CIUDAD DEL VATICANO, viernes 11 de diciembre de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos la segunda meditación de Adviento que dirigió en la mañana de este viernes el padre Raniero Cantalamessa, O.F.M. Cap., a Benedicto XVI y a sus colaboradores de la Curia Romana en la capilla «Redemptoris Mater» del Vaticano.
Ministros de la nueva alianza del Espíritu
1. El servicio del Espíritu
La otra vez comentamos la definición que Pablo da de los sacerdotes como «servidores de Cristo». En la segunda carta a los Corintios encontramos una afirmación aparentemente distinta. Escribe: » Él nos capacitó para ser ministros de una nueva Alianza, no de la letra, sino del Espíritu. Pues la letra mata mas el Espíritu da vida. Que si el ministerio de la muerte, grabado con letras sobre tablas de piedra, resultó glorioso hasta el punto de que no poder los hijos de Israel fijar su vista en el rostro de Moisés a causa de la gloria de su rostro, aunque pasajera, ¡cuánto más glorioso no será el ministerio del Espíritu!» (2 Corintios 3, 6-8).
Pablo se define a sí mismo y a sus colaboradores «ministros del Espíritu» y el ministerio apostólico un «servicio del Espíritu». La confrontación con Moisés y el culto de la antigua alianza, no deja en duda de que en este pasaje, como en muchos otros de la misma Carta, él habla del papel de los guías de la comunidad cristiana, es decir, de los apóstoles y de sus colaboradores.
Quien conoce la relación que para Pablo existe entre Cristo y el Espíritu sabe que no hay contradicción entre ser servidores de Cristo y el ser ministros del Espíritu, sino continuidad perfecta. El Espíritu del que se habla aquí es de hecho el Espíritu de Cristo. Jesús mismo explica el papel del Paráclito respecto a él mismo, cuando dice a los apóstoles: él tomará de lo mío y os lo anunciará, él os hará recodar lo que os he dicho, él dará testimonio de mí…
La definición completa del ministerio apostólico y sacerdotal es: servidores de Cristo en el Espíritu Santo. El Espíritu indica la cualidad o la naturaleza de nuestro servicio que es un servicio «espiritual» en el sentido fuerte del término; es decir, no solo en el sentido de que tiene por objeto el espíritu del hombre, su alma, sino también en el sentido de que tiene por sujeto, o por «agente principal», como decía Pablo VI, al Espíritu Santo. San Ireneo dice que el Espíritu Santo es «nuestra misma comunión con Cristo» (San Ireneo, Adv. Haer. III, 24, 1.).
Poco antes, en la misma segunda Carta a los Corintios, el Apóstol había ilustrado la acción del Espíritu Santo en los ministros de la nueva alianza con el símbolo de la unción: «Y es que es Dios el que nos conforta juntamente con vosotros en Cristo y el que nos ungió,y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones» (2 Corintios 1, 21 s.).
San Atanasio comenta así este texto: «El Espíritu está llamado y es unción y sello… la unción es el soplo del Hijo, de modo que el que posee el Espíritu pueda decir: ‘Nosotros somos el perfume de Cristo’. El sello representa a Cristo, de modo que quien está marcado con el sello pueda tener la forma de Cristo» (San Atanasio, Epístolas a Serapión, III, 3 (PG 26, 628 s.). En cuanto unción, el Espíritu Santo nos transmite el perfume de Cristo; en cuanto sello, su forma, o imagen. Ninguna dicotomía hay por tanto entre el servicio de Cristo y servicio del Espíritu, sino unidad profunda.
Todos los cristianos son «ungidos»; su mismo nombre no significa otra cosa que esto: «ungidos», a semejanza de Cristo, que es el Ungido por excelencia (cf. 1 Juan 2, 20.27). Pablo sin embargo está hablando aquí de la obra suya y de Timoteo («nosotros») hacia la comunidad («vosotros»); es evidente por ello que se refiere en particular a la unción y al sello del Espíritu recibidos en el momento de ser consagrados al ministerio apostólico, para Timoteo mediante la imposición de las manos del Apóstol (cf. 2 Timoteo 1,6).
