Benedicto XVI: La Ley no es un “cumplimiento” sino libertad

Homilía de la misa con sus ex alumnos

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CASTEL GANDOLFO, lunes 14 de septiembre de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el texto de la homilía que pronunció el Papa Benedicto XVI, durante la Eucaristía celebrada el pasado 30 de agosto (cfr Zenit, servicio del 31 de agosto) con sus ex alumnos. El texto ha sido distribuido este lunes por la Oficina de Información de la Santa Sede.

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Queridos hermanos y hermanas:

En el Evangelio nos sale al encuentro uno de los temas fundamentales de la historia religiosa de la humanidad: la cuestión de la pureza del hombre ante Dios. Volviendo su mirada hacia Dios, el hombre reconoce estar «contaminado» y encontrarse en una condición en la cual no puede acceder al Santo. Surge así la pregunta sobre cómo puede llegar a ser puro, liberarse de la «suciedad» que le separa de Dios. De esta forma han nacido, en las diversas religiones, ritos purificatorios, caminos de purificación interior y exterior. En el Evangelio de hoy encontramos ritos de purificación, que se arraigan en la tradición del Antiguo Testamento, pero que son, con todo, gestionados de una forma muy unilateral. En consecuencia, ya no sirven para una apertura del hombre a Dios, ya no son caminos de purificación y de salvación, sino que se convierten en elementos de un sistema autónomo de cumplimientos que, para ser cumplido verdaderamente en plenitud, exige incluso especialistas. El corazón del hombre ya no es alcanzado. El hombre, que se mueve dentro de este sistema, o se siente esclavizado o cae en la soberbia de poderse justificar a sí mismo.

La exégesis liberal dice que en este Evangelio se revelaría el hecho de que Jesús habría sustituido el culto con la moral. Habría dejado aparte el culto con todas sus prácticas inútiles. La relación entre el hombre y Dios se basaría ahora únicamente en la moral. Si eso fuese verdad, significaría que el cristianismo, en su esencia, es moralidad, es decir, que nosotros mismos nos hacemos puros y buenos mediante nuestra actuación moral. Si reflexionamos profundamente sobre esta opinión, resulta obvio que ésta no puede ser la respuesta completa de Jesús a la cuestión sobre la pureza. Si queremos oír y comprender plenamente el mensaje del Señor, entonces debemos escuchar también plenamente, no podemos contentarnos con un detalle, sino que debemos prestar atención a su mensaje entero. En otras palabras, debemos leer enteramente los Evangelios, todo el Nuevo Testamento y el Antiguo junto con él.

La primera lectura de hoy, sacada del Libro del Deuteronomio, nos ofrece un aspecto importante de una respuesta y nos hace dar un paso adelante. Aquí escuchamos una cosa quizás sorprendente para nosotros, es decir que Israel mismo es invitado por Dios a serle agradecido y a sentir un humilde orgullo por el hecho de conocer la voluntad de Dios y así de ser sabio. Precisamente en aquel periodo la humanidad, tanto en el ambiente griego como en el semítico, buscaba la sabiduría: buscaba comprender lo que cuenta. La ciencia nos dice muchas cosas y nos es útil en muchos aspectos, pero la sabiduría es el conocimiento de lo esencial – conocimiento del fin de nuestra existencia y de cómo tenemos que vivir para que la vida sea del modo justo. La lectura tomada del Deuteronomio señala el hecho de que la sabiduría, en último término, es idéntica a la Torá – a la Palabra de Dios que nos revela lo que es esencial, para cuyo fin y en cuya forma tenemos que vivir. Así la Ley no se muestra como una esclavitud, sino que es – a semejanza de lo que dice el gran Salmo 119 – causa de una gran alegría: no andamos a tientas en la oscuridad, no vamos vagando en vano en busca de lo que pudiera ser recto, no somos como ovejas sin pastor, que no saben donde está el camino correcto. Dios se ha manifestado. Él mismo nos indica el camino. Conocemos su voluntad y con ello la verdad que cuenta en nuestra vida. Son dos las cosas que se nos dicen de parte de Dios: por un lado, que Él se ha manifestado y nos indica el camino justo; por otro, que Dios es un Dios que escucha, que está cerca de nosotros, nos responde y nos guía. Con ello se toca también el tema de la pureza: su voluntad nos purifica, su cercanía nos guía.

Creo que vale la pena detenerse un momento sobre el gozo de Israel por el hecho de conocer la voluntad de Dios y de haber recibido así en regalo la sabiduría que nos cura y que no podemos encontrar solos. ¿Existe entre nosotros, en la Iglesia de hoy, un sentimiento parecido de alegría por la cercanía de Dios y por el don de su Palabra? El que quisiera mostrar un sentimiento semejante, sería en seguida acusado de triunfalismo. Pero, precisamente, no es nuestra habilidad la que nos indica la verdadera voluntad de Dios. Es un don inmerecido que nos hace al mismo tiempo humildes y contentos. Si reflexionamos sobre la perplejidad del mundo ante las grandes cuestiones del presente y del futuro, entonces también dentro de nosotros debería surgir nuevamente la alegría por el hecho de que Dios nos haya mostrado gratuitamente su rostro, su voluntad, a sí mismo. Si esta alegría resurge entre nosotros, tocará también el corazón de los no creyentes. Sin esta alegría no somos convincentes. Sin embargo, donde esta alegría está presente, ésta – aun sin querer – posee una fuerza misionera. Suscita, de hecho, en los hombres la pregunta de si no está verdaderamente aquí el camino – si esta alegría no lleve efectivamente a las huellas del mismo Dios.

