El obispo según Benedicto XVI: Siervo “bueno, fiel y prudente”

Homilía de la ordenación de cinco obispos italianos

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CIUDAD DEL VATICANO, lunes 14 de septiembre de 2009 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el texto de la homilía del Papa del pasado sábado 12 de septiembre, con motivo de la ordenación episcopal de cinco sacerdotes italianos, monseñores Gabriele Caccia, Franco Coppola, Pietro Parolin, Raffaelo Martinelli y Giorgio Corbellini, en la Basílica de San Pedro.

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¡Queridos hermanos y hermanas!

Saludamos con afecto y nos unimos cordialmente a la alegría de estos cinco hermanos nuestros presbíteros, que el Señor ha llamado a ser sucesores de los apóstoles: monseñor Gabriele Giordano Caccia, monseñor Franco Coppola, monseñor Pietro Parolin, monseñor Raffaello Martinelli y monseñor Giorgio Corbellini. Agradezco a cada uno de ellos el fiel servicio que han hecho a la Iglesia trabajando en la Secretaría de Estado o en la Congregación para la Doctrina de la Fe o en la Gobernación del Estado de la Ciudad del Vaticano, y estoy seguro de que, con el mismo amor por Cristo y con el mismo celo por las almas, llevarán a cabo en los nuevos campos de acción pastoral el ministerio que hoy se les confía con la ordenación episcopal. Según la tradición apostólica, este sacramento se confiere mediante la imposición de las manos y la oración. La imposición de las manos se lleva a cabo en silencio. La palabra humana enmudece. El alma se abre en silencio a Dios, cuya mano se alarga hacia el hombre, lo toma para sí y, al mismo tiempo, lo cubre para protegerlo, para que seguidamente sea totalmente propiedad de Dios. Pero, como segundo elemento fundamental del acto de consagración, sigue después la oración. La ordenación episcopal es un acontecimiento de oración. Ningún hombre puede hacer a otro sacerdote u obispo. Es el Señor mismo quien, a través de la palabra de la oración y del gesto de la imposición de las manos, asume a ese hombre totalmente a su servicio, lo atrae en su mismo Sacerdocio. Él mismo consagra a los elegidos. Él mismo, el único Sumo Sacerdote, que ha ofrecido el único sacrificio por todos nosotros, le concede la participación en su Sacerdocio, para que su Palabra y su obra estén presentes en todos los tiempos.

Por este lazo entre la oración y el actuar de Cristo sobre el hombre, la Iglesia en su Liturgia ha desarrollado un signo elocuente. Durante la oración de Ordenación se abren sobre el candidato los Evangelios, el Libro de la Palabra de Dios. El Evangelio debe penetrar en él, la Palabra viviente de Dios debe, por así decir, impregnarle. El Evangelio, en el fondo, no es sólo palabra, Cristo mismo es el Evangelio. Con la Palabra, la misma vida de Cristo debe impregnar a ese hombre, para que llegue a ser enteramente una sola cosa con Él, que Cristo viva en él y de forma y contenido a su vida. De esta forma debe realizarse en él lo que en las lecturas de la Liturgia de hoy aparece como la esencia del ministerio sacerdotal de Cristo. El consagrado debe ser colmado del Espíritu de Dios y vivir a partir de Él. Debe llevar a los pobres el alegre anuncio, la libertad verdadera y la esperanza que hace vivir al hombre y le cura. Debe establecer el Sacerdocio de Cristo en medio de los hombres, el Sacerdocio al modo de Melquisedec, es decir, el reino de la justicia y de la paz. Como los 72 apóstoles enviados por el Señor, debe ser uno que trae la curación, que ayuda a curar la herida interior del hombre, su lejanía de Dios. El primer y esencial bien que el hombre necesita es la cercanía de Dios mismo. El reino de Dios, del que se habla en el pasaje evangélico de hoy, no es algo «junto» a Dios, una especie de condición del mundo: es sencillamente la presencia de Dios mismo, que es la fuerza que verdaderamente sana.

