Discurso del Papa a los obispos del sur de Brasil

Con motivo de su visita “ad Limina Apostolorum”

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CIUDAD DEL VATICANO, viernes 5 de noviembre de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el discurso que el Papa Benedicto XVI dirigió hoy a los obispos de la Región Este II de la Conferencia Episcopal de Brasil, a quienes recibió con ocasión de su visita ad Limina Apostolorum.

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Venerados Hermanos en el Episcopado,

“Que el Dios de la esperanza os llene de alegría y de paz en la fe, para que la esperanza sobreabunde en vosotros” (Rm 15, 13) con el fin de guiar a vuestro pueblo a la plenitud de la salvación en Cristo. De corazón saludo a todos y cada uno de vosotros, amados Pastores de la Región Sur 2 en visita ad Limina Apostolorum, y agradezco las palabras que me ha dirigido vuestro presidente, monseñor Moacyr, haciéndose intérprete de los sentimientos de comunión que os unen al Sucesor de Pedro. Por eso os estoy agradecido. Esta casa es también la vuestra: ¡sed bienvenidos! En ella podéis experimentar la universalidad de la Iglesia de Cristo que se extiende hasta los extremos confines de la tierra.

A su vez, cada una de vuestras Iglesias particulares, queridos obispos, es el generoso punto de llegada de una misión universal, el florecimiento “aquí y ahora” de la Iglesia universal. En este caso, la justa relación entre “universal” y “particular” se verifica no cuando lo universal retrocede ante lo particular, sino cuando lo particular se abre a lo universal y se deja atraer y valorar por él. En la idea divina, la Iglesia es una sola: el Cuerpo de Cristo, la Esposa del Cordero, la Jerusalén de lo Alto, esta Ciudad definitiva que sería el objetivo más profundo de la creación querida como el lugar donde se realiza la voluntad de Dios y la tierra se vuelve cielo. Os recuerdo estos principios, no porque los ignoréis, sino porque nos ayudan a situar bien a las personas consagradas en la Iglesia. En consecuencia, en ella, la unidad y la pluralidad no solo no se oponen sino que se enriquecen recíprocamente en la medida en que procuran la edificación del único Cuerpo de Cristo, la Iglesia, por medio del “amor que une a todos en la perfección” (Cl 3, 14).

Porción elegida del Pueblo de Dios, los consagrados y consagradas recuerdan hoy “una planta con muchas ramas, que asienta sus raíces en el Evangelio y produce abundantes frutos en cada estación de la Iglesia” (Exhort. ap. Vita consecrata, 5). Siendo la caridad el primer fruto del Espíritu (cf. Jl 5, 22) y el mayor de todos los carismas (cf. 1 Cor 12, 31), la comunidad religiosa enriquece a la Iglesia de la que es parte viva, antes de todo con su amor: ama a su Iglesia particular, la enriquece con sus carismas y la abre a una dimensión más universal. Las delicadas relaciones entre las exigencias pastorales de la Iglesia particular y la especificidad carismática de la comunidad religiosa fueron tratadas por el documento Mutuae relationes, del cual está alejado tanto la idea de aislamiento y de independencia de la comunidad religiosa en relación a la Iglesia particular, como la de su práctica absorción en el ámbito de la Iglesia particular. “Como la comunidad religiosa no puede actuar independientemente o como alternativa o, menos aún, contra las directrices y la pastoral de la Iglesia particular, así la Iglesia particular no puede disponer a su placer, según sus necesidades, de la comunidad religiosa o de algunos de sus miembros” (Doc. Vida fraterna em comunidade, 60).

Ante la disminución de los miembros en muchos Institutos y su envejecimiento, evidente en algunas partes del mundo, muchos se preguntan si la vida consagrada sea hoy también una propuesta capaz de atraer a los jóvenes y a las jóvenes. Bien sabemos, queridos obispos, que las diversas Familias religiosas desde la vida monástica hasta las congregaciones religiosas y sociedades de vida apostólica, desde los institutos seculares hasta las nuevas formas de consagración tuvieron su origen y su historia, pero la vida consagrada como tal tiene su origen en el propio Señor que escogió para Si esta forma de vida virgen, pobre y obediente. Por eso la vida consagrada nunca podrá faltar ni morir en la Iglesia: fue querida por el propio Jesús como parcela irremovíble de su Iglesia. De aquí la llamada al compromiso general en la pastoral vocacional: si la vida consagrada es un bien de toda la Iglesia, algo que interesa a todos, también la pastoral que busca promover las vocaciones a la vida consagrada debe ser un compromiso sentido por todos: obispos, sacerdotes, consagrados y laicos.

Mientras tanto, como afirma el decreto conciliar Perfectae caritatis, “la conveniente renovación de los Institutos depende sobre todo de la formación de los miembros” (n. 18). Se trata de una afirmación fundamental para toda la forma de vida consagrada. La capacidad formativa de u Instituto, tanto en su fase inicial como en las fases sucesivas, está en el centro de todo el proceso de renovación. “ Si, en efecto, la vida consagrada es en sí misma una progresiva asimilación de los sentimientos de Cristo, parece evidente que tal camino no podrá sino durar toda la vida, para comprometer toda la persona (…), y hacerla semejante al Hijo que se dona al Padre por la humanidad. Concebida así la formación, no es sólo tiempo pedagógico de preparación a los votos, sino que representa un modo teológico de pensar la misma vida consagrada, que es en sí formación nunca terminada, participación en la acción del Padre que, mediante el Espíritu, infunde en el corazón … los sentimientos del Hijo” (Instr. Caminar desde Cristo, 15).

Por el modo que consideréis más oportuno, venerados Hermanos, haced llegar a vuestras comunidades de consagrados y consagradas, independientemente del servicio claustral o apostólico que estén desempeñando, la viva gratitud del Papa, que de todas y todos se acuerda en sus oraciones, recordando en especial a los ancianos y enfermos, a cuantos atraviesan momentos de crisis y de soledad, de quien sufre y se siente confuso y también de los jóvenes y las jóvenes que hoy llaman a la puerta de sus Casas y piden entregarse a Jesucristo en la radicalidad del Evangelio. Ahora, invocando el celeste patrocinio de María, modelo perfecto de consagración a Cristo, os confirmo una vez más mi estima fraterna y os concedo, extensiva a todos los fieles confiados a vuestros cuidados pastorales, una propiciadora Bendición Apostólica.

[Traducción del portugués por Inma Álvarez

©Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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