Homilía del Papa en la concelebración con los nuevos cardenales

El pasado domingo en la Basílica de San Pedro

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CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 24 de noviembre de 2010 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la homilía que el Papa Benedicto XVI pronunció el pasado domingo, Solemnidad de Cristo Rey, durante la concelebración eucarística con los 24 nuevos cardenales en la Basílica de San Pedro.

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Señores cardenales,

venerados hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,

queridos hermanos y hermanas

En la solemnidad de Cristo Rey del Universo, tenemos la alegría de reunirnos aquí en torno al Altar del Señor junto con los 24 nuevos cardenales, que ayer agregué al Colegio Cardenalicio. A ellos, ante todo, dirijo mi cordial saludo, que extiendo a los demás Purpurados y a todos los Prelados presentes; como también a las distinguidas autoridades, a los señores Embajadores, a los sacerdotes, a los religiosos y a todos los fieles, llegados de diversas partes del mundo para esta feliz circunstancia, que reviste un marcado carácter de universalidad.

Muchos de vosotros habréis notado que también el Consistorio Público precedente para la creación de cardenales, celebrado en noviembre de 2007, fue celebrado en la vigilia de la Solemnidad de Cristo Rey. Han pasado tres años y, por tanto, según el ciclo litúrgico dominical, la Palabra de Dios nos sale al encuentro a través de las mismas lecturas bíblicas, propias de esta importante festividad. Esta se coloca en el último domingo del año litúrgico y nos presenta, al término del itinerario de la fe, el rostro real de Cristo, como el Pantocrator en el ábside de una antigua basílica. Esta coincidencia nos invita a meditar profundamente sobre el ministerio del Obispo de Roma y sobre el de los cardenales, ligado a éste, a la luz de la singular Realeza de Jesús, nuestro Señor.

El primer servicio del Sucesor de Pedro es el de la fe. En el Nuevo Testamento, Pedro se convirtió en la “piedra” de la Iglesia en cuanto portador del Credo: el «nosotros» de la Iglesia comienza con el nombre de aquel que profesó en primer lugar la fe en Cristo, inicia con su fe; una fe al principio inmadura y aún “demasiado humana», pero después, tras la Pascua, madura y capaz de seguir a Cristo hasta el don de sí; madura en creer que Jesús es verdaderamente el Rey; que lo es precisamente porque permaneció en la Cruz, y de esa forma dio la vida por los pecadores. En el Evangelio se ve que todos piden a Jesús que baje de la cruz. Se ríen de él, pero es también un modo de disculparse, como diciendo: no es culpa nuestra si tu estás allí en la cruz; es solo culpa tuya, porque si tu fueses verdaderamente el Hijo de Dios, el Rey de los Judíos, tu no estarías allí sino que te salvarías bajando de ese patíbulo infame. Por tanto, si te quedas allí, quiere decir que tu estás equivocado y que nosotros tenemos razón. El drama que se desarrolla bajo la cruz de Jesús es un drama universal; afecta a todos los hombres frente a Dios que se revela por lo que es, es decir, Amor. En Jesús crucificado la divinidad está desfigurada, despojada de toda gloria visible, pero presente y real. Sólo la fe sabe reconocerla: la fe de María, que une en su corazón también esta última tesela del mosaico de la vida de su Hijo; Ella no ve aún el conjunto, pero sigue confiando en Dios, repitiendo una vez más con el mismo abandono «He aquí la esclava del Señor» (Lc 1,38). Y después está la fe del buen ladrón: una fe apenas esbozada, pero suficiente para asegurarle la salvación “Hoy estarás conmigo en el paraíso». Decisivo es ese “conmigo”. Sí, es esto lo que lo salva. Cierto, el buen ladrón está en la cruz como Jesús, pero sobre todo está en la cruz con Jesús. Y a diferencia del otro malhechor, y de todos los demás que lo escarnecen, no pide a Jesús que descienda de la cruz ni que le haga descender. Dice en cambio: “Acuérdate de mi cuando llegues a tu reino”. Lo ve en la cruz, desfigurado, irreconocible, y sin embargo se confía a él como a un rey, es más, como al Rey. El buen ladrón cree en lo que está escrito en esta tabla sobre la cabeza de Jesús: “El rey de los judíos»: cree en él, y se confía. Por esto está ya, en seguida, en el “hoy” de Dios, en el paraíso, porque el paraíso es esto: estar con Jesús, estar con Dios.

Aquí entonces, queridos hermanos, surge claramente el primer y fundamental mensaje que la Palabra de Dios hoy nos dice: a mí, Sucesor de Pedro, y a vosotros, cardenales. Nos llama a estar con Jesús, como María, y a no pedirle bajar de la cruz, sino quedarnos con Él. Y esto, con motivo de nuestro ministerio, debemos hacerlo no sólo por nosotros mismos, sino por toda la Iglesia, por todo el pueblo de Dios. Sabemos por los Evangelios que la cruz fue el punto crítico de la fe de Simón Pedro y de los demás Apóstoles. Está claro que no podía ser de otra manera: eran hombres y pensaban “según los hombres”, no podían tolerar la idea de un Mesías crucificado. La “conversión” de Pedro se realiza plenamente cuando renuncia a querer «salvar» a Jesús y acepta ser salvado por Él. Renuncia a querer salvar a Jesús de la cruz y acepta ser salvado por su cruz. «Yo he rogado por ti, para que no te falte la fe. Y tú, después que hayas vuelto, confirma a tus hermanos » (Lc 22,32), dice el Señor. El ministerio de Pedro consiste todo en su fe, una fe que Jesús reconoció en seguida, desde el principio, como genuina, como don del Padre celeste; pero una fe que debe pasar a través del escándalo de la cruz, para convertirse en auténtica, verdaderamente «cristiana», para llegar a ser “roca” sobre la que Jesús podrá construir su Iglesia. La participación en el señorío de Cristo se verifica concretamente solo al compartir en su abajamiento, en la Cruz. También mi ministerio, queridos Hermanos, es en consecuencia también el vuestro, consiste todo en la fe. Jesús puede construir en nosotros su Iglesia en la medida en que encuentra en nosotros esa fe verdadera, pascual, esa fe que no quiere hacer bajar a Jesús de la Cruz, sino que se confía a Él en la Cruz. En este sentido el lugar auténtico del Vicario de Cristo es la Cruz, persistir en la obediencia de la Cruz.