Todo esto se profundiza después en el pasaje, tomado de la Carta de Santiago, que la Iglesia nos propone hoy. Yo amo la Carta de Santiago sobre todo porque, gracias a ella, podemos hacernos una idea de la devoción de la familia de Je´sus. Esta era una familia religiosa. Religiosa en el sentido de que vivía la alegría deuteronómica por la cercanía de Dios, que se nos da en su Palabra y en su Mandamiento. Es un tipo de observancia completamente distinta de la que encontramos en los fariseos del Evangelio, que habían hecho de ella un sistema exteriorizado y esclavizador. Es también un tipo de observancia distinto de la que Pablo, como rabino, había aprendido: aquella era – como observamos en sus cartas – la observancia de un especialista que conocía todo y sabía todo; que estaba orgulloso de su conocimiento y de su justicia, y que, sin embargo, sufría bajo el peso de las prescripciones, de modo que la Ley ya no aparecía como guia gozosa hacia Dios, sino más bien como una exigencia que, en definitiva, no podía ser cumplida.

En la Carta de Santiago encontramos esa observancia que no se mira a sí misma, sino que se vuelve gozosamente hacia el Dios cercano, que nos da su cercanía y nos indica el camino justo. Así la Carta de Santiago habla de la Ley perfecta de la libertad y entiende con ello la comprensión nueva y profundizada de la Ley que nos ha dado el Señor. Para Santiago la Ley no es una exigencia que pretende demasiado de nosotros, que está frente a nosotros desde fuera y que nunca puede ser satisfecha. Él piensa en la perspectiva que encontramos en una frase de los discursos del adiós de Jesús: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; os he llamado amigos, porque todo lo que he oído de mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15). Aquel a quien se le ha revelado todo, pertenece a la familia; ya no es siervo, sino libre porque, precisamente, forma parte él mismo de la casa. Una introducción inicial parecida en el pensamiento de Dios mismo se sucedió a Israel en el monte Sinaí. Ha sucedido de modo grande y definitivo en el Cenáculo y, en general, mediante la obra, la vida, la pasión y la resurrección de Je´sus; en Él Dios nos lo ha dicho todo, se ha manifestado completamente. Ya no somos siervos, sino amigos. Y la Ley ya no es una prescripción para personas no libres, sino que es contacto con el amor de Dios – el ser introduci
do a formar parte de la familia, acto que nos hace libres y «perfectos». Es en este sentido que Santiago nos dice, en la lectura de hoy, que el Señor nos ha engendrado por medio de su Palabra, que Él ha plantado su Palabra en nuestro interior como fuerza de vida. Aquí se habla también de la «religión pura» que consiste en el amor hacia el prójimo – particularmente hacia los huérfanos y las viudas, hacia aquellos que tienen más necesidad de nosotros – y en la libertad frente a las modas de este mundo, que nos contaminan. La Ley, como palabra de amor, no es una contradicción a la libertad, sino una renovación desde dentro mediante la amistad con Dios. Algo parecido se manifiesta cuando Je´sus, en el discurso sobre la vid, dice a los discípulos: «Vosotros sois puros, por la palabra que os he anunciado» (Jn 15, 3). Y otra vez aparece lo mismo en la Oración sacerdotal: vosotros estáis consagrados en la verdad (cfr Jn 17, 17-19). Así encontramos ahora la estructura justa del proceso de purificación y de pureza: no somos nosotros quienes creamos lo que es bueno – esto sería un simple moralismo – sino que es la Verdad la que nos sale al encuentro. Él mismo es la Verdad, la Verdad en persona. La pureza es un acontecimiento dialógico. Comienza con el hecho de que Él nos sale al encuentro – Él, que es la Verdad y el Amor – nos toma de la mano, se compenetra con nuestro ser. En la medida en que nos dejamos tocar por Él, en el que el encuentro se convierte en amistad y amor, somos nosotros mismos, a partir de su pureza, personas puras y después personas que aman con su amor, personas que introducen a los demás en su pureza y en su amor.

Agustín resumió todo este proceso en esta bella expresión: Da quod iubes et iube quod vis – concede lo que mandas y después manda lo que quieres. Esta petición queremos ahora llevar ante el Señor y rezarle: sí, purifícanos en la verdad. Sé tú la Verdad que nos hace puros. Haz que mediante la amistad contigo lleguemos a ser libres y así verdaderamente hijos de Dios, haz que seamos capaces de sentarnos a tu mesa y de difundir en este mundo la luz de tu pureza y bondad. Amén.

[Traducción de la versión oficial italiana por Inma Álvarez

© Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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