Homilía del Papa en la Jornada Mundial de la Paz

Solemnidad de la Santísima Madre de Dios

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CIUