incluida la economía. El mensaje que nos deja la Caritas in veritate es pensar la gratuidad y, por tanto, la fraternidad, como cifra de la condición humana y por consiguiente ver en el ejercicio del don el presupuesto indispensable para que Estado y mercado puedan funcionar teniendo como objetivo el bien común. Sin prácticas difundidas de don, se podrá también tener un mercado eficiente y un Estado autorizado -e incluso justo-, pero ciertamente no se ayudará a las personas a realizar la alegría de vivir. Porque eficiencia y justicia, aunque vayan unidas, no bastan para asegurar la felicidad de las personas.

Las causas remotas de la crisis financiera

La Caritas in veritate analiza las causas profundas -y no sólo las causas próximas- de la crisis actual. No pretendo ahora repasarlas; me limitaré a sintetizar los tres factores principales de crisis identificados y analizados.

El primero se refiere al cambio radical en la relación entre finanzas y producción de bienes y servicios que se ha consolidado en el curso de las tres últimas décadas. Desde la mitad de los años 70 del siglo pasado, varios países occidentales han condicionado sus promesas en el ámbito de las pensiones a inversiones que dependían del aprovechamiento sostenible de los nuevos instrumentos financieros, exponiendo así a la economía real a los caprichos de las finanzas y generando la necesidad creciente de destinar a la remuneración de los ahorros invertidos en ellos cuotas de valor añadido. Las presiones sobre las empresas, derivadas de las bolsas y de los fondos de private equity, se han extendido en más direcciones: sobre dirigentes, inducidos a mejorar continuamente la performance de sus gestiones con el fin de recibir volúmenes crecientes de stock options; sobre los consumidores, para convencerlos a comprar cada vez más, aun sin poder adquisitivo; sobre las empresas de la economía real, para convencerlas a que aumenten el valor para el accionista. Así, ha sucedido que la demanda persistente de resultados financieros cada vez más brillantes ha repercutido sobre todo el sistema económico, hasta convertirse en un auténtico modelo cultural.

El segundo factor causal de la crisis es la difusión, en el ámbito de la cultura popular, del ethos de la eficiencia como criterio último de juicio y de justificación de la realidad económica. Por un lado, ello ha acabado por legitimar la codicia -que es la forma más conocida y difundida de avaricia- como una especie de virtud cívica: el greed market que sustituye al free market. «Greed is good, greed is right» (la codicia es buena, la codicia es justa), predicaba Gordon Gekko, el protagonista de la célebre película «Wall Street», de 1987.

Por último, la Caritas in veritate analiza también la causa de las causas de la crisis: la especificidad de la matriz cultural que se ha ido consolidando en los últimos decenios, por un lado, sobre la ola del proceso de globalización y, por otro, por la llegada de la tercera revolución industrial, la de las tecnologías info-telemáticas. Un aspecto específico de esa matriz es la insatisfacción, cada vez más generalizada, respecto al modo de interpretar el principio de libertad. Como es sabido, son tres las dimensiones que constituyen la libertad: la autonomía, la inmunidad y la capacitación. La autonomía implica libertad de elección: no se es libre si no se está en condición de elegir. La inmunidad, en cambio, implica ausencia de coerción por parte de cualquier agente externo. Fundamentalmente es la libertad negativa, es decir, «estar libre de». Por último, la capacitación -literalmente, capacidad de acción- implica capacidad de elección, de conseguir, al menos en parte o en alguna medida, lo que el sujeto se propone. No se es libre si nunca -o al menos en parte- se logra realizar el propio proyecto de vida.

Como se puede comprender, el desafío que hay que afrontar es hacer que coexistan las tres dimensiones de la libertad; por esta razón, el paradigma del bien común se presenta como una perspectiva muy interesante que conviene explorar.

A la luz de lo dicho se puede comprender por qué la crisis financiera no se puede considerar como un hecho inesperado ni inexplicable. Precisamente por eso, sin quitar nada a las indispensables intervenciones de regulación y a las necesarias formas nuevas de control, no lograremos impedir que surjan en el futuro episodios análogos si no se extirpa el mal de raíz, es decir, si no se interviene sobre la matriz cultural que sostiene el sistema económico. A las autoridades de gobierno esta crisis les transmite un doble mensaje.
En primer lugar, que la crítica sacrosanta al «Estado intervencionista» de ningún modo puede hacer que se desconozca el papel central del «Estado regulador». En segundo lugar, que las autoridades públicas situadas en los diversos niveles de gobierno deben permitir, más aún, favorecer el nacimiento y el reforzamiento de un mercado financiero pluralista, o sea, un mercado en el que puedan actuar en condiciones de igualdad objetiva sujetos diferentes en lo que atañe al fin específico que atribuyen a su actividad. Pienso en los bancos del territorio, en los bancos de crédito cooperativo, en los bancos éticos, en los distintos fondos éticos. Se trata de entidades que no sólo no proponen en sus ventanillas finanzas creativas, sino que sobre todo desempeñan un papel complementario, y por tanto equilibrador, respecto a los agentes de las finanzas especulativas. Si en las últimas décadas las autoridades financieras hubieran eliminado los numerosos vínculos que pesan sobre los sujetos de las finanzas alternativas, la crisis actual no habría tenido el poder devastador que estamos conociendo.