Debemos absolutamente redescubrir la importancia de la unción del Espíritu porque en ella, estoy convencido, está encerrado el secreto de la eficacia del ministerio episcopal y presbiteral. Los sacerdotes son esencialmente consagrados, es decir, ungidos. «Nuestro Señor Jesús -se lee en la Presbyterorum ordinis – que el Padre santificó y envió al mundo (Juan 10,36), hizo partícipe a todo su cuerpo místico de esa unción del Espíritu que él ha recibido». El mismo decreto conciliar se preocupa sin embargo en seguida en claro la especificidad de la unción conferida por el sacramento del Orden. Por eso, dice, » los sacerdotes, en virtud de la unción del Espíritu Santo, están marcados por un carácter especial que los configura a Cristo Sacerdote, de modo que puedan actuar en nombre de Cristo cabeza» (PO, 1, 2).
2. La unción: figura, acontecimiento y sacramento
La unción, como la Eucaristía y la Pascua, es una de esas realidades que están presentes en todas las tres fases de la historia de la salvación. Está presente de hecho en el Antiguo Testamento como figura, en el Nuevo Testamento como acontecimiento y en el tiempo de la Iglesia como sacramento. En nuestro caso, la figura es dada por las diversas unciones practicadas en el Antiguo Testamento; el acontecimiento está constituido por la unción de Cristo, el Mesías, el Ungido, al que todas las figuras tendían como a su realización; el sacramento, está representado por ese conjunto de signos sacramentales que prevén una unción como rito principal o complementario.
En el Antiguo Testamento se habla de tres tipos de unción: la unción real, sacerdotal y profética, es decir, la unción de los reyes, de los sacerdotes y de los profetas, aunque en el caso de los profetas se trata en general de una unción espiritual y metafórica, es decir, sin un óleo material. En cada una de estas tres unciones, se delinea un horizonte mesiánico, es decir, la esperanza de un rey, de un sacerdote y de un profeta que será el Ungido por antonomasia, el Mesías.
Junto con la investidura oficial y jurídica, por la que el rey se convierte en el Ungido del Señor, la unción confiere también, según la Biblia, un real poder interior, comporta una transformación que viene de Dios y este poder, esta realidad vienen cada vez más identificados con el Espíritu Santo. Al ungir a Saúl como rey, Samuel dice: «¿No es el Señor quien te ha ungido como jefe de su pueblo Israel? Tu regirás al pueblo del Señor… Te invadirá entonces el Espíritu del Señor, entrarás en trance con ellos y quedarás cambiado en otro hombre» (1 Samuel 10, 1.6). El vínculo entre la unción y el Espíritu está sobre todo puesto a la luz en el conocido texto de Isaías: «El espíritu del Señor está sobre mi, por cuanto que me ha ungido» (Isaías 61, 1).
El Nuevo Testamento no duda en presentar a Jesús como el Ungido de Dios, en el que todas las unciones antiguas encuentran su cumplimiento. El título de Mesías, Cristo, que significa precisamente Ungido, es la prueba más clara de ello.
El momento o el acontecimiento histórico al que se hace remontar este cumplimiento es el bautismo de Jesús en el Jordán. El efecto de esta unción es el Espíritu Santo: «Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y con poder» (Hechos 10, 38); Jesús mismo, inmediatamente después de su bautismo, en la sinagoga de Nazaret, declaró: «El Espíritu del Señor está sobre mí; pues me ha ungido» (Lucas 4, 18). Jesús estaba ciertamente lleno del Espíritu Santo desde el momento de la encarnación, pero se trataba de una gracia personal, ligada a la unión hipostática, y por ello, incomunicable. Ahora en la unción recibe esa plenitud de Espíritu Santo que, como cabeza, podrá transm
itir a su cuerpo. La Iglesia vive en esta gracia capital (gratia capitis).
