CIUDAD DEL VATICANO, jueves 6 de enero de 2011 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la homilía que Benedicto XVI pronunció este jueves por la mañana tras la proclamación del Evangelio y el anuncio del día de la Pascua, durante la misa de la solemnidad de la Epifanía del Señor, celebrada en la Basílica vaticana.
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Queridos hermanos y hermanas,
en la solemnidad de la Epifanía la Iglesia continúa contemplando y celebrando el misterio del nacimiento de Jesús salvador. En particular, el aniversario de hoy destaca el destino y el significado universal de este nacimiento. Haciéndose hombre en el seno de María, el Hijo de Dios vino no sólo para el pueblo de Israel, representado por los pastores de Belén, sino también para toda la humanidad, representada por los Magos. Y es precisamente sobre los Magos y sobre su camino en búsqueda del Mesías (cf. Mt 2,1-12) sobre lo que la Iglesia nos invita hoy a meditar y a rezar. En el Evangelio hemos escuchado que ellos, llegados a Jerusalén desde el Oriente, preguntan: “¿Dónde está el rey de los Judíos que acaba de nacer? Porque hemos visto su estrella al oriente y venimos a adorarle” (v. 2). ¿Qué tipo de personas eran, y que especie de estrella era aquella? Ellos eran probablemente sabios que escrutaban el cielo, pero no para buscar “leer” en los astros el futuro, eventualmente para recaudar un dinero; eran más bien hombres “en búsqueda” de algo más, en búsqueda de la verdadera luz, capaz de indicar el camino que recorrer en la vida. Eran personas seguras de que en la creación existe lo que podemos definir como la “firma” de Dios, una firma que el hombre puede y debe intentar descubrir y descifrar. Quizás el modo para conocer mejor a estos Magos y acoger su deseo de dejarse guiar por los signos de Dios es detenernos a considerar lo que ellos se encuentran, en su camino, en la gran ciudad de Jerusalén.
En primer lugar se encontraron al rey Herodes. Ciertamente él estaba interesado en el niño del que hablaban los Magos; sin embargo no con el objetivo de adorarlo, como quiere dar a entender mintiendo, sino para suprimirlo. Herodes es un hombre de poder, que sólo logra ver en el otro a un rival a combatir. En el fondo, si reflexionamos bien, también Dios le parece un rival, más bien, un rival especialmente peligroso, que querría privar a los hombres de su espacio vital, de su autonomía, de su poder; un rival que indica el camino que recorrer en la vida e impide, así, hacer todo lo que se quiere. Herodes escucha de sus expertos en las Sagradas Escrituras las palabras del profeta Miqueas (5,1), pero su único pensamiento es el trono. Entonces Dios mismo debe ser ofuscado y las personas deben reducirse a simples peones que mover en el gran tablero de ajedrez del poder. Herodes es un personaje que no nos resulta simpático y que instintivamente juzgamos negativamente por su brutalidad. Pero debemos preguntarnos: ¿quizás hay algo de Herodes también en nosotros? ¿Quizás también nosotros, a veces, vemos a Dios como una especie de rival? ¿Quizás también nosotros somos ciegos ante sus signos, sordos a sus palabras, porque pensamos que pone límites a nuestra vida y no nos permite disponer de la existencia a nuestro gusto? Queridos hermanos y hermanas, cuando vemos a Dios así acabamos por sentirnos insatisfechos y descontentos, porque no nos dejamos guiar por Aquel que es el fundamento de todas las cosas. Debemos eliminar de nuestra mente y de nuestro corazón la idea de la rivalidad, la idea de que dar espacio a Dios es un límite para nosotros mismos; debemos abrirnos a la certeza de que Dios es el amor omnipotente que no quita nada, no amenaza, sino que es el Único capaz de ofrecernos la posibilidad de vivir en plenitud, de experimentar la verdadera alegría.
Los Magos se encuentran después con los estudiosos, los teólogos, los expertos que lo saben todo sobre las Sagradas Escrituras, que conocen las posibles interpretaciones de ellas, que son capaces de citar de memoria cualquier pasaje y que por tanto son una preciosa ayuda para quien quiere recorrer el camino de Dios. Pero, afirma san Agustín, ellos quieren ser guías para los demás, indican el camino, pero no caminan, permanecen inmóviles. Para ellos las Escrituras se convierten en una especie de atlas que leer con curiosidad, un conjunto de palabras y de conceptos por examinar y sobre los que discutir doctamente. Pero nuevamente podemos preguntarnos: ¿no está también en nosotros la tentación de considerar las Sagradas Escrituras, este tesoro riquísimo y vital para la fe de la Iglesia, más como un objeto para el estudio y la discusión de los especialistas que como el Libro que nos indica el camino para llegar a la vida? Pienso que, como he indicado en la Exhortación apostólica Verbum Domini, debería nacer siempre de nuevo en nosotros la disposición profunda a ver la palabra de la Biblia, leída en la Tradición viva de la Iglesia (n. 18) como la verdad que nos dice lo que es el hombre y cómo puede realizarse plenamente, la verdad que es el camino por recorrer cotidianamente, junto a los demás, si queremos construir nuestra existencia sobre roca y no sobre arena.
