ROMA, lunes 14 de diciembre de 2009 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que Benedicto XVI dirigió este domingo a los enfermos y al personal médico y asistencial de la Casa de Caridad del Sagrado Corazón de Jesús de Roma, durante su visita a este centro donde se proporcionan gratuitamente cuidados paliativos a enfermos terminales.
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¡Queridos hermanos y hermanas!
He aceptado con gusto la invitación a hacer una visita a la Casa-Asilo de la Fundación Roma y estoy muy contento de estar entre vosotros. Dirijo mi cordial saludo al Cardenal Vicario Agostino Vallini, a los Excelentísimos Obispos Auxiliares y a los Sacerdotes presentes. Agradezco mucho al Profesor Emmanuele Emanuele, Presidente de la Fundación Roma, y a Don Leopoldo dei Duchi Torlonia, Presidente del Círculo de San Pedro, por las significativas palabras que me han dirigido amablemente. Con ellos saludo a la Dirección de la Casa-Asilo de la Fundación Roma, a su Presidente, el Señor Alessandro Falez, al Personal sanitario, de enfermería y administrativo, a las Hermanas y a cuantos prestan de diversas maneras su servicio en esta venerable institución. Muestro un particular aprecio a los Voluntarios del Círculo de San Pedro, de los que conozco el celo y la generosidad con los que llevan ayuda y consuelo a los enfermos y a sus familiares. La Casa-Asilo de la Fundación Roma nació en 1998, con la denominación de Casa de Caridad del Sagrado Corazón, por iniciativa del entonces Presidente General del Círculo de San Pedro, Don Marcello dei Marchesi Sacchetti, a quien saludo con viva y grata deferencia. La tarea de esta institución es el cuidado de los pacientes terminales, para aliviar el sufrimiento tanto como sea posible y acompañarles con cariño durante la enfermedad. Los internos de la Casa-Asilo, en once años, han pasado de tres a más de treinta, con un seguimiento diario por parte de los médicos, las enfermeras y los voluntarios. A ellos debemos añadir los noventa asistidos a domicilio. Todo ello contribuye a hacer de la Casa-Asilo de la Fundación Roma, que con el tiempo se ha enriquecido con la Unidad de Alzheimer y con un proyecto de asistencia experimental dirigido a personas afectadas por la Esclerosis Lateral Amiotrófica, una realidad particularmente significativa, en el panorama de la sanidad romana.
¡Queridos amigos! Sabemos que algunas graves patologías producen inevitablemente en los enfermos momentos de crisis, de desfallecimiento y una seria confrontación con su situación personal. Los progresos en las ciencias médicas a menudo ofrecen los instrumentos necesarios para afrontar este desafío, al menos en lo que se refiere a los aspectos físicos. Sin embargo, no siempre es posible encontrar cura para cada enfermedad y, en consecuencia, en las casas de acogida y en las estructuras sanitarias de todo el mundo nos tropezamos a menudo con el sufrimiento de tantos hermanos y hermanas incurables, y muchas veces en fase terminal. Hoy, la prevalente mentalidad de la máxima eficacia tiende a menudo a marginar a estas personas, considerándolas una carga y un problema para la sociedad. Quien tiene sentido de la dignidad humana sabe, en cambio, que deben ser respetados y apoyados mientras afrontan la dificultad y el sufrimiento ligado a su estado de salud. Con ese objetivo, hoy se recurre cada vez más a la utilización de los cuidados paliativos, que pueden aliviar el dolor derivado de la enfermedad y ayudar a las personas enfermas a vivirla con dignidad. Sin embargo, además de los indispensables cuidados clínicos, hay que ofrecer a los enfermos gestos concretos de amor, de cercanía y de cristiana solidaridad para salir al encuentro de su necesidad de comprensión, de consuelo y de constante ánimo. Es lo que se realiza con éxito aquí, en la Casa-Asilo de la Fundación Roma, que coloca en el centro de su compromiso el cuidado y la acogida urgente de los enfermos y de sus familias, en consonancia con lo que enseña la Iglesia, la cual, a través de los siglos, se ha mostrado siempre como madre amorosa de los que sufren en el cuerpo y en el espíritu. Al complacerme por la encomiable obra desarrollada, deseo alentar a cuantos, haciéndose iconos concretos del buen samaritano, que “tiene compasión y cuida del prójimo” (cf Lc 10,34), ofrecen cotidianamente a sus acogidos y a sus congénitos una asistencia adecuada y atenta a las necesidades de cada uno.
Queridos enfermos, queridas familias, acabo de conoceros personalmente y he visto en vuestros ojos la fe y la fuerza que os sostienen en las dificultades. He venido para ofrecer a cada uno un concreto testimonio de cercanía y de afecto. Os aseguro mi oración, y os invito a encontrar en Jesús apoyo y consuelo, para no perder nunca la confianza y la esperanza. Vuestra enfermedad es una prueba bien dolorosa y singular, pero ante el misterio de Dios, que ha asumido nuestra carne mortal, adquiere su sentido y se convierte en don y ocasión de santificación. Cuando el sufrimiento y las molestias se vuelvan más fuertes, pensad que Cristo os está asociando a su cruz porque quiere decir a través vuestro una palabra de amor a cuantos han perdido el camino de la vida y, encerrados en su propio vacío egoísmo, viven en el pecado y en la lejanía de Dios. De hecho, vuestro estado de salud da testimonio de que la vida verdadera no está aquí, sino cerca de Dios, donde cada uno de nosotros encontrará su alegría si humildemente ha seguido los pasos del hombre más verdadero: Jesús de Nazaret, Maestro y Señor.
El tiempo de Adviento, en el que estamos inmersos, nos habla de la visita de Dios y nos invita a prepararle el camino. A la luz de la fe podemos leer en la enfermedad y en el sufrimiento una particular experiencia del Adviento, una visita de Dios que de manera misteriosa viene al encuentro para liberar de la soledad y del sinsentido y transformar el dolor en momento de encuentro con Él, de esperanza y de salvación. El Señor viene, ¡está aquí, junto a nosotros! Que esta certeza cristiana nos ayude a comprender también la “tribulación” como la manera como Él puede salir al encuentro y convertirse para cada uno en el “Dios cercano” que libera y salva. La Navidad, para la que nos estamos preparando, nos ofrece la posibilidad de contemplar al Niño Santo, la luz verdadera que viene a este mundo para manifestar “la gracia salvadora de Dios a todos los hombres (Tt 2,11). A él, con los sentimientos de María, nos confiamos totalmente a nosotros mismos, nuestra vida y nuestras esperanzas. ¡Queridos hermanos y hermanas! Con estos pensamientos invoco para cada uno de vosotros, la maternal protección de la Madre de Jesús, que el pueblo cristiano en la tribulación invoca como Salus infirmorum y os imparto de corazón una especial Bendición Apostólica, prenda de espiritual y profunda alegría y de auténtica paz en el Señor.
[Traducción del original italiano por Patricia Navas
© Libreria Editrice Vaticana]