Los efectos de la triple unción – real, profética y sacerdotal – son grandiosos e inmeditados en el ministerio de Jesús. En virtud de la unción real, él derrota al reino de Satanás e instaura el Reino de Dios: «Si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios» (Mt 12.28); en virtud de la unción profética, «anuncia la buena noticia a los pobres»; en virtud de la unción sacerdotal, ofrece oraciones y lágrimas durante su vida terrena y al final se ofrece a si mismo en la cruz.
Tras haber estado presente en el Antiguo Testamento como figura y en el Nuevo Testamento como acontecimiento, la unción está presente ahora en la Iglesia como sacramento. El sacramento toma de la figura el signo y del acontecimiento el significado; toma de las unciones del Antiguo Testamento el elemento – el óleo, el crisma o ungüento perfumado – y de Cristo la eficacia salvífica. Cristo nunca fue ungido con óleo físico (aparte de la unción de Betania), ni nunca ungió a nadie con óleo físico. En él el símbolo ha sido sustituido por la realidad, por el «óleo de alegría» que es el Espíritu Santo.
Más que un sacramento único, la unción está presente en la Iglesia como un conjunto de ritos sacramentales. Come sacramentos en sí mismos, tenemos la confirmación (que a través de todas las transformaciones sufridas remite, como atestigua su nombre, al antiguo rito de la unción con el crisma) y la unción de los enfermos; como parte de otros sacramentos tenemos: la unción bautismal y la unción en el sacramento del orden. En la unción crismal que sigue al bautismo, se hace referencia explícita a la triple unción de Cristo: «Él mismo os consagra con el crisma de salvación; insertados en Cristo sacerdote, rey y profeta, sed siempre miembros de su cuerpo para la vida eterna».
De todas estas unciones, nos interesa en este momento la que acompaña al momento en que se confiere el Orden sagrado. En el momento en que unge con el sagrado crisma las palmas de cada ordenando arrodillado ante él, el obispo pronuncia estas palabras: «El Señor Jesucristo que el Padre ha consagrado en Espíritu Santo y poder te custodie para la santificación de su pueblo y para ofrecer el sacrificio».
Aún más explícita es la referencia a la unción de Cristo en la consagración episcopal. Ungiendo con óleo perfumado la cabeza del nuevo obispo, el obispo ordenante dice: «Dios, que te ha hecho partícipe del sumo sacerdocio de Cristo, infunda en tí su mística unción y con la abundancia de su bendición dé fecundidad a tu ministerio».
3. La unción espiritual
Hay un riesgo, que es común a todos los sacramentos: el de quedarse en el aspecto ritual y canónico de la ordenación, en su validez y licitud, y no dar suficiente importancia a la «res sacramenti», al efecto espiritual, a la gracia propia del sacramento, en este caso al fruto de la unción en la vida del sacerdote. La unción sacramental nos capacita para realizar ciertas acciones sagradas, como gobernar, predicar, instruir; nos da, por así decirlo, la autorización para hacer ciertas cosas, no necesariamente la autoridad al hacerlas; asegura la sucesión apostólica, ¡no necesariamente el éxito apostólico!
La unción sacramental, con el carácter indeleble (el «sello») que imprime en el sacerdote, es una fuente a la que podemos acudir cada vez que sentimos necesidad de ella, que podemos, por así decirlo, activar en cada momento de nuestro ministerio. Se realiza aquí la que en teología se llama la «reviviscencia» del sacramento. El sacramento, recibido en el pasado, «reviviscit«, vuelve a revivir y a liberar su gracia: en los casos extremos para que sea quitado el obstáculo del pecado (el obex), en otros casos, para que se remueva la pátina de la costumbre y se intensifique la fe en el sacramento. Sucede como con una ampolla de perfume. Nosotros podemos tenerlo en el bolsillo o apretarlo con la mano mientras queramos, pero si no lo abrimos el perfume no se difunde, es como si no estuviera.