Jesús ha asumido estos múltiples aspectos de su Sacerdocio en la única frase: «El Hijo del Hombre no ha venido para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10, 45). Servir es por tanto entregarse a sí mismos; ser no sólo para sí mismos, sino para los demás, de parte de Dios y de cara a Dios: éste es el núcleo más profundo de la misión de Jesucristo y, a la vez,. La verdadera esencia de su Sacerdocio. Así, Él ha convertido el término «siervo» en su más alto título de honor. Con esto ha dado la vuelta a los valores, nos ha dado una nueva imagen de Dios y del hombre. Jesús no viene como uno de los amos de este mundo, sino que Él, que es el verdadero Amo, viene como siervo. Su Sacerdocio no es dominio, sino servicio: este es el nuevo Sacerdocio de Jesucristo a semejanza de Melquisedec.

San Pablo formuló la esencia del ministerio apostólico y sacerdotal de forma muy clara. Frente a las disputas, que había en la Iglesia de Corinto entre corrientes distintas que se referían a Apóstoles distintos, pregunta: ¿Pero qué es un Apóstol? ¿Qué es Apolo? ¿Qué es Pablo? Son servidores; cada uno como el Señor se lo ha concedido (cfr 1 Cor 3, 5). «Por tanto, que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, todo lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles» (1 Cor 4, 1s). En Jerusalén, e la última semana de su vida, Jesús mismo habló en dos parábolas de aquellos siervos a los cuales el Señor confía sus bienes en el tiempo del mundo, y reveló tres características del servicio de modo justo, en las que se concreta también la imagen del ministerio sacerdotal. Echemos finalmente una breve mirada sobre estas características, para contemplar, con los ojos de Je´sus mismo, la tarea que vosotros, queridos amigos, estáis llamados a asumir a partir de ahora.

La primera característica, que el Señor requiere del siervo, es la fidelidad. Se le ha confiado un gran bien, que no le pertenece. La Iglesia no es nuestra Iglesia, sino su Iglesia, la Iglesia de Dios. El siervo debe ar cuenta de cómo ha gestionado el bien que se le ha confiado. No vinculamos a los hombres a nosotros; no buscamos poder, prestigio, estima para nosotros mismos. Conducimos a los hombres hacia Jesucristo y así hacia el Dios vivo. Con ello le introducimos en la verdad y en la libertad, que deriva de la verdad. La fidelidad es altruismo, y precisamente así es liberadora para el propio ministro y para cuantos se le han confiado. Sabemos que las cosas en la sociedad civil, y no pocas veces en la Iglesia sufren por el hecho de que muchos de aquellos a quienes se les ha conferido una responsabilidad, trabajan para sí mismos y no para la comunidad, para el bien común. El Señor traza con pocas líneas una imagen del siervo malvado, que se pone a festejar y a pegar a sus dependientes, traicionando así la esencia de su encargo. En griego, la palabra que indica «fidelidad» coincide con la que indica «fe». La fidelidad del siervo de Jesucristo consiste precisamente también en el hecho de que no intenta adecuar la fe a las modas del tiempo. Solo Cristo tiene palabras de vida eterna, y estas palabras debemos llevar a la gente. Son el bien más precioso que se nos ha confiado. Una fidelidad semejante no tiene nada de estéril ni de estático; es creativa. El amo reprende a su siervo, que había escondido bajo tierra el bien que se le había entregado para evitar riesgos. Con esta aparente fidelidad el siervo en realidad había dejado de lado el bien del amo para poderse dedicar exclusivamente a sus propios asuntos. Fidelidad no es miedo, sino que está inspirada por el amor y por su dinamismo. El amo alaba al siervo que hizo fructificar sus bienes. La fe requiere ser transmitida: no se nos ha entregado para nosotros mismos, para la salvación personal de nuestra alma, sino para los demás, para este mundo y para nuestro tiempo. Debemos colocarla en este mundo, para que se convierta en ella en fuerza viva; para hacer aumentar en él la presencia de Dios.

