BURGOS, sábado, 30 de octubre de 2010 (ZENIT.org).- Publicamos el artículo que ha escrito monseñor Francisco Gil Hellín, arzobispo de Burgos, ante la inminencia de la celebración de los fieles difuntos.
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Nosotros celebramos el cumpleaños el día de nuestro nacimiento. Y, cuando se pregunta a los feudos por la fecha de nacimiento del familiar difunto, remiten también a ese día. La Iglesia, en cambio, procede de otro modo. Para ella, "el día del nacimiento" de sus hijos -el dies natalis- es el día de la muerte. Eso explica que cuando declara que alguno de ellos es santo, fija su celebración el día de su muerte, no el de su nacimiento.
Este modo de proceder no es una rareza ni un afán de singularizarse, sino que responde a la idea que ella tiene de la muerte. La Iglesia es consciente de que el hombre, como todos los seres vivos de la tierra, cambia con el paso de los años, envejece y, al final, siente en su carne la muerte corporal. Pero ella, a diferencia de quienes tienen una concepción materialista del mundo y del hombre, profesa que la muerte no es el final del hombre sino el final de su etapa terrena y de su peregrinación por este mundo. Es el final del caminar terreno pero no el final de nosotros mismos, de nuestro ser: nuestra alma es inmortal y nuestro cuerpo está llamado a la resurrección al final de los tiempos.
La concepción que la Iglesia tiene de la muerte es, pues, profundamente esperanzada. Me atrevería a decir que es incluso gozosa. Ella no ve en la muerte una tragedia que nos destruye y sepulta en el reino de la nada, sino la puerta que nos abre a una nueva vida; vida que no tendrá fin. Por eso, el máximo enigma de la vida humana, que es la muerte, queda iluminado con la certeza de una eternidad con Dios. Apoyada en esta certeza creó muchos usos y prácticas funerarias. Por ejemplo, sustituyó el término "necrópolis" -"ciudad de los muertos"- que encontró en el ámbito del imperio grecorromano, por el de "cementerio" o "dormitorio". En esa perspectiva llegó a sustituir el mismo término "muerte" por el de "sueño". Las personas no se morían sino que se dormían.
Por esa misma razón trató con gran respeto a los cadáveres. Algunas de esas muestras perduran hasta el día de hoy, como la de rociarlos con agua bendita y perfumarlos con incienso. La misma costumbre de inhumar y no quemar los cadáveres arranca de esta misma concepción antropológica. De hecho, aunque hoy permite la cremación de los cadáveres, sin embargo exige que esa elección no se haga por razones contrarias a la fe cristiana, a la cabeza de las cuales se encuentra la resurrección de los muertos.
Esta idea de la vida y de la muerte del hombre es una fuente inagotable de consuelo. Una esposa o una madre, por ejemplo, dicen a su cónyuge o a su hijo mas que "adiós", "hasta luego" o "hasta pronto", sabedores de que un día volverán a encontrarse. El ramo de flores que depositamos en la tumba de nuestros antepasados, expresa nuestro convencimiento de que ellos perviven y de que nosotros nos sentimos unidos a ellos con vínculos realísimos. Lo mismo ocurre con el diálogo que tantas veces mantenemos con ellos: no es un sentimentalismo vano, sino que responde a una realidad muy profunda.
La comunión de vida, afectos y creencias que hemos mantenido en la vida, no se destruyen sino que se subliman; por eso, rezamos por nuestros difuntos y por eso rezamos a nuestros difuntos. Esta comunión es particularmente intensa en la celebración de la Eucaristía, pues en ella nos unimos con vínculos especiales todos los que somos miembros de Cristo, con independencia de que peregrinemos todavía en este mundo o hayan llegado ya al final y se purifiquen o gocen de la visión de Dios.
La muerte no es nunca una comedia. Menos todavía, una tragicomedia. Para quienes creemos en Jesucristo una puerta de fe y esperanza que nos introduce en el encuentro definitivo con él y con todos los que hemos estado unidos aquí abajo. Sólo por esto vale la pena ser cristiano.