Y llegamos así a la estrella. ¿Qué tipo de estrella era aquella que los Magos vieron y siguieron? A lo largo de los siglos esta pregunta ha sido objeto de discusiones entre los astrónomos, Kepler, por ejemplo, consideraba que se trataba de una “nova” o una “supernova”, es decir de una de esas estrellas que normalmente emiten una luz débil, pero que pueden tener de manera improvisada una violenta explosión interna que produce una luz excepcional. Sí, cosas interesantes, pero que no nos guían a lo que es esencial para entender esa estrella. Debemos volver al hecho de que esos hombres buscaban las huellas de Dios; buscaban leer su “firma” en la creación; sabían que “los cielos narran la gloria de Dios” (Sal 19,2); estaban seguros, de que Dios puede vislumbrarse en lo creado. Pero, como hombres sabios, sabían sin embargo que no es con un telescopio cualquiera, sino con los ojos profundos de la razón en búsqueda del sentido último de la realidad y con el deseo de Dios movido por la fe, como es posible encontrarlo, incluso se hace posible que Dios se acerque a nosotros. El universo no es el resultado de la casualidad, como algunos quieren hacernos creer. Contemplándolo, estamos invitados a leer en él algo profundo: la sabiduría del Creador, la inagotable fantasía de Dios, su infinito amor por nosotros. No debemos dejarnos limitar la mente por teorías que llegan siempre sólo hasta un cierto punto y que -si miramos bien- no están de hecho en contradicción con la fe, pero no logran explicar el sentido último de la realidad. En la belleza del mundo, en su misterio, en su grandeza y en su racionalidad no podemos dejar de leer la racionalidad eterna, y no podemos menos que dejarnos guiar por ella hasta el único Dios, creador del cielo y de la tierra. Si tenemos esta mirada, veremos a Aquel que ha creado el mundo y Aquel que nació en una cueva en Belén y continúa habitando en medio de nosotros en la Eucaristía, son el mismo Dios vivo, que nos interpela, nos ama, quiere conducirnos a la vida eterna.
Herodes, los expertos en las Escrituras, la estrella. Pero sigamos el camino de los Magos que llegan a Jerusalén. Sobre la gran ciudad la estrella desaparece, ya no se ve. ¿Qué significa? También en este caso debemos leer el signo en profundidad. Para aquellos hombres era lógico buscar al nuevo rey en el palacio real, donde se encontraban los sabios consejeros de la corte. Pero, probablemente con asombro, debieron constatar que aquel recién nacido no se encontraba en los lugares del poder y de la cultura, aunque en aquellos lugares se les ofrecían preciosas informaciones sobre él. Se dieron cuenta, en cambio, de que, a veces, el poder, incluso el del conocimiento, barra el camino al encuentro con el Niño. La
estrella les guió entonces a Belén, una pequeña ciudad; les guió entre los pobres, entre los humildes, para encontrar al Rey del mundo. Los criterios de Dios son diferentes a los de los hombres; Dios no se manifiesta en el poder de este mundo, sino en la humildad de su amor, ese amor que pide a nuestra libertad ser acogido para transformarnos y hacernos capaces de llegar a Aquel que es el Amor. Pero también para nosotros las cosas no son tan diferentes como lo eran para los Magos. Si se nos preguntara nuestra opinión sobre cómo Dios debería haber salvado el mundo, quizás responderíamos que debería haber manifestado todo su poder para dar al mundo un sistema económico más justo, en el que cada uno pudiera tener todo lo que quisiera. En realidad, esto sería una especie de violencia sobre el hombre, porque lo privaría de elementos fundamentales que lo caracterizan. De hecho, no involucrarían ni nuestra libertad, ni nuestro amor. El poder de Dios se manifiesta de manera totalmente diferente: en Belén, donde encontramos la aparente impotencia de su amor. Y es allí donde nosotros debemos ir, y es allí donde reencontramos la estrella de Dios.
Así nos aparece bien claro también un último elemento importante del acontecimiento de los Magos: el lenguaje de lo creado nos permite recorrer un buen tramo de camino hacia Dios, pero no nos da la luz definitiva. Al final, para los Magos fue indispensable escuchar la voz de las Sagradas Escrituras: sólo ellas podían indicarles el camino. Es la Palabra de Dios la verdadera estrella, que, en la incertidumbre de los discursos humanos, nos ofrece el inmenso esplendor de la verdad divina. Queridos hermanos y hermanas, dejémonos guiar por la estrella, que es la Palabra de Dios, sigámosla en nuestra vida, caminando con la Iglesia, donde la Palabra ha plantado su tienda. Nuestro camino estará siempre iluminado por una luz que ningún otro signo puede darnos. Y podremos también nosotros convertirnos en estrellas para los demás, reflejo de esa luz que Cristo ha hecho resplandecer sobre nosotros. Amén.
[Traducción del original italiano por Patricia Navas
©Libreria Editrice Vaticana]