La segunda característica, que Jesús pide al siervo, es la prudencia. Aquí es necesario eliminar inmediatamente un malentendido. La prudencia es una cosa mu
y distinta de la astucia. Prudencia, según la tradición filosófica griega, es la primera de las virtudes cardinales; indica el primado de la verdad, que mediante la «prudencia» se convierte en criterio de nuestra actuación. La prudencia exige la razón humilde, disciplinada y vigilante, que no se deja llevar por prejuicios; no juzga según deseos y pasiones, sino que busca la verdad – incluso la verdad incómoda. Prudencia significa ponerse en búsqueda de la verdad y actuar conforme a ella. El siervo prudente es ante todo un hombre de verdad y un hombre de razón sincera. Dios, por medio de Jesucristo, nos ha abierto de par en par la ventana de la verdad la cual, frente a nuestras solas fuerzas, resulta a menudo estrecha y sólo en parte transparente. Él nos muestra en la Sagrada Escritura y en la fe de la Iglesia la verdad esencial sobre el hombre, que imprime la dirección justa a nuestro actuar. Así, la primera virtud cardinal del sacerdote ministro de Jesucristo consiste en dejarse plasmar por la verdad que Cristo nos muestra. De esta forma seremos hombres perfectamente razonables, que juzgan en base al conjunto y no a partir de detalles casuales. No nos dejamos guiar por la pequeña ventana de nuestra astucia personal, sino de la gran ventana que Cristo nos ha abierto sobre toda la verdad, vemos al mundo y a los hombres y reconocemos así lo que cuenta verdaderamente en la vida.

La tercera característica de la que Jesús habla en las parábolas del siervo es la bondad: «Siervo bueno y fiel… toma parte en el gozo de tu Señor» (Mt 25, 21.23). Lo que se entiende con la característica de la «bondad» se nos puede aclarar si pensamos en el encuentro de Jesús con el joven rico. Este hombre se había dirigido a Jesús llamándole «Maestro bueno» y recibió una respuesta sorprendente: «¿Por qué me llamas bueno? Solo Dios es bueno» (Mc 10, 17s). Bueno en sentido pleno solo lo es Dios. Él es el Bien, el Bueno por excelencia, la Bondad en persona. En una criatura – en el hombre – ser bueno se basa por tanto necesariamente en una orientación profunda hacia Dios. La bondad crece al unirse interiormente al Dios vivo. La bondad presupone sobre todo una viva comunión con Dios. Y de hecho: ¿de quién se podría aprender la verdadera bondad sino de Aquel que nos ha amado hasta el final, hasta el extremo (cf. Jn 13, 1)? Llegamos a ser siervos buenos mediante nuestra relación viva con Jesucristo. Solo si nuestra vida se desarrolla en el diálogo con Él, solo si su ser, sus características penetran en no0sotros y nos plasman, podremos llegar a ser siervos verdaderamente buenos.

En el calendario de la Iglesia se recuerda hoy el Nombre de María. En ella que estaba totalmente unida al Hijo, a Cristo, los hombres en las tinieblas y en los sufrimientos de este mundo han encontrado el rostro de la Madre, que nos da valor para seguir adelante. En la tradición occidental el nombre «María» se ha traducido como «Estrella del Mar». En él se expresa precisamente esta experiencia: cuántas veces la historia en que vivimos parece como un mar oscuro que golpea amenazadoramente con sus olas la navecita de nuestra vida. Quizás la noche parece impenetrable. A menudo puede crearse la impresión de que sólo el mal tenga poder y de que Dios esté infinitamente alejado. A menudo entrevemos sólo de lejos la gran Luz, Jesucristo, que ha vencido la muerte y el mal. Pero entonces vemos muy cerca la luz que se encendió, cuando María dice: «He aquí la esclava del Señor». Vemos la clara luz de la bondad que emana de Ella. En la bondad con que Ella acogió y sale siempre de nuevo al encuentro de las grandes y pequeñas aspiraciones de muchos hombres, reconocemos de forma muy humana la bondad de Dios mismo. Con su bondad lleva siempre nuevamente a Jesucristo, y así la gran Luz de Dios, en el mundo. Él nos ha dado a su Madre como Madre nuestra, para que aprendamos de Ella el sí que nos hace ser buenos.

Queridos amigos, en esta hora rezamos por vosotros a la Madre del Señor, para que os conduzca siempre hacia su Hijo, fuente de toda bondad. Y rezamos para que seáis siervos fieles, prudentes y buenos y así podáis un día escuchar del Señor de la historia la palabra: Siervo bueno y fiel, toma parte en el gozo de tu señor. Amén.

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez

© Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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