CIUDAD DEL VATICANO, martes 8 de septiembre de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación las palabras dirigidas ayer por el Papa a los obispos de las regiones occidentales de Brasil, a quienes recibió en visita "ad limina" en el Palacio Apostólico de Castel Gandolfo.
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Queridos hermanos en el episcopado:
Con sentimientos de íntima alegría y amistad, os acojo y saludo a todos y cada uno de vosotros, amados pastores de las Regiones Oeste 1 y 2 en el ámbito de la Conferencia Nacional de los Obispos de Brasil. Con vuestro grupo se abre una larga peregrinación de los miembros de esta Conferencia Episcopal en visita ad limina Apostolorum, que me dará ocasión de conocer mejor la realidad de las respectivas comunidades diocesanas. Serán jornadas de un compartir fraterno para reflexionar juntos sobre las cuestiones que os preocupan. Un momento profundamente esperado desde aquellos inolvidables días de mayo de 2007, en los que durante mi visita a vuestro país pude experimentar todo el cariño del pueblo brasileño por el Sucesor de Pedro y, de modo especial, cuando tuve la posibilidad de abrazar con la mirada a todo el episcopado de esta gran nación en el encuentro en la catedral de la Sé, en São Paulo.
En efecto, sólo el gran corazón de Dios puede conocer, guardar y gobernar la multitud de hijos e hijas que Él mismo engendró en la inmensa vastedad de Brasil. A lo largo de nuestros coloquios de estos días, han salido a la luz algunos de los desafíos y problemas a los que os enfrentáis, como el arzobispo de Campo Grande refería al principio de este encuentro nuestro. Impresionan las distancias que vosotros mismos, juntamente con vuestros sacerdotes y demás agentes misioneros, tenéis que recorrer para servir y animar pastoralmente a vuestros respectivos fieles, muchos de ellos afectados por los problemas propios de una urbanización relativamente reciente, en la que el Estado no siempre consigue ser un instrumento de promoción de la justicia y del bien común. ¡No os desaniméis! Recordad que el anuncio del Evangelio y la adhesión a los valores cristianos, como afirmé recientemente en la encíclica Caritas in Veritate "es un elemento útil y al mismo tiempo indispensable para la construcción de una buena sociedad y de un verdadero desarrollo humano integral". Le agradezco, monseñor Vitório Pavanello (arzobispo de Campo Grande, n.d.t.) por las amables palabras y y delicados sentimientos que me dirige en nombre de todos a las que deseo responder con votos de paz y prosperidad para el pueblo brasileño en este significativo día de su Fiesta Nacional.
Como Sucesor de Pedro y Pastor universal, puedo aseguraros que mi corazón vive día a día vuestras inquietudes y fatigas apostólicas, sin cesar de recordar ante Dios los desafíos a los que os enfrentáis en el crecimiento de vuestras comunidades diocesanas. En nuestros días, y concretamente en Brasil, los trabajadores de la mies del Señor siguen siendo pocos para una cosecha que es grande (cf. Mateo 9, 36-37). A pesar de la escasez que se percibe, es verdaderamente esencial una formación adecuada de aquellos que están llamados a servir al pueblo de Dios. Por esta razón, en el ámbito del Año Sacerdotal en curso, permitidme que me detenga hoy a reflexionar con vosotros, amados obispos del Oeste brasileño, sobre la tarea más importante de vuestro ministerio episcopal, que es la generación de nuevos pastores.
Aunque Dios sea el único capaz de sembrar en el corazón humano la llamada al servicio pastoral de su pueblo, todos los miembros de la iglesia deberían preguntarse sobre la íntima urgencia y el compromiso real con que sienten y viven esta causa. Un día, cuando algunos de los discípulos contemporizaban observando que faltaban "aún cuatro meses" para la cosecha, Jesús rebatió: "Pues bien, yo os digo: alzad vuestros ojos y ved los campos, que ya blanquean para la siega" (Jn 4, 35). ¡Dios no ve como el hombre! La prisa del buen Dios está dictada por su deseo de que "todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1 Timoteo 2, 4). Hay muchos que parecen querer consumir la vida entera en un minuto, otros que vagan en el tedio y la inercia, o se abandonan a violencias de todo género. En el fondo, no son más que vidas desesperadas que buscan esperanza, como lo demuestra una extendida, aunque a veces confusa, exigencia de espiritualidad, una renovada búsqueda de puntos de referencia para retomar el camino de la vida.
Apreciados hermanos, en las décadas posteriores al Concilio Vaticano II, algunos interpretaron la apertura, no como una exigencia del ardor misionero del Corazón de Cristo, sino como un paso a la secularización, vislumbrando en ella algunos valores de gran densidad cristiana como la igualdad, la libertad, la solidaridad, mostrándose disponibles a hacer concesiones y a descubrir campos de cooperación. Se asistió a intervenciones de algunos responsables eclesiales en debates éticos, que respondían a las expectativas de la opinión pública, pero que dejaban de hablar de ciertas verdades fundamentales de la fe, como del pecado, de la gracia, de la vida teologal y de los novísimos. Sin darse cuenta se cayó en la auto secularización de muchas comunidades eclesiales; éstas, esperando agradar a los que no venían, vieron partir, defraudados y desilusionados, a muchos de los que formaban parte de ellas: nuestros contemporáneos, cuando vienen a nosotros, quieren ver lo que no ven en otro sitio, es decir, la alegría y la esperanza que brotan del hecho de que estamos con el Señor resucitado.
Actualmente hay una nueva generación ya nacida en este ambiente eclesial secularizado que, en lugar de buscar apertura y consensos, ve cómo, en la sociedad, el foso de las diferencias y contraposiciones al Magisterio de la Iglesia, sobre todo en el campo ético, se hace cada vez más grande. En este desierto de Dios, la nueva generación siente una gran sed de trascendencia.
Son los jóvenes de esta nueva generación los que llaman a la puerta del Seminario, y que necesitan encontrar formadores que sean verdaderos hombres de Dios, sacerdotes totalmente dedicados a la formación, que den testimonio del don de sí mismos a la Iglesia, a través del celibato y de la vida austera, según el modelo de Cristo el Buen Pastor. Así, estos jóvenes aprenderán a ser sensibles al encuentro con el Señor, en la participación diaria en la Eucaristía, amando el silencio y la oración, procurando en primer lugar la gloria de Dios y la salvación de las almas. Amados hermanos, como sabéis, es tarea del obispo establecer los criterios esenciales para la formación de los seminaristas y de los presbíteros en la fidelidad a las normas universales de la Iglesia: en este espíritu deben desarrollarse las reflexiones sobre este tema, objeto de la asamblea plenaria de vuestra Conferencia Episcopal el pasado mes de abril.
Seguro de poder contar con vuestro celo en lo relativo a la formación sacerdotal, invito a todos los obispos, a sus sacerdotes y seminaristas, a reproducir en la vida la caridad de Cristo Sacerdote y Buen Pastor, como hizo el Santo Cura de Ars. Y, con él, tomen por modelo y protección de su propia vocación a la Virgen Madre, que respondió de un modo único a la llamada de Dios, concibiendo en su corazón y en su carne al Verbo hecho hombre para entregarlo a la humanidad. A vuestras diócesis, incluyendo la diócesis de Rondonópolis, cuyo pastor se ha visto imposibilitado para realizar esta visita, les envío un cordial y solidario saludo, y la certeza de mi oración, junto con una paternal Bendición Apostólica.
[Traducción del original portugués por Inma Álvarez
© Copyright 2009 - Libreria Editrice Vaticana]