Es difícil este ministerio, porque no se alinea a la forma de pensar de los hombres – a esa lógica natural que por otro lado permanece siempre activa también en nosotros mismos. Pero este es y seguirá siendo siempre nuestro primer servicio, el servicio de la fe, que transforma toda la vida: creer que Jesús es Dios, que es el Rey precisamente porque llegó a ese punto, porque nos amó hasta el extremo. Y esta realeza paradójica, debemos testimoniarla y anunciarla como lo hizo Él, el Rey, es decir siguiendo su mismo camino y esforzándonos en adoptar su misma lógica, la lógica de la humildad y del servicio, del grano de trigo que muere para dar fruto. El Papa y los cardenales están llamados a estar profundamente unidos ante todo en esto: todos juntos, bajo la guía del Sucesor de Pedro, deben permanecer en la realeza de Cristo, pensando y actuando según la lógica de la Cruz – y esto nunca es fácil ni se da por descontado. En esto debemos ser compactos, y lo somos porque no nos une una idea, una estrategia, sino porque nos unen el amor de Cristo y su Santo Espíritu. La eficacia de nuestro servicio a la Iglesia, la Esposa de Cristo, depende esencialmente de esto, de nuestra fidelidad a la realeza divina del Amor crucificado. Por esto, en el anillo que hoy os entrego, sello de vuestro pacto nupcial con la Iglesia, está representada la imagen de la Crucifixión. Y por el mismo motivo el color de vuestro vestido alude a la sangre, símbolo de la vida y del amor. La Sangre de Cristo que, según una antigua iconografía, María recoge del costado del Hijo muerto en la cruz; y que el apóstol Juan contempla mientras brota junto con el agua, según las Escrituras proféticas.

Queridos hermanos, de aquí deriva nuestra sabiduría: sapienti
a Crucis
. Sobre esto reflexionó a fondo san Pablo, el primero en trazar un pensamiento cristiano orgánico, centrado precisamente n la paradoja de la Cruz (cfr 1Cor 1,18-25; 2,1-8). En la Carta a los Colosenses – de la que la Liturgia de hoy propone el himno cristológico – la reflexión paulina, fecundada por la gracia del Espíritu, alcanza ya un nivel impresionante de síntesis al expresar una auténtica concepción cristiana de Dios y del mundo, de la salvación personal y universal; todo está centrado en Cristo, Señor de los corazones, de la historia y del cosmos: “Porque Dios quiso que en él residiera toda la Plenitud. Por él quiso reconciliar consigo todo lo que existe en la tierra y en el cielo, restableciendo la paz por la sangre de su cruz» (Col1,19-20). Esto, queridos hermanos, es lo que somos llamados siempre a anunciar al mundo: Cristo «imagen del Dios invisible», Cristo «primogénito de toda la creación» y «de los que resucitan de entre los muertos”, para que – come escribe el Apóstol – «sea él el que tenga la primacía sobre todas las cosas” (Col 1,15.18). El primado de Pedro y de sus Sucesores está totalmente al servicio de este primado de Jesucristo, único Señor; al servicio de su Reino, es decir, de su Señorío de amor, para que éste venga y se difunda, renueve a los hombres y a las cosas, transforme la tierra y haga germinar en ella la paz y la justicia.

Dentro de este diseño, que trasciende la historia y, al mismo tiempo, se revela y se realiza en ella, encuentra su lugar la Iglesia, “cuerpo” del que Cristo es «la cabeza» (cfr Col1,18). En la Carta a los Efesios, san Pablo habla explícitamente del señorío de Cristo y lo pone en relación con la Iglesia. Formula una oración de alabanza a la “grandeza del poder de Dios”, que resucitó a Cristo y lo constituyó Señor universal, y concluye: «El puso todas las cosas bajo sus pies y lo constituyó, por encima de todo, Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo y la Plenitud de aquel que llena completamente todas las cosas” (Ef 1,22-23). La misma palabra “plenitud”, que corresponde a Cristo, Pablo la atribuye aquí a la Iglesia, por participación: el cuerpo, de hecho, participa de la plenitud de la Cabeza. He aquí, venerados hermanos cardenales – y me dirijo también a todos vosotros, que compartís con nosotros la gracia de ser cristianos – he aquí cuál es nuestra alegría: la de participar, en la Iglesia, en la plenitud de Cristo a través de la obediencia de la Cruz, de “participar en la suerte de los santos en la luz”, de haber sido “transferidos” en el reino del Hijo d Dios (cfr Col 1,12-13). Por esto vivimos en perenne acción de gracias, y también a través de las pruebas no disminuyen la alegría y la paz que Cristo nos dejó, como arra de su Reino, que ya está en medio de nosotros, que esperamos con fe y esperanza, y pregustamos en la caridad. Amen.

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez

©Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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