MADRID, lunes 22 de noviembre de 2010 (ZENIT.org).- Por su interés, ofrecemos a continuación el manifiesto final del XII Congreso “Católicos y Vida Pública”, que se ha celebrado este fin de semana en Madrid, con personalidades del mundo católico europeo.
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MANIFIESTO DEL XII CONGRESO CATÓLICOS
Y VIDA PÚBLICA
FIRMES EN LA FE Y EN LA MISIÓN
La Fundación Universitaria San Pablo-CEU, obra de la Asociación Católica de Propagandistas y organizadora de los Congresos “Católicos y Vida Pública”, al término del Duodécimo de éstos, celebrado bajo el lema Firmes en la Fe y en la Misión, manifiesta su satisfacción por el gozoso ambiente de fraternal convivencia en que se ha desarrollado este encuentro, da gracias a Dios por los buenos frutos de estas jornadas y desea ofrecer a todos las siguientes consideraciones.
Este Duodécimo Congreso de Católicos y Vida Pública ha estado clara y felizmente envuelto en la estela de la visita pastoral que el Santo Padre ha realizado hace tan pocos días a España, así como proyectado hacia el horizonte de su esperada nueva presencia entre nosotros, con motivo de la ya cada vez más cercana celebración de la próxima Jornada Mundial de la Juventud.
Arraigados en Cristo, confirmados por Pedro una vez más en la fe y en la misión, nos sentimos especialmente llamados a la nueva evangelización que necesitamos todos en las sociedades occidentales pluralistas fuertemente secularizadas. Somos cristianos hoy, en esta cultura que parece olvidada de Dios, a partir de nuestro encuentro personal con Cristo. Nuestra aportación, como cristianos, a España, a Europa, al mundo, no es sino la de la Iglesia misma y “se centra en una realidad tan sencilla y decisiva como ésta: que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la vida. Solo Él es absoluto, amor fiel e indeclinable, meta infinita que se trasluce detrás de todos los bienes, verdades y bellezas admirables de este mundo; admirables pero insuficientes para el corazón del hombre”. En esta afirmación del Dios Absoluto que se nos da en Cristo va incluida y tiene su fundamentación última la afirmación de la dignidad de toda persona desde su concepción hasta su muerte natural. Esta afirmación entraña una insobornable apuesta por la cultura de la vida y la familia fundada en el matrimonio, unión de amor generoso e indisoluble entre un hombre y una mujer.
Aquí y ahora, dado el fuerte secularismo ambiente, nuestro testimonio ha de hacerse presente en el plano de las relaciones, del encuentro, en el diálogo que lleve a “superar la escisión entre conciencia humana y conciencia cristiana, entre existencia en este mundo temporal y apertura a una vida eterna, entre belleza de las cosas y Dios como Belleza”, entre laicidad y fe. Afirmamos la laicidad del Estado rectamente entendida como la autonomía natural que a éste corresponde en su ámbito, civil y político, frente a las esfera religiosa y eclesial (¡nunca respecto del orden moral!). La auténtica positiva laicidad no sólo no constituye obstáculo a la pública afirmación de Dios --cuyo nombre hemos de hacer resonar de nuevo “gozosamente” en el ámbito público, “bajo los cielos de Europa” y en todo el mundo--, sino que es, por el contrario, exigencia, condición y garantía del efectivo y pleno ejercicio de la libertad religiosa por parte de todos en condiciones básicas de igualdad.
En el ámbito de libertad, que debe garantizar un una política de recta laicidad, hemos de manifestar nuestra fe “con alegría, coherencia y sencillez, en casa, en el trabajo y en nuestro compromiso ciudadano”, con el que hemos de testimoniar también nuestra esperanza, mediante la realización de la caridad, arraigados en el tejido social, con una generosa intensa participación, en activa solidaridad, expresión de la dimensión social de nuestra fe, que se traduce en tareas de ordenación sociopolítica, en la denuncia de la injusticia, en la defensa de la dignidad de todas las personas en todo momento, así como en obras de servicio a los hermanos, especialmente a los más débiles y desatendidos, servicio que para el cristiano “no es una mera opción, sino parte esencial de su ser”.
Este Congreso condena de modo absoluto y pide que cese la persecución que en todo el mundo sufren innumerables personas por causa de su fe religiosa. A todas estas personas las vemos hoy representadas en ASIA BIBI cuya libertad inmediata exigimos.
La recta laicidad ha de facilitar, en la presente situación de emergencia educativa y cultural, el desarrollo de una actividad educacional, al mismo tiempo evangelizadora y civilizatoria, que nos lleve a recuperar y legar a las nuevas generaciones “el sentido de lo sagrado” y ofrecerles como patrimonio fundamental “la fe en un Dios creador y providente, la revelación de Jesucristo único salvador y la comprensión común de las experiencias fundamentales del hombre como nacer, morir, vivir en una familia, y la referencia a una ley moral natural”. De este modo podremos superar la antihumanista ruptura moderna y lograr la reconstrucción de una antropología sobre la que llevar a cabo una verdadera educación integral, que conduzca a una felicitante plena realización personal y comunitaria. Hemos de afirmar una vez más el derecho fundamental de los padres a decidir el tipo de educación que han de recibir sus hijos y el estricto respeto que los poderes públicos han de guardar al legítimo pluralismo determinado por las diversas concepciones últimas de la persona, pluralismo densificado entre nosotros por la creciente intensa y variada inmigración y que debe traducirse en el enriquecimiento de las integradoras bases comunes de convivencia en cuya aceptación hemos de converger a partir de la experiencia humana elemental de necesidades, aspiraciones y deseos básicos radicales comunes en la que todos los hombres han de reconocerse justamente como hombres y como hermanos.
Firmes en la misión, confirmados en la fe, entreguémonos sin reservas a transmitirla con valentía, “siendo cristianos como ciudadanos y ciudadanos como cristianos”, en esta apremiante tarea de la nueva evangelización. YA, SIN DILACIÓN, ¡AHORA!
Madrid, 21 de noviembre de 2010