Benedicto XVI hace su balance del año 2009

Discurso a los colaboradores de la Curia Romana

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CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 21 diciembre 2009 (ZENIT.org).- Publicamos el balance del año 2009 que realizó Benedicto XVI en el discurso que dirigió, en la mañana de este lunes, a los cardenales y miembros de la Curia Romana y de la Gobernación de la Ciudad del Vaticano, en la tradicional audiencia con motivo del intercambio de felicitaciones por la Navidad.

 

* * *

Señores cardenales,

venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado,

queridos hermanos y hermanas:

La solemnidad de la santa Navidad, como acaba de señalar el cardenal decano Angelo Sodano, es, para los cristianos, una ocasión muy especial de encuentro y de comunión. Ese Niño que adoramos en Belén, nos invita a sentir el inmenso amor de Dios, ese Dios que bajó del cielo y que se nos ha hecho cercano a cada uno de nosotros para hacernos sus hijos, parte de su propia Familia. También esta tradicional cita de Navidad del sucesor de Pedro con sus más estrechos colaboradores es una reunión de familia, que fortalece los vínculos de afecto y de comunión, para formar cada vez más ese «Cenáculo permanente», consagrado a la difusión del reino de Dios, recordado hace un momento. Doy las gracias al cardenal decano por las cordiales palabras con las que se ha hecho intérprete de los sentimientos de buena voluntad del Colegio cardenalicio, de los miembros de la Curia Romana y de la Gobernación, como también de todos los representantes pontificios que están profundamente unidos con nosotros en llevar a los hombres de nuestro tiempo esa luz que nació en el pesebre de Belén. Al daros la bienvenida con gran alegría, deseo también expresar mi gratitud a todos por el servicio generoso y competente que prestáis al Vicario de Cristo y la Iglesia.

Otro año lleno de acontecimientos importantes para la Iglesia y para el mundo está llegando a su fin. Con una mirada retrospectiva llena de gratitud sólo quisiera en este momento llamar la atención sobre algunos puntos clave para la vida eclesial. Del Año Paulino hemos pasado al Año Sacerdotal. De la imponente figura del apóstol de los gentiles que, impresionado por la luz de Cristo resucitado y por su llamada, llevó el Evangelio a los pueblos del mundo, hemos pasado la figura humilde del cura de Ars, que durante toda su vida se mantuvo en el pequeño pueblo que se le había confiado y que, sin embargo, precisamente en la humildad de su servicio hizo ampliamente visible en el mundo la bondad reconciliadora de Dios. A partir de ambas figuras se manifiesta el amplio alcance del ministerio sacerdotal y se hace evidente cómo es grande precisamente lo que es pequeño y cómo, a través del servicio aparentemente pequeño de un hombre, Dios puede hacer cosas grandes, purificar y renovar el mundo desde dentro.

Para la Iglesia y para mí personalmente, el año que está terminando ha estado en gran parte bajo el signo de África. Primero fue el viaje a Camerún y Angola. Fue conmovedor para mí experimentar la gran cordialidad con la que el sucesor de Pedro, el Vicarius Christi, era acogido. La alegría festiva y afecto cordial, que me salían al encuentro en todas las calles, no se referían, simplemente, a un huésped causal cualquiera. En el encuentro con el Papa se hacía experimentable la Iglesia universal, la comunidad que abraza al mundo y es reunida por Dios mediante Cristo, comunidad que no se funda en intereses humanos, sino que se nos ofrece desde la atención amorosa de Dios por nosotros. Todos juntos somos la familia de Dios, hermanos y hermanas en virtud de un único Padre: ésta fue la experiencia vivida. Y se experimentaba que la atención amorosa de Dios en Cristo para nosotros no es algo del pasado o teorías eruditas, sino una realidad muy concreta, aquí y ahora. Precisamente Él está entre nosotros: esto lo hemos percibido a través del ministerio del Sucesor de Pedro. Así nos elevábamos por encima de la simple cotidianeidad. El cielo estaba abierto, y esto es lo que hace de un día una fiesta. Es a la vez algo duradero. Sigue siendo cierto, incluso en la vida cotidiana, que el cielo ya no está cerrado, que Dios está cerca; que en Cristo todos nos pertenecemos unos a otros.