¿Cómo nació esta idea de una unción actual? Una etapa importante la constituyó, una vez más, Agustín. Él interpreta el texto de la primera carta de Juan: «Habéis recibido la unción…» (1 Juan 2, 27), en el sentido de una unción continua, gracias a la cual el Espíritu Santo, maestro interior, nos permite comprender dentro lo que escuchamos desde fuera, A él se remonta la expresión «unción espiritual», spiritalis unctio, recogida en el himno Veni creator (San Agustín, Sobre la primera carta de Juan, 3,5 (PL 35, 2000); cf. 3, 12 (PL 35, 2004). San Gregorio Magno, como en muchas otras cosas, contribuyó a hacer popular, durante todo el medioevo, esta intuición agustiniana (Cf. San Agustín, Agostino, Sobre la primera carta de Juan, 3,13, PL 35, 2004 s.; cf. San Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios 30, 3, PL 76, 1222)..
Una nueva fase en el desarrollo del tema de la unción se abre con san Bernardo y san Buenaventura. Con ellos se afirma la nueva acepción, espiritual y moderna de unción, no unida tanto al tema del conocimiento de la verdad, cuanto al de la experiencia de la realidad divina. Comenzando a comentar el Cantar de los Cantares, san Bernardo dice: «Semejante cántico, sólo la unción lo enseña, solo la experiencia lo hace comprender» (San Bernardo, Sobre el Cántico —Sul Cantico–, I, 6, 11, ed. Cistercense, I, Roma 1957, p.7).. San Buenaventura identifica la unción con la devoción, concebida por él como «un sentimiento suave de amor hacia Dios suscitado por el recuerdo de los beneficios de Cristo» (San Bonaventura, IV, d.23,a.1,q.1, ed. Quaracchi, IV, p.589; Sermone III su S. Maria Maddalena, ed. Quaracchi, IX, p. 561).. Esta no depende de la naturaleza, ni de la ciencia, ni de las palabras o de los libros, sino del «don de Dios que es el Espíritu Santo» (Ibídem, VII, 5).
En nuestros días, se usan cada vez más los términos ungido y unción (anointed, anointing) para describir el actuar de una persona, la calidad de un discurso, de una predicación, pero con una diferencia de acento. En el lenguaje tradicional, la unción sugiere, como se ha visto, sobre todo la idea de suavidad y dulzura, tanto que da lugar, en su uso profano, a la acepción negativa de «eloquio o actitud meliflua e insinuante, a menudo hipócrita», y al adjetivo «untuoso», en el sentido de «persona o actitud desagradablemente ceremoniosa y servil».
En el uso moderno, más cercano al bíblico, sugiere más bien la idea de poder y fuerza de persuasión. Una predicación llena de unción es una predicación en la que se percibe, por así decirlo, el estremecimiento el Espíritu; un anuncio que mueve, que convence de pecado, que llega al corazón de la gente. Se trata de un componente exquisitamente bíblico del término, presente por ejemplo en el texto de los Hechos, donde se dice que Jesús «fue ungido en Espíritu y poder» (Hechos 10, 38).
La unción, en esta acepción, parece más un acto que un estado. Es algo que la persona no posee establemente, sino que la supera, la «inunda» en el momento, en el ejercicio de un cierto ministerio o en la oración.
Si la unción es dada por la presencia del Espíritu y es don suyo, ¿que podemos hacer para tenerla? Ante todo rezar. Hay una promesa explícita de Jesús: «El Padre celeste dará el Espíritu Santo a quien se lo pida!» (Lucas 11,13). Después romper también nosotros el vaso de alabastro como la pecadora en casa de Simón. El vaso es nuestro yo, quizás nuestro árido intelectualismo. Romperlo, significa negarnos a nosotros mismos, ceder a Dios, con un acto explícito, las riendas de nuestra vida. Dios no puede entregar su Espíritu a quien no se entrega e
nteramente a él.
4. Cómo lograr la unión del Espíritu
Apliquemos a la vida del sacerdote este riquísimo contenido bíblico y teológico ligado al tema de la unción. San Basilio dice que el Espíritu Santo «siempre estuvo presente en la vida del Señor, convirtiéndose en la unción y el compañero inseparable», de manera que «toda la actividad de Cristo se desarrolló en el Espíritu» (San Basilio, Sobre el Espíritu Santo XVI, 39 (PG 32, 140C). Recibir la unción significa, por tanto, tener al Espíritu Santo como «compañero inseparable» en la vida, hacer todo «en el Espíritu», en su presencia, con su guía. Ésta comporta una cierta pasividad, ser empujados, movidos, o, como dice Pablo «dejarse guiar por el Espíritu» (cf. Gálatas 5,18).
Todo esto se traduce exteriormente a veces en suavidad, calma, paz, dulzura, devoción, conmoción, otras veces en autoridad, poder, credibilidad, según las circunstancias, el carácter de cada quien y el cargo que desempeña. El ejemplo vivo es Jesús que, movido por el Espíritu, se manifiesta como manso y humilde de corazón, pero también, lleno de autoridad sobrenatural. Se trata de una condición caracterizada por una cierta luminosidad interior que permite hacer las cosas con facilidad y dominio. Algo así como el atleta que «está en forma» o como sucede cono la inspiración en el caso del poeta: un estado en el que logra dar lo mejor de sí mismo.
Nosotros, sacerdotes, tendremos que acostumbrarnos a pedir la unción del Espíritu antes de emprender una acción importante al servicio del Reino: cuando hay que tomar una decisión, cuando hay que hacer un nombramiento, cuando hay que escribir un documento, cuando hay que presidir una comisión, cuando hay que preparar una predicación. Yo lo he aprendido a cuenta propia. En ocasiones, he tenido que dirigir la palabra a un gran auditorio, en un idioma extranjero, quizá recién llegado de un largo viaje. Oscuridad total. El idioma en el que tenía que hablar me parecía que nunca la había hablado, sentía incapacidad para concentrarme en un esquema, en un tema. Y el canto inicial estaba a punto de acabar… Entonces me he acordado de la unción y, de prisa, he elevado una breve oración: «¡Padre, en nombre de Cristo, te pido la unción del Espíritu!».
A veces, el efecto es inmediato. Se experimenta casi físicamente la venida sobre sí mismo de la unción. Una cierta conmoción atraviesa al cuerpo: claridad de mente, serenidad de alma; desaparece el cansancio, el nerviosismo, todo miedo y toda timidez; se experimenta algo de la calma y de la autoridad misma de Dios.
Muchas de mis oraciones, como me imagino las de todo cristiano, no han sido escuchadas, sin embargo, casi nunca queda sin escuchar esta oración por la unción. Parece que ante Dios tenemos una especie de derecho a reclamarla. Después he reflexionado algo en esta posibilidad. Por ejemplo, si tengo que hablar de Jesucristo, hago una alianza secreta con Dios Padre, sin que lo sepa Jesús, y digo: «Padre, tengo que hablar de tu Hijo, Jesús, a quien tú tanto amas: dame la unción de tu Espíritu para llegar al corazón de la gente». Si tengo que hablar de Dios Padre, por el contrario, llego a un acuerdo secreto con Jesús… La doctrina de la Trinidad es maravillosa también en este sentido.
5. Ungidos para difundir en el mundo el buen olor de Cristo
En el mismo contexto de la segunda carta a los Corintios, el apóstol, haciendo siempre referencia al ministerio apostólico, desarrolla la metáfora de la unción con la del olor que es su efecto. Escribe: «¡Gracias sean dadas a Dios, que nos lleva siempre en su triunfo, en Cristo, y por nuestro medio difunde en todas partes el olor de su conocimiento! Pues nosotros somos para Dios el buen olor de Cristo» (2 Corintios 2, 14-15).
Esto es lo que debería ser el sacerdote: ¡el buen olor de Cristo en el mundo! Pero el apóstol nos pone en guardia, añadiendo después: «llevamos este tesoro en recipientes de barro» (2 Corintios 4,7). Sabemos demasiado bien, por la dolorosa y humillante experiencia reciente, todo lo que esto significa. Jesús decía a los apóstoles: «Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres» (Mateo 5, 13). La verdad de esta frase de Cristo se encuentra dolorosamente ante nuestra mirada. También el ungüento, si pierde el olor y se desvirtúa, se transforma en lo contrario, en olor nauseabundo, en vez de atraer a Cristo aleja de él.
