VITERBO, domingo 6 de septiembre de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el texto de la homilía pronunciada hoy por el Papa durante la Eucaristía celebrada en la explanada del Valle Faul, durante su visita pastoral a las ciudades italianas de Viterbo y Bagnoregio.
******
¡Queridos hermanos y hermanas!
Verdaderamente inédito y sugestivo es el escenario en el que celebramos la Santa Misa: nos encontramos en el “Valle” frente a la antigua Puerta llamada Faul, que con sus cuatro letras recuerda las cuatro colinas de la antigua Viterbium, o sea, Fanum-Arbanum-Vetulonia-Longula. De un lado, se erige imponente el Palacio, un tiempo residencia de los Papas, que – come ha recordado vuestro obispo – en el siglo XIII vio hasta cinco cónclaves; alrededor nos rodean edificios y espacios, testigos de múltiples acontecimientos del pasado, y hoy tejido vital de vuestra Ciudad y Provincia. En este contexto, que evoca siglos de historia civil y religiosa, se encuentra ahora recogida idealmente, con el Sucesor de Pedro, vuestra entera Comunidad diocesana, para ser por él confirmada en la fidelidad a Cristo y a su Evangelio.
A todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, dirijo con afecto mi agradecido pensamiento por la calurosa acogida que me habéis reservado. Saludo en primer lugar a vuestro amado Pastor, monseñor Lorenzo Chiarinelli, al que agradezco sus palabras de bienvenida. Saludo a los demás obispos, en particular a los del Lacio con el cardenal vicario de Roma, a los queridos sacerdotes diocesanos, los diáconos, los seminaristas, los religiosos y religiosas, los jóvenes y los niños, y extiendo mi recuerdo a todos los miembros de la diócesis, que en el pasado reciente, ha visto unirse a Viterbo, con la abadía de San Martino al Monte Cimino, las diócesis de Acquapendente, Bagnoregio, Montefiascone y Tuscania. Esta nueva configuración está ahora artísticamente esculpida en las “Puertas de Bronce” de la Iglesia catedral que, comenzando mi visita desde la Plaza San Lorenzo, he podido bendecir y admirar. Me dirijo con deferencia a las Autoridades civiles y militares, a los representantes del Parlamento, del Gobierno, de la Región y de la Provincia, y de modo especial al Alcalde de la Ciudad, que se ha hecho intérprete de los cordiales sentimientos de la población de Viterbo. Agradezco a las Fuerzas del Orden y saludo a los numerosos militares presentes en esta ciudad, como también a aquellos comprometidos en las misiones de paz en el mundo. Saludo y agradezco a los voluntarios y a cuantos han contribuido a la realización de mi visita. Reservo un saludo del todo particular a los ancianos y a las personas solas, a los enfermos, a los encarcelados y a cuantos no han podido tomar parte en este encuentro nuestro de oración y de amistad.
Queridos hermanos y hermanas, cada asamblea litúrgica es espacio de la presencia de Dios. Reunidos para la Santa Eucaristía, los discípulos del Señor proclaman que Él está resucitado, está vivo y es dador de vida, y dan testimonio de que su presencia es gracia, es compromiso, es alegría. Abramos el corazón a su palabra y acojamos el don de su presencia. En la primera lectura de este domingo, el profeta Isaías (35,4-7) anima a los “extraviados de corazón” y anuncia esta estupenda novedad, que la experiencia confirma: cuando el Señor está presente, se reabren los ojos del ciego, se abren los oídos del sordo, el cojo “salta” como un ciervo. Todo renace y todo revive porque aguas benéficas riegan el desierto. El “desierto”, en su lenguaje simbólico, puede evocar los acontecimientos dramáticos, las situaciones difíciles y la soledad que marcan a menudo la vida; el desierto más profundo es el corazón humano, cuando pierde la capacidad de escuchar, de hablar, de comunicar con Dios y con los demás. Nos convertimos entonces en ciegos porque somos incapaces de ver la realidad, se nos cierran los oídos para no escuchar el grito del que implora ayuda; se endurece el corazón en la indiferencia y en el egoísmo. Pero ahora – anuncia el Profeta – todo está destinado a cambiar; la “tierra árida” de un corazón cerrado será regada por una nueva linfa divina. Y cuando el Señor viene, a los extraviados de corazón de toda época, dice con autoridad: “¡Ánimo, no temáis!” ( v. 4)