De modo particularmente profundo ha quedado impreso en mi memoria el recuerdo de las celebraciones litúrgicas. Las celebraciones de la Eucaristía eran verdaderas fiestas de la fe. Quisiera mencionar dos elementos que me parecen particularmente importantes. Había ante todo una gran alegría compartida, que se expresa también a través del cuerpo, pero de una forma disciplinada y orientada por la presencia del Dios vivo. Con esto ya se indica el segundo elemento: el sentido de la sacralidad, del misterio presente del Dios viviente, plasmaba, por así decirlo, cada gesto individual. El Señor está presente, el Creador, Aquel a quien todo pertenece, del que procedemos y hacia el que estamos en camino. Espontáneamente me venían a la mente las palabras de san Cipriano, que en su comentario al Padrenuestro escribe: «Recordemos que estamos bajo la mirada de Dios. Debemos agradar a los ojos de Dios, tanto con la actitud de nuestro cuerpo como con el uso de nuestra voz»(De dom. or. 4. CSEL III 1 p 269). Sí, esta conciencia estaba allí presente: estamos en presencia de Dios. De esto no se deriva miedo o inhibición, ni tampoco una obediencia exterior a las normas, y menos aún un deseo de aparecer ante los otros, o gritar de modo indisciplinado. Se dio más bien lo que los Padres llamaban «sobria ebrietas«: estar llenos de una alegría que sin embargo permanece sobria y ordenada, que une a las personas desde el interior, llevándolas a la alabanza comunitaria de Dios, una alabanza que al mismo tiempo suscita el amor al prójimo, la responsabilidad mutua.

Naturalmente, formaba parte del viaje a África sobre todo el encuentro con los hermanos en el ministerio episcopal y la inauguración del Sínodo de África mediante la entrega del Instrumentum laboris. Esto tuvo lugar en el contexto de un coloquio por la noche en la fiesta de san José, un diálogo en el que los representantes de cada episcopado expusieron de forma conmovedora sus esperanzas y sus preocupaciones. Yo creo que el buen amo de la casa, san José, que personalmente conoce bien lo que significa reflexionar, en una actitud de solicitud y esperanza, sobre los caminos futuro de la familia, nos escuchó con amor y nos ha acompañado incluso durante el mismo Sínodo . Echemos un rápido vistazo al Sínodo. Con ocasión de mi visita a África se puso de manifiesto ante todo la fuerza teológica y pastoral del Primado Pontificio, como un punto de convergencia para la unidad de la Familia de Dios. Allí, en el Sínodo, surgió aún más fuertemente la importancia de la colegialidad, de la unidad de los obispos, que reciben su ministerio precisamente por el hecho de que entran en la comunidad de los sucesores de los apóstoles: cada uno es obispo, sucesor de los apóstoles en la medida en que participa de la comunidad de aquellos en los cuales continúa el Collegium Apostolorum en la unidad con Pedro y con su sucesor. Al igual que en la liturgia en África y, después, de nuevo, en San Pedro en Roma, la renovación litúrgica del Concilio Vaticano II ha tomado forma de manera ejemplar, así en la comunión del Sínodo se ha vivido de modo práctico la eclesiología del Concilio. Eran también conmovedores los testimonios que pudimos escuchar de los fieles procedentes de África, testimonios de sufrimiento y de reconciliación concretos en las tragedias de la historia reciente del Continente.

El Sínodo se había propuesto el tema: La Iglesia en África al servicio de la reconciliación, de la justicia y de la paz. Este es un tema teológico y sobre todo pastoral, de una actualidad acuciante, pero también podría ser malinterpretado como un tema político. La tarea de los obispos er
a transformar la teología en pastoral, es decir, en un ministerio pastoral muy concreto, en el que las grandes visiones de la Sagrada Escritura y de la Tradición se aplicasen a la labor de los obispos y de los sacerdotes en un tiempo y en un lugar determinados. Pero en esto no se debía ceder a la tentación de tomar personalmente parte en la política y de convertir a los pastores en líderes políticos. De hecho, la cuestión muy concreta frente a la cual los pastores se encontraban continuamente es precisamente esta: ¿cómo podemos ser realistas y prácticos, sin arrogarnos una competencia política que no nos corresponde? Podríamos también decir: se trataba del problema de una laicidad positiva, practicada e interpretada de modo justo. Este es también un tema principal de la encíclica, publicada el día de los santos Pedro y Pablo, «Caritas in veritate«, que de este modo ha recogido y desarrollado posteriormente la cuestión sobre la colocación teológica y concreta de la Doctrina Social de la Iglesia.

¿Consiguieron los Padres sinodales encontrar el camino más bien estrecho entre una simple teoría teológica y la acción política inmediata, el camino del «pastor»? En mi breve discurso en la conclusión del Sínodo contesté afirmativamente, de modo consciente y explícito, a esta pregunta. Naturalmente, en la elaboración del documento postsinodal, deberemos tener cuidado por mantener ese equilibrio y ofrecer así esa contribución para la Iglesia y la sociedad en África, que ha sido confiada a la Iglesia en virtud de su misión. Quisiera tratar de explicar esto brevemente a propósito de un solo punto. Como ya se ha dicho, el tema del Sínodo designa tres palabras fundamentales de la responsabilidad teológica y social: reconciliación – justicia – paz. Se podría decir que la reconciliación y la justicia son los dos presupuestos esenciales de la paz y que por tanto, en cierta medida, definen también su naturaleza. Limitémonos a la palabra «reconciliación». Una mirada sobre los sufrimientos y las penas de la historia reciente de África, pero también en muchas otras partes de la tierra, muestra que los conflictos no resueltos y profundamente arraigados pueden llevar dar lugar, en ciertas situaciones, a explosiones de violencia en las que el sentido de la humanidad parece haberse perdido. La paz sólo puede lograrse si se llega a una reconciliación interior. Podemos considerar como ejemplo positivo de un proceso de reconciliación que está alcanzando su logro la historia de Europa tras la Segunda Guerra Mundial. El hecho de que desde 1945 en Europa occidental y central ya no haya habido guerras se funda seguramente de un modo determinante en estructuras políticas y económicas inteligentes y éticamente orientadas, pero éstas pudieron desarrollarse sólo porque existían procesos internos de reconciliación, que han hecho posible una convivencia nueva. Toda sociedad necesita reconciliación para que pueda existir la paz. Las reconciliaciones son necesarias para una buena política, pero no se pueden lograr únicamente con ella. Son procesos pre-políticos y deben surgir de otras fuentes.

El Sínodo trató de examinar profundamente el concepto de reconciliación como una tarea para la Iglesia de hoy, llamando la atención sobre sus distintas dimensiones. La llamada que san Pablo dirigió a los Corintios posee hoy precisamente una nueva actualidad. «Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!» (2 Corintios 5, 20). Si el hombre no se ha reconciliado con Dios, está en discordia también con la creación. No está reconciliado consigo mismo, quisiera ser otro distinto del que es y por lo tanto tampoco estaría reconciliado con el prójimo. También forman parte de la reconciliación la capacidad de reconocer la culpa y de pedir perdón: a Dios y al otro. Y, por último pertenece al proceso de reconciliación la disponibilidad a la penitencia, la disponibilidad a sufrir hasta el fondo por una culpa y a dejarse transformar. Y forma parte de ese proceso la gratuidad, de la que la encíclica «Caritas in veritate» habla repetidamente: la disponibilidad a ir más allá de lo necesario, a no pedir cuentas, sino a ir más allá de lo que exigen las simples condiciones jurídicas. Forma parte esa generosidad de la que Dios mismo nos dio ejemplo. Pensemos en las palabras de Jesús: «Si traes tu ofrenda al altar y allí te acuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda «(Mateo 5, 23s.).

Dios, que sabía que no estamos reconciliados, que veía que tenemos algo contra Él, se levantó y salió a nuestro encuentro, aunque sólo Él tenía la razón de su parte. Nos salió al encuentro hasta la Cruz, para reconciliarnos. Esto es la gratuidad: la disponibilidad para dar el primer paso. Salir en primer lugar al encuentro del otro, ofrecerle la reconciliación, asumir el sufrimiento que implica la renuncia a tener razón. No ceder en la voluntad de reconciliación: de esto Dios nos dio el ejemplo, y esta es la manera de llegar a ser como Él, una actitud que necesitamos continuamente en el mundo. Hoy tenemos que aprender nuevamente la capacidad de reconocer la culpa, tenemos que sacudirnos de encima la ilusión de ser inocentes. Debemos aprender la capacidad de hacer penitencia, de dejarnos transformar; de salir al encuentro del otro y de hacernos dar por Dios el valor y la fuerza para una renovación así. En nuestro mundo de hoy, debemos redescubrir el sacramento de la penitencia y de la reconciliación. El hecho de que éste haya desaparecido en gran medida de los hábitos existenciales de los cristianos es un síntoma de una pérdida de la verdad sobre nosotros mismos y sobre Dios, una pérdida que pone en peligro a nuestra humanidad y disminuye nuestra capacidad para la paz. San Buenaventura opinaba que el sacramento de la penitencia era un sacramento de la humanidad como tal, un sacramento que Dios había instituido, en su esencia, ya inmediatamente después del pecado original con la penitencia impuesta a Adán, a pesar de que sólo pudo obtener su forma completa en Cristo, que es personalmente la fuerza reconciliadora de Dios y que tomó sobre sí nuestra penitencia. De hecho, la unidad de la culpa, la penitencia y el perdón es una de las condiciones fundamentales de la verdadera humanidad, condiciones que en el sacramento alcanzan su forma completa, pero que, en sus raíces, forman parte de las personas humanas como tal. El Sínodo de los Obispos para África, por lo tanto, ha incluido adecuadamente en sus reflexiones rituales de reconciliación de la tradición africana como lugares de aprendizaje y preparación para la gran reconciliación que Dios nos da en el sacramento de la penitencia. Esta reconciliación, sin embargo, requiere el amplio «atrio» del reconocimiento de la culpa y de la humildad de la penitencia. La reconciliación es un concepto pre-político y una realidad pre-política, y precisamente por esto es de suma importancia para la tarea de la misma política. Si no se crea en los corazones la fuerza de la reconciliación, falta al compromiso político para la paz su presupuesto interior. En el Sínodo los Pastores de la Iglesia han estado trabajando por esa purificación del hombre interior, que constituye la condición preliminar esencial para la construcción de la justicia y la paz. Sin embargo, esta purificación y maduración interior hacia una verdadera humanidad no pueden existir sin Dios.

Reconciliación;
con esta palabra-clave me viene a la mente el segundo gran viaje del año que concluye: la peregrinación a Jordania y a Tierra Santa. En este sentido, quisiera dar las gracias ante todo al rey de Jordania por la gran hospitalidad con la que me acogió y acompañó durante todo el desarrollo de mi peregrinación. Mi gratitud se dirige también a la manera ejemplar con la que él se compromete a favor de la convivencia pacífica entre cristianos y musulmanes, a favor del respeto de la religión del otro y a favor de la colaboración en la común responsabilidad ante Dios. Doy también gracias de corazón al gobierno de Israel por todo lo que ha hecho para que la visita pudiera desarrollarse de manera pacífica y segura. Me siento particularmente agradecido por la posibilidad que se me concedió de celebrar dos grandes liturgias públicas, en Jerusalén y en Nazaret, en las que los cristianos pudieron presentarse públicamente como comunidad de fe en Tierra Santa. Por último, mi acción de gracias se dirige a la Autoridad Palestina, que también me acogió con gran cordialidad e hizo posible una celebración litúrgica pública en Belén, y me permitió conocer los sufrimientos y esperanzas de su territorio. Todo lo que se puede ver en esos países clama reconciliación, justicia, paz. La visita a Yad Vashem supuso un encuentro sobrecogedor con la crueldad de la culpa humana, con el odio de una ideología ciega que, sin justificación alguna, entregó a millones de personas humanas a la muerte y que, de este modo, en último término, quiso expulsar del mundo incluso a Dios, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, y el Dios de Jesucristo. De este modo es en primer lugar un monumento conmemorativo contra el odio, un llamamiento apremiante a la purificación y al perdón, al amor. Precisamente este monumento a la culpa humana hizo aún más importante la visita a los lugares de la memoria de la fe y permitió percibir su inalterada actualidad. En Jordania vimos el punto más bajo de la tierra, en el río Jordán. Cómo no sentirse interpelados por la Carta a los Efesios, según la cual, Cristo «descendió a las regiones inferiores de la tierra» (Efesios 4, 9). En Cristo, Dios descendió hasta la última profundidad del ser humano, hasta la noche del odio y de la ceguera, hasta la oscuridad de la lejanía del hombre de Dios para encender allí la luz de su amor. Él está presente incluso en la noche más profunda: incluso en el abismo «allí te encuentro», dice el Salmo 139 [138], 8. Esta frase se ha hecho realidad en el descenso de Jesús. De este modo, el encuentro con los lugares de la salvación en la iglesia de la anunciación, en Nazaret, en la gruta de la Natividad en Belén, en el lugar de la crucifixión en el Calvario, ante el sepulcro vacío, testimonio de la resurrección, ha sido como tocar la historia de Dios con nosotros. La fe no es un mito. Es historia real, cuyas huellas podemos tocar con la mano. Este realismo de la fe nos ayuda particularmente en las vicisitudes del presente. Dios se ha manifestado verdaderamente. En Jesucristo se ha hecho verdaderamente carne. Como Resucitado, sigue siendo verdadero Hombre, abre continuamente nuestra humanidad a Dios y siempre es el garante de que Dios es un Dios cercano. Sí, Dios vive y está en relación con nosotros. A pesar de toda su grandeza es el Dios cercano, el Dios-con-nosotros, que nos dice continuamente: ¡Dejaos reconciliar conmigo y entre vosotros! Siempre pone en nuestra vida personal y comunitaria la tarea de la reconciliación.

Por último, quisiera dirigir unas palabras de gratitud y de alegría por mi viaje a la República Checa. Antes de ese viaje siempre me advirtieron de que es un país con una mayoría de agnósticos y ateos, en el que los cristianos ya sólo constituyen una minoría. Por eso fue particularmente alegre la sorpresa al constatar que por doquier me rodeaba una gran cordialidad y amistad; que se celebraban grandes liturgias en una atmósfera gozosa de fe; que en el ámbito de las universidades y de la cultura mi palabra encontraba una viva atención; que las autoridades del Estado me han dispensado gran cortesía y han hecho todo lo posible para contribuir al éxito de la visita. Siento la tentación de decir algo sobre la belleza del país y sobre los magníficos testimonios de la cultura cristiana, que hacen que esa belleza sea perfecta. Pero considero importante sobre todo el hecho de que nosotros, los creyentes, también debemos llevar en nuestro corazón a las personas que se consideran agnósticas o ateas. Cuando hablamos de una nueva evangelización, quizá estas personas se asustan. No quieren verse convertidas en objeto de misión, ni renunciar a su libertad de pensamiento y de voluntad. Pero la cuestión sobre Dios sigue interpelándoles, aunque no puedan creer en el carácter concreto de su atención por nosotros. En París hablé de la búsqueda de Dios como motivo fundamental del que nació el monaquismo occidental y, con él, la cultura occidental. Como primer paso de la evangelización, tenemos que tratar de mantener viva esta búsqueda; tenemos que preocuparnos de que el hombre no arrincone la cuestión de Dios, cuestión esencial de su existencia. Tenemos que preocuparnos de que acepte acepte la cuestión y la nostalgia que en ella se esconde. Me vienen a la mente las palabras que Jesús cita del profeta Isaías, es decir, que el templo debería ser una casa de oración por todos los pueblos (Cf. Isaías 56, 7; Marcos 11, 17). Él pesaba en el llamado patio de los gentiles, que liberó de negocios externos para que se diera el espacio libre para los gentiles que allí querían rezar al único Dios, aunque no pudieran participar en el misterio, a cuyo servicio estaba reservado el interior del templo. Espacio de oración para todos los pueblos, expresión con la que se pensaba en personas que conocen a Dios, por así decir, sólo de lejos; que no se contentan con sus dioses, ritos, mitos; que buscan al Puro y al Grande, aunque Dios siga siendo para ellos el «Dios desconocido» (Cf. Hechos 17, 23). Debían poder rezar al Dios desconocido y de este modo estar en relación con el Dios verdadero, aunque fuera en medio de oscuridades de diferentes tipos. Pienso que la Iglesia debería abrir también hoy una especie de «patio de los gentiles», donde los hombres puedan de algún modo engancharse con Dios, sin conocerle y antes de que hayan encontrado el acceso a su misterio, a cuyo servicio se encuentra la vida interior de la Iglesia. Al diálogo con las religiones hay que añadir hoy sobre todo el diálogo con aquellos para quienes la religión es algo extraño, para quienes Dios es desconocido y que, sin embargo, no querrían quedarse simplemente sin Dios, sino acercarse a él al menos como Desconocido.

Al final, dirijo una vez más una palabra sobre el Año Sacerdotal. Como sacerdotes estamos a disposición de todos: de aquellos que conocen a Dios de cerca y de aquellos para los que es el Desconocido. Todos nosotros tenemos que conocerle siempre de nuevo y tenemos que buscarle continuamente para convertirnos en auténticos amigos de Dios. ¿Cómo podríamos llegar a conocer a Dios si no fuera a través de hombres que son amigos de Dios? El núcleo más profundo de nuestro ministerio sacerdotal consiste en ser amigos de Cristo (Cf. Juan 15, 15), amigos de Dios por cuya mediación otras personas puedan encontrar la cercanía con Dios. De este modo, junto con mi profunda acción de gracias por todo la ayuda que me habéis ofrecido durante todo el año, os presento mi augurio para la Navidad: que seamos cada vez más amigos de Cristo y, por tanto, amigos de Dios y que, de este modo, podamos ser sal de la tierra y luz del mundo. ¡Santa Navidad y feliz Año Nuevo!

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez y Jesús Colina

© Copyright 2009 – Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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