En parte para responder a esta situación, el Santo Padre ha convocado este año sacerdotal. Lo dice abiertamente en la carta de convocación: «hay situaciones, nunca bastante deploradas, en las que la Iglesia misma sufre por la infidelidad de algunos de sus ministros. En estos casos, es el mundo el que sufre el escándalo y el abandono».
La carta del Papa no se limita a esta constatación, de hecho añade: «lo más conveniente para la Iglesia no es tanto resaltar escrupulosamente las debilidades de sus ministros, cuanto renovar el reconocimiento gozoso de la grandeza del don de Dios, plasmado en espléndidas figuras de pastores generosos, religiosos llenos de amor a Dios y a las almas».
La revelación de las debilidades también debe hacerse para hacer justicia a las víctimas y la Iglesia ahora lo reconoce y la aplica lo mejor que puede, pero debe hacerse en otra sede y, en todo caso, no vendrá de ahí el empuje para una renovación del ministerio sacerdotal. Yo he pensado en este ciclo de meditaciones sobre el sacerdocio precisamente como una pequeña contribución en la dirección auspiciada por el Santo Padre. Quisiera que dejar que hable en mi lugar el seráfico padre, san Francisco. En un momento en el que la situación moral del clero era sin comparación más triste que la de hoy, en su Testamento, escribe: «El Señor me dio, y me sigue dando, tanta fe en los sacerdotes que viven según la norma de la santa Iglesia romana, por su ordenación, que, si me persiguieran, quiero recurrir a ellos. Y si tuviese tanta sabiduría como la que tuvo Salomón y me encontrase con los pobrecillos sacerdotes de este siglo, en las parroquias donde viven, no quiero predicar al margen de su voluntad. Y a todos los demás sacerdotes quiero temer, amar y honrar como a mis señores. Y no quiero ver pecado en ellos, porque en ellos miro al Hijo de Dios y son mis señores. Y lo hago por esto: porque en este siglo no veo nada físicamente del mismo altísimo Hijo de Dios, sino su santísimo cuerpo y santísima sangre, que ellos reciben y solos ellos administran a los demás».
En el texto citado al inicio, Pablo habla de la «gloria» de los ministros de la Nueva Alianza del Espíritu, inmensamente más elevada que la antigua. Esta gloria no procede de los hombres y no puede ser destruida por los hombres. El santo cura difundía ciertamente alrededor suyo el buen olor de Cristo y por este motivo las muchedumbres acudían a Ars; más cerca de nosotros, el padre Pío de Pietrelcina difundía el olor de Cristo, a veces incluso con un perfume físico, como lo atestiguan innumerables personas dignas de fe. Muchos sacerdotes, ignorados por el mundo, son en su ambiente el buen olor de Cristo y del Evangelio. El «cura rural» de Bernanos tiene innumerables compañeros difundidos por el mundo, en la ciudad como en el campo.
El padre Lacordaire trazó un perfil del sacerdote católico, que hoy día puede parecer demasiado optimista e idealizado, pero volver a encontrar el ideal y el entusiasmo por el ministerio sacerdotal es precisamente lo que hace falta en este momento y, por este motivo, lo volvemos a escuchar al concluir esta meditación: «Vivir en medio del mundo sin ningún deseo por los propios placeres; ser miembro de toda familia, sin pertenecer a ninguna de
ellas; compartir todo sufrimiento; quedar al margen de todo secreto; curar toda herida; ir todos los días desde los hombres hacia Dios para ofrecerles su devoción y sus oraciones, y regresar desde Dios a los hombres para llevarles su perdón y su esperanza; tener un corazón de acero por la castidad y un corazón de carne para la caridad; enseñar y perdonar, consolar y bendecir y ser bendecido para siempre. Oh Dios, ¿qué tipo de vida es éste? ¡Es tu vida, sacerdote de Jesucristo!» (H. Lacordaire, citado por D. Rice, Shattered Vows, The Blackstaff Press, Belfast 1990, p.137).
[Traducción del original italiano realizada por Inma Álvarez y Jesús Colina]