Benedicto XVI: El "sí" de María y el "sí" de cada hombre y mujer

Intervención con motivo del Ángelus, el 16 de agosto

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CIUDAD DEL VATICANO, lunes 17 de agosto de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención que pronunció Benedicto XVI el domingo, 16 de agosto, al rezar el Ángelus junto a los peregrinos congregados en el patio de la residencia pontificia de Castel Gandolfo.

 

* * *

Queridos hermanos y hermanas:

Celebramos ayer la gran fiesta de la Asunción de María al Cielo y hoy leemos en el Evangelio estas palabras de Jesús: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo» (Juan 6, 51). No podemos permanecer indiferentes ante esta correspondencia, que gira en torno al símbolo del «cielo»: María ha sido «elevada» al lugar del que su Hijo había «bajado».

Naturalmente este lenguaje, que es bíblico, expresa con términos figurativos algo que no entra completamente en el mundo de nuestros conceptos e imágenes. Pero, ¡detengámonos un momento a reflexionar! Jesús se presenta como el «pan vivo», es decir, el alimento que contiene la vida misma de Dios y es capaz de darla a quien come de Él, el verdadero alimento que da vida, que alimenta profundamente. Jesús dice: «si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar es mi carne por la vida del mundo» (Juan 6, 51).

Pues bien, ¿de quién ha tomado el Hijo de Dios su «carne», su humanidad concreta y terrenal? La tomó de la Virgen María. Dios tomó de Ella el cuerpo humano para entrar en nuestra condición mortal. A su vez, al final de la existencia terrena, el cuerpo de la Virgen fue llevado al cielo por parte de Dios e hizo que entrara en la condición celestial. Es una especie de intercambio en el que Dios siempre toma la iniciativa, pero en cierto sentido, como hemos visto en otras ocasiones, tiene también necesidad de María, del «sí» de la criatura, de su carne, de su existencia concreta, para preparar la materia de su sacrificio: el cuerpo y la sangre para ofrecerla en la Cruz como instrumento de vida eterna y, en el sacramento de la Eucaristía, como alimento y bebida espirituales.

Queridos hermanos y hermanas: lo que le sucedió a María es válido también, de manera diferente aunque real, para todo hombre y mujer, porque Dios nos pide a cada uno de nosotros que le acojamos, que pongamos a disposición nuestro corazón y nuestro cuerpo, toda nuestra existencia, nuestra carne –dice la Biblia–, para que Él pueda habitar en el mundo.

Nos llama a unirnos a Él en el sacramento de la Eucaristía, Pan partido para la vida del mundo, para formar juntos la Iglesia, su Cuerpo histórico. Y si nosotros decimos «sí», como María, en la misma medida de este nuestro «sí» tiene lugar también para nosotros y en nosotros este misterioso intercambio: quedamos asumidos en la dignidad de Aquél que ha asumido nuestra humanidad.

La Eucaristía es el medio, el instrumento de esta transformación recíproca, que tiene siempre a Dios como fin y como actor principal: Él es la Cabeza y nosotros los miembros; Él es la Vid, y nosotros los sarmientos, quien come de este Pan y vive en comunión con Jesús, dejándose transformar por Él y en Él, queda salvado de la muerte eterna: ciertamente muere como todos, participando también en el misterio de la pasión y de la Cruz de Cristo, pero ya no es esclavo de la muerte y resucitará el último día para gozar de la fiesta eterna con María y todos los santos.

Este misterio, esta fiesta de Dios comienza aquí abajo: es misterio de fe, de esperanza y de amor, que se celebra en la liturgia, especialmente eucarística, y se expresa en la comunión fraterna y en el servicio al prójimo. Pidamos a la Virgen santa que nos ayude a alimentarnos siempre con fe del Pan de vida eterna para experimentar ya en la tierra la alegría de Cielo.

[Tras rezar el Ángelus, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana y a quienes se unen a ella a través de la radio y la televisión. Que la contemplación continua del misterio de Cristo acreciente en nosotros el amor a sus preceptos y la esperanza en sus promesas, para que nuestro corazón no se deje vencer por las dificultades cotidianas sino que esté anclado en la fe en el Hijo de Dios que tiene «palabras de vida eterna». Muchas gracias y feliz domingo.

[© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana] 

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ZENIT Staff

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