ROMA, martes 8 de septiembre de 2009 (ZENIT.org).- A veces pensamos que los problemas físicos, los problemas materiales, son los más importantes.
Esto es porque son muy evidentes para nosotros, están ante nuestros ojos. Si llega la lluvia, necesitamos un techo; si llega el invierno, necesitamos almacenar comida; si un bebé tiene fiebre, necesitamos medicamentos, algo con que bajar la fiebre.
Pero si miramos los Evangelios, y si consideramos nuestras propias vidas, empezamos a reconocer que nuestros problemas más serios son los espirituales.
Esa es la razón por la que vemos a Jesús ir más allá de la curación física, ir más allá de curar la ceguera y la sordera -algo sobre lo que leímos en el Evangelio del domingo (Marcos 7,34), cuando dijo en arameo la palabra «Efatá» («Ábrete»), y los oídos del sordo se abrieron. (Hay exactamente tres ocasiones en las que Marcos recoge palabras de Jesús en arameo; aquí, cuando Jesús dice «Talitha cum» — ¡Niña, levántate! — en Marcos 5,41; y en la crucifixión (Marcos 15,34), cuando Jesús grita «¡Eloi, Eloi, lama sabactani!» — ¡Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado!).
Por este motivo, Jesús perdona los pecados. Porque caer en el pecado lleva a la desesperación y a la muerte. El pecado es la pesada losa que Jesús se propone quitar de los hombros de los hombres, del corazón de los hombres.
Y su perdón de los pecados es, por encima de todo, lo que escandalizaba a los líderes religiosos de su tiempo, porque sólo Dios puede perdonarnos.
Jesús trajo esperanza. Trajo esperanza al ciego, al sordo, al moribundo, y hasta resucitó a los muertos. Y también trajo esperanza a los pecadores, a la gente que estaba espiritualmente muerta. Trajo la esperanza de una nueva vida a aquellos que habían caído bajo, a quienes experimentaron el fracaso y l desesperación.
Benedicto XVI es el vicario de Cristo, el sucesor de Pedro.
Por tanto, su misión, en su sentido más profundo, es sencillamente traer esperanza.
Benedicto concibe así su propia misión: traer esperanza a un mundo que, a pesar de su mucha riqueza y poder exteriores, está empobrecido espiritualmente.
Es la misión de dar sentido a aquellos que han llegado a creer que la vida ya no tiene sentido.
Y este es el gran golpe que Benedicto da en la batalla entre la «cultura de la vida» y la «cultura de la muerte». Da un golpe en nombre del sentido, en nombre del verdadero «Logos» que es el sentido mismo. Y de este modo Benedicto trae esperanza a los que no tienen esperanza.
El domingo por la tarde, el Papa Benedicto estaba en la pequeña ciudad italiana de Bagnoregio, el lugar de nacimiento de san Buenaventura, para continuar con su misión en marcha.
Y, en su homilía del domingo por la mañana, hizo una referencia a la esperanza, que es sorprendentemente hermosa, y que vale la pena recordar.
Buenaventura vivió en el siglo XIII, en la conocida como Alta Edad Media, cuando Europa estaba construyendo las grandes catedrales, y estableciendo las grandes universidades, que aún nos sorprenden y nos benefician.
Buenaventura hacía nacido en 1221 y falleció en 1274, pero en ese breve medio siglo de vida, llegó a ser, posiblemente, uno de los más grandes teólogos de todos los tiempos.
El domingo, Benedicto XVI proclamó a Buenaventura «mensajero de esperanza».
El Santo Padre habló sobre cómo Giovanni Fidanza – nombre de pila de Buenaventura – llegó a ser «fray Buenaventura», un fraile franciscano, e incluso el ministro general de la Orden Franciscana, que estaba intentando en aquel tiempo renovar la fe cristiana con su compromiso con la pobreza total.
«No es fácil resumir la rica doctrina filosófica, teológica y mística que nos dejó san Buenaventura», reconoció Benedicto. Pero, añadió, si tuviera que elegir una frase, diría que «Buenaventura encontró una esperanza enraizada en Cristo».
Buenaventura, dijo, orientó cada paso de su pensamiento hacia «una sabiduría que florece en santidad».