Aquí se engancha perfectamente el episodio evangélico, narrado por san Marcos (7,31-37): Jesús cura en tierra pagana a un sordomudo. Antes lo acoge y lo cuida con el lenguaje de los gestos, más inmediatos que las palabras; y después, con una expresión en lengua aramea le dice: “Effatà”, es decir “ábrete”, devolviendo a ese hombre el oído y la lengua. Llena de estupor, la muchedumbre exclama: “¡Todo lo ha hecho bien!” (v. 37). Podemos ver en este “signo” el ardiente deseo de Jesús de vencer en el hombre la soledad y la incomunicabilidad creadas por el egoísmo, para dar rostro a una “nueva humanidad”, la humanidad de la escucha y de la palabra, del diálogo, de la comunicación, de la comunión con Dios. Una humanidad “buena”, como buena es toda la creación de Dios; una humanidad sin discriminaciones, sin exclusiones – como advierte el apóstol Santiago en su Carta (2,1-5) – para que el mundo sea verdaderamente para todos “campo de genuina fraternidad” (Gaudium et spes, 37) en la apertura del amor por el Padre común que nos ha creado y nos ha hecho sus hijos e hijas.
¡Querida Iglesia de Viterbo, que Cristo, al que en el Evangelio vemos abrir los oídos y deshacer el nudo de la lengua al sordomudo, abra tu corazón, y te de siempre la alegría de la escucha de su Palabra, el valor del anuncio del Evangelio y el descubrimiento de su Rostro y de su Belleza! ....... Pero, para que esto pueda suceder – recuerda San Buenaventura de Bagnoregio, a donde me dirigiré esta tarde – la mente debe “ir más allá de todo con la contemplación e ir más allá, no sólo del mundo sensible, sino también más allá de sí misma” (Itinerarium mentis in Deum VII,1). Es este itinerario de salvación, iluminado por la luz de la Palabra de Dios y nutrido por los sacramentos, que une a todos los cristianos.
De este camino que también tu, amada Iglesia que vive en esta tierra estás llamada a recorrer, quisiera ahora retomar algunas líneas espirituales y pastorales. Una prioridad que tiene muy el corazón vuestro obispo, es la educación en la fe, como búsqueda, como iniciación cristiana, como vida en Cristo. Es el de “convertirse en cristianos” que consiste en ese “aprender a Cristo” que san Pablo expresa con la fórmula: “Ya no soy yo el que vive sino que es Cristo que vive en mí” (Gal 2,20). En esta experiencia están implicadas las parroquias, las familias y las diversas realidades asociativas. Están llamados a comprometerse los catequistas y todos los educadores; está llamada a ofrecer su propia aportación la escuela, desde las primarias hasta la Universidad de Tuscia, cada vea más importante y prestigiosa, y en particular, la escuela católica, con el Instituto filosófico-teológico “San Pedro”. Hay modelos siempre actuales, auténticos pioneros de la educación en la fe en los que inspirarse. Quiero mencionar, entre otros, a santa Rosa Venerini (1656-1728) – a la que tuve la alegría de canonizar hace tres años – verdadera precursora de las escuelas femeninas en Italia, precisamente en el “Siglo de las Luces”; a santa Lucía Filippini (1672-1732) que, con la ayuda del Venerable cardenal Marco Antonio Barbarigo (1640-1706), fundó las beneméritas “Maestras Pías”. A estas fuentes espirituales se podrá felizmente acudir aún para afrontar, con lucidez y coherencia, la actual, ineludible y prioritaria, “emergencia educativa”, gran desafío para toda comunidad cristiana y para toda la sociedad, que es precisamente un proceso de “Effatà”, de abrir los oídos, el nudo de la lengua y también los ojos.