Conclusión

Antes de concluir, deseo dar las gracias al presidente del Senado de la República Italiana, el honorable Schifani, por haberme permitido ilustrar a este cualificado auditorio algunos rasgos de la última encíclica de Benedicto XVI.

De algún modo, es como si volviera hoy el Santo Padre a esta sede del Senado de la República, donde el entonces cardenal Joseph Ratzinger impartió el 13 de mayo de 2004, en la biblioteca del Senado mismo, una lectio magistralis, que no se ha olvidado, sobre el tema: «Europa. Sus fundamentos espirituales ayer, hoy y mañana».

Es interesante notar cómo en aquella intervención el futuro Pontífice abordó, entre otros, algunos temas que volvemos a encontrar hoy en su última encíclica. Pensemos, por ejemplo, en la afirmación de la razón profunda de la dignidad de la persona y de sus derechos: estos -dijo el entonces cardenal Ratzinger- «no son creados por el legislador, ni conferidos a los ciudadanos; «más bien, existen por derecho propio y el legislador debe respetarlos siempre, pues se le han dado previamente como valores de orden superior». Esta validez de la dignidad humana previa a toda acción política y a toda decisión política remite en definitiva al Creador: sólo él puede establecer valores que se fundan en la esencia del hombre y que son intocables. El hecho de que existan valores que no pueden ser manipulados por nadie es la verdadera garantía de nuestra libertad y de la grandeza humana; la fe cristiana ve en ello el misterio del Creador y de la condición de imagen de Dios que él ha conferido al hombre».

En la Caritas in veritate Benedicto XVI repite que «se corre el riesgo de que no se respeten los derechos humanos» cuando «se les priva de su fundamento trascendente» (ib., 56), es decir, cuando se olvida que «Dios es el garante del verdadero desarrollo del hombre en cuanto, habiéndolo creado a su imagen, funda también su dignidad trascendente» (ib., 29).

También en esa lectio magistralis impartida hace cinco años, el actual Pontífice recordó que «un segundo punto en el que aparece la identidad europea es el matrimonio y la familia. El matrimonio monógamo, como estructura fundamental de la relación entre un hombre y una mujer, y al mismo tiempo como célula en la formación de la comunidad estatal, se ha forjado a partir de la fe bíblica. Este matrimonio ha dado a Europa, tanto a la occidental como a la oriental, su rostro particular y su humanidad particular, también y precisamente porque la forma de fidelidad y de renuncia aquí trazada debió ser conquistada siempre de nuevo, con muchos esfuerzos y sufrimientos. Europa no sería ya Europa si esta célula fundamental de su edificio social desapareciera o se modificara esencialmente».

En la Caritas in veritate esta advertencia se extiende hasta alcanzar una dimensión universal, podríamos decir global, y se dirige a todos los responsables de la vida pública. En ella leemos: «Se convierte (…) en una necesidad social, e incluso económica, seguir proponiendo a las nuevas generaciones la hermosura de la familia y del matrimonio, su sintonía con las exigencias más profundas del corazón y de la dignidad de la persona. En esta perspectiva, los Estados están llamados a establecer políticas que promuevan la centralidad y la integridad de la familia, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, célula primordial y vital de la sociedad, haciéndose cargo también de sus problemas económicos y fiscales, en el respeto de su naturaleza relacional» (ib., 44).

Ciertamente la Caritas in veritate, como afirma en su título oficial, se dirige a todos los miembros de la Iglesia católica y «a todos los hombres de buena voluntad«. Con todo, me parece que, por los principios que ilumina, por los problemas que afronta y por las directrices que ofrece, este documento pontificio, que suscitó tanta expectativa antes, y después tanta atención y tanto aprecio, de modo particular en el ámbito social, político y económico, puede encontrar un eco singular en esta sede institucional que es el Senado de la República.

Estoy convencido de que, más allá de las diferencias de formación y de convicciones personales, quienes tienen la delicada y honrosa responsabilidad de representar al pueblo italiano y de ejercer por mandato suyo el poder legislativo, pueden hallar en las palabras del Papa una elevada y profunda inspiración en el cumplimiento de su misión, a fin de responder adecuadamente a los desafíos éticos, culturales y sociales que hoy nos interpelan y que con gran lucidez y plenitud nos presenta la encíclica Caritas in veritate.

Mi deseo es que este documento del Magisterio eclesial, que hoy he tratado de ilustraros, al menos en parte, encuentre en esta sede la atención que merece y así dé frutos positivos y abundantes por el bien de cada persona y de toda la familia humana, comenzando por la querida nación italiana.

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ZENIT Staff

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