Buenaventura, afirmó el Papa, «fue un incansable buscador de Cristo» desde la época en que era estudiante en París hasta el momento final de su vida, y sus escritos indican el camino que tomó esta búsqueda.
«Porque Dios está arriba –dijo Buenaventura en su De reductione artium ad theologiam («Sobre la reducción de las artes a la Teología»)–, es necesario que la mente se eleve a sí misma a Dios con toda su fuerza».
¿Pero como puede hacerlo la mente humana? ¿Pueden nuestras mentes, por el estudio y la reflexión, acercarse a Dios?
Buenaventura, dijo el Papa, creía que el estudio y la reflexión por sí mismos no eran suficientes. El estudio debe estar acompañado por la gracia, pensó Buenaventura, la ciencia por el amor, la inteligencia por la humildad (Itinerarium mentis in Deum, prol. 4).
«Este viaje de purificación implica a toda la persona y así la persona puede, a través de Cristo, alcanzar el amor transformador de la Trinidad», explicó Benedicto XVI. «La fe es así la perfección de nuestras facultades cognitivas. La esperanza es por tanto una preparación para el encuentro con el Señor. Y el amor por tanto nos introduce en la vida divina, al llevarnos a considerar a todos los hombres como nuestros hermanos».
Entonces el pontífice habló específicamente sobre esperanza.
San Buenaventura era «el mensajero de la esperanza», constató, «cuando compara el movimiento de la esperanza al vuelo de un pájaro, que despliega sus alas lo más posible, y que usa toda su fuerza para moverlas. Todo su ser, en un cierto sentido, se convierte en movimiento para levantarse y volar».
«Esperar es volar, nos dice san Buenaventura –continuó el Papa–. Pero la esperanza exige que todas las partes de nuestro ser se conviertan en nuestro ser y se dirijan a la auténtica profundidad de nuestro ser, hacia las promesas de Dios. El que espera, afirma Buenaventura, ‘debe alzar la cabeza, volver sus pensamientos hacia lo alto, esto es, hacia Dios’ (Sermo XVI, Dominica I Adv., Opera omnia, IX, 40a)».
El Papa concluyó de esta manera: «Todo corazón humano está sediento de esperanza. En mi encíclica Spe Salvi, puse de manifiesto, sin embargo, que algunas clases de esperanza no son suficientes para afrontar y superar las dificultades del presente. Lo que se necesita es una ‘esperanza cierta’ que, precisamente porque nos da la certeza de que alcanzaremos un ‘gran’ objetivo, justifique el esfuerzo del viaje».
«Sólo esta grande y cierta esperanza nos asegura que, a pesar de los fracasos de nuestras vidas personales y las contradicciones de la historia en su conjunto, el ‘indestructible poder del Amor’ siempre nos protege».
«Cuando una esperanza semejante nos sostiene, nunca corremos el riesgo de perder el valor de contrubuir, como han hecho los santos, a la salvación de la humanidad, abriéndonos a nosotros mismos y al mundo a la llegada de Dios -de la verdad, del amor, de la vida (cf. Spe salvi, No. 35)».
«Que san Buenaventura nos ayude a ‘extender las alas’ de esa esperanza que nos capacita para ser, como él, incesante buscadores de Dios, cantores de la belleza de la creación, y testigos de ese Amor y esa Belleza que ‘mueve todas las cosas'».
Si seguimos las enseñanzas de Benedicto, y de Buenaventura, y concentramos nuestra búsqueda en la «esperanza cierta» anunciada por Jesucristo, también podremos dar a nuestras almas las alas que necesitan para volar, a través de las pruebas de este mundo que nos afligen, y entonces podremos volar como los pájaros, poniendo todo nuestro ser en movimiento, y convirtiéndonos, por decirlo así, en esa misma esperanza que anhelamos.
*Robert Moynihan es fundador y editor de la revista mensual Inside the Vatican. Es autor del libro Let God’s Light Shine Forth: the Spiritual Vision of Pope Benedict XVI (2005, Doubleday). El blog
de Moynihan puede encontrarse en www.insidethevatican.com. También se le puede contactar en la dirección: editor@insidethevatican.com.
[Traducción del original inglés por Inma Álvarez]