Junt o a la educación, el testimonio de la fe. “La fe – escribe san Pablo – que actúa por la caridad” (Gal 5,6). Es en esta perspectiva que toma rostro la acción caritativa de la Iglesia: sus iniciativas, sus obras son signos de la fe y del amor de Dios, que es Amor – como recordé ampliamente en las Encíclicas Deus caritas est y Caritas in veritate. Aquí aflora y se incrementa cada vez más la presencia del voluntariado, tanto en el plano personal como en el plano asociativo, que encuentra en Cáritas su organismo propulsor y educativo. La joven santa Rosa, del siglo XIII (1233-1251), co-patrona de la diócesis y cuya fiesta cae precisamente en estos días, es fúlgido ejemplo de fe y de generosidad hacia los pobres. ¿Cómo no recordar también que santa Jacinta Marescotti (1585-1640) promovió en la ciudad la adoración eucarística desde su Monasterio, y dio vida a instituciones e iniciativas para los encarcelados y los marginados? Ni podemos olvidar el testimonio franciscano de san Crispín, capuchino (1668-1759), que aún hoy inspira beneméritas presencias asistenciales. Es significativo que en este clima de fervor evangélico hayan nacido tantas casas de vida consagradas, masculinas y femeninas, y en particular monasterios de clausura, que constituyen una llamada visible a la primacía de Dios en nuestra existencia y nos recuerdan que la primera forma de caridad es precisamente la oración. Emblemático, al respecto, es el ejemplo de la beata Gabriela Sagheddu muerta en el 39 (1914-1939), trapense: en el monasterio de Vitorchiano, donde está enterrada, continua a proponerse ese ecumenismo espiritual, alimentado por la oración incesante, vivamente solicitado por el Concilio Vaticano II (cfr Unitatis redintegratio, 8). Recuerdo también al viterbés beato Domenico Bàrberi (1792-1849), pasionista, que en 1845 acogió en la Iglesia católica a John Henry Newman, que llegó después a cardenal, figura de gran talla intelectual y de luminosa espiritualidad.
Quisiera finalmente señalar una tercera línea de vuestro plan pastoral: la atención a los signos de Dios. Como hizo Jesús con el sordomudo, de la misma forma Dios continúa revelándonos su proyecto mediante “acontecimientos y palabras”. Escuchar su palabra y discernir sus signos debe ser por tanto el compromiso de cada cristiano y de cada comunidad. El más inmediato de los signos de Dios es ciertamente la atención al prójimo, según cuanto dijo Jesús: “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos, más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40). Además, como afirma el Concilio Vaticano II, el cristiano está llamado a ser “ante el mundo un testigo de la resurrección y de la vida del Señor y un signo del Dios vivo” (Lumen gentium, 38). Debe serlo en primer lugar el sacerdote que Cristo ha elegido totalmente para sí. ¡Durante este Año Sacerdotal, orad con mayor intensidad por los sacerdotes, por los seminaristas y por las vocaciones, para que sean fieles a su vocación! Signo del Dios vivo debe serlo, también, cada persona consagrada y cada bautizado.
¡Fieles laicos, jóvenes y familias, no tengáis miedo a vivir y dar testimonio de la ve en los diversos ámbitos de la sociedad, en las múltiples situaciones de la existencia humana! Viterbo ha ofrecido al respecto figuras prestigiosas. En esta ocasión, es un deber y una alegría hacer memoria del joven Mario Fani de Viterbo, iniciador el “Círculo Santa Rosa”, que encendió, junto a Giovanni Acquaderni, de Bolonia, esa primera luz que se convertiría después en la experiencia histórica del laicado en Italia: la Acción Católica. Se suceden las etapas de la historia, cambian los contextos sociales, pero no cambia y no pasa de moda la vocación de los cristianos a vivir el Evangelio en solidaridad con la familia humana, al paso con los tiempos. Eso es el compromiso social, eso es el servicio propio de la acción política, eso es el desarrollo humano integral.
¡Queridos hermanos y hermanas! Cuando el corazón se extravía en el desierto de la vida, no tengáis miedo, confiaos a Cristo, el primogénito de la nueva humanidad: una familia de hermanos construida en la libertad y en la justicia, en la verdad y en la caridad de los hijos de Dios. De esta gran familia forman parte santos queridos por vosotros: Lorenzo, Valentino, Hilario, Rosa, Lucía, Buenaventura y muchos otros. Que nuestra común Madre es María a la que veneráis, con el título de Madonna della Quercia, como patrona de toda la diócesis en su nueva configuración. Que ellos os custodien siempre unidos y alimenten en cada uno el deseo de proclamar, con palabras y obras, la presencia y el amor de Cristo. Amén.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
]