OYO, domingo, 30 de agosto de 2009 (ZENIT.org).- Monseñor Emmanuel Adetoyese Badejo, obispo auxiliar de Oyo, en Nigeria, ordenado sacerdote en 1986 y obispo en 2007, ha compartido con los lectores de ZENIT su vocación sacerdotal. El prelado es autor de varios libros, documentales musicales y de vídeos.
En el Año Sacerdotal, ZENIT ofrece las «confesiones» sobre su vocación de cardenales, obispos y sacerdotes. La serie fue abierta por el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado de Benedicto XVI.
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Sé que muchos sacerdotes que conozco recordarían fácilmente una experiencia o acontecimiento por el que Dios les llamó al sacerdocio. Yo no pertenezco a esta élite. Lo digo con honestidad.
Al contrario que Moisés, Samuel y Pablo, cómo fui llamado fue una experiencia multidimensional pero simple que exige revelar información “clasificada” sobre mi familia. Sin embargo, creo que la ocasión del Año de los Sacerdotes y de los actuales desafíos de la Iglesia ante el relativismo exige un poco de desclasificación de nuestras experiencias religiosas para beneficio de otros.
Crecí en una familia de siete hijos, cuatro chicos y tres chicas. A la edad de 4 años, comprendí que mi familia era tridimensional. Para mis padres y mis dos hermanos mayores, la vida era el hogar, el trabajo y la Iglesia. Así de simple. Para el resto de nosotros era un poco distinto: hogar, escuela e Iglesia. Esta existencia trípode caracterizó mi juventud, de manera que sólo importaban los acontecimientos conectados con estas tres esferas de la vida. Además, descubrí que de las tres, la Iglesia tenía la presencia más dominante puesto que asomaba mucho en los otros dos aspectos. La escuela y la familia sólo eran otras iglesias. Crecí sintiendo que los misioneros sacerdotes y monjas me parecían formar parte de nuestro hogar cuando iban y venían, día y noche, a voluntad. Ellos parecían ser los únicos fuera de nosotros, los siete hijos, para los que no había ningún secreto en nuestro hogar de una sola estancia. Siempre ayudaron a mi familia en tiempos de necesidad, y fueron muchas veces. Su presencia me habló de que la Iglesia una compañera de la vida. Cuando los misioneros nos dejaron, los sacerdotes y religiosas indígenas simplemente ocuparon su lugar.
La oración fue otra de las guías para el descubrimiento de mi vocación. Mis padres hacían que la oración de la mañana, la oración antes de las comidas y antes de ir a dormir fueran imperativas en la familia. Y también había una lectura regular de la Biblia. En ocasiones, especialmente por las tardes cuando el aburrimiento podía causar alguna grieta moral en la familia, mi padre nos implicaba en una oración de alabanza en su forma prístina. Todos nosotros, excepto mi madre, éramos miembros del coro de la iglesia. La única razón por la que mi madre no participaba en el coro era para no dar la impresión de que el coro de la iglesia estaba personalizado en su familia.
De todas formas, por las tardes, mi padre abriría el libro de himnos familiar y nos haría cantar. Al cantar se unía el golpear de bancos, sillas y otros objetos que podíamos encontrar en nuestro humilde hogar para marcar el ritmo y el paso. Esta actividad atraía a una pequeña audiencia incluso de familias musulmanas que vivían cerca que se unían en el canto o simplemente escuchaban un rato. Mi padre aprovechaba al máximo las ventajas de este bien entrenado coro. No sólo nos hacía cantar de forma regular en el coro de la iglesia y en casa, nos llevaba a rezar y a cantar para los enfermos y los postrados en las camas del hospital local, especialmente en Navidad y en Pascua. Aunque todos los miembros de mi familia eran buenos cantores, mi hermana menor y yo casi siempre cantábamos los principales solos. Esto me dio un sentido especial de misión y vocación.
En la escuela, la vida no era muy diferente. La oración era un parte central de la vida escolar como si estuviéramos en la iglesia. En la escuela primaria fui elegido para los papeles principales cuando había que cantar o actuar, fuera en la escuela o para el público. Puesto que la mayor parte de estas actividades trataban temas religiosos o morales, simplemente me vi a mí mismo llamado a llevar a cabo una especial función religiosa. Una experiencia que guardé conmigo de mis días de la escuela primaria fue la presentación de una obra en particular ante la parroquia. En aquella obra, yo actuaba de heredero de una familia pagana que se había convertido al catolicismo y quería ser sacerdote. Muchos meses después de la representación de la obra, la mayoría de la gente me llamaba Reverendo Padre. Esto me causó una profunda impresión a aquella tierna edad. El reconocimiento va a mis profesores que me animaron a actuar en aquel papel y a disfrutar de la admiración santurrona que siguió. En el seminario menor, la cosa siguió. Pasé de ser el líder más joven de las bandas musicales de la escuela a ser el maestro del coro del seminario, hechos que reforzaron mi convicción de que tenía una misión especial.
Mi padre nos hablaba constantemente del deseo de su padre – que fue un rey (mi abuelo era el líder real, el rey, de mi pueblo en Ijebu Ode, Nigeria, de donde soy) – de tener un sacerdote en su familia y mi madre nos aseguraba constantemente la presencia de nuestros fuertes ángeles guardianes. Aunque nunca señalaron a ninguno de nosotros para la carrera sacerdotal, nos enviaban a Misa cada día y nos dejaban claro de que para ellos serían un gozo tener un sacerdote en la familia. Aunque éramos pobres, demostraban ampliamente su sinceridad con actos de cortesía y generosidad hacia sacerdotes y religiosas que venían a nuestra localidad y a nuestro hogar. No es necesario decir que esto me ayudó a pensar que sería bueno convertirme en sacerdote.
Mis hermanos, por su parte, se habían acostumbrado tanto a la presencia de sacerdotes y religiosas en la familia que hicieron muy fácil mi decisión de ser sacerdote. Como monaguillo, volvía a casa e imitaba al sacerdote diciendo misa. Me miraban más con reverencia que con burla, dándome la impresión de que estaba haciendo algo valioso. Sólo mi hermano más mayor expresó cierta reserva sobre que me hiciera sacerdote. Ya era, en el momento en que entré en el seminario mayor, un artista reconocido. Pensaba que a mi otro hermano, con el que había entrado en el seminario mayor, le iría más el sacerdocio mientras que yo podría unirme a su propio negocio. No obstante, él nos apoyó a ambos una vez que nos marchamos al seminario. Mi hermano seminarista dejó después el seminario y se casó.
Estos aspectos de mi vida me dejaron bastante claro que Dios tenía una misión especial para mí. Al crecer, no tenía dudas de que sí alguna vez iba a hacer algo importante en la vida sería dentro del contexto de esta Iglesia cariñosa y ubicua.
[Traducción al español de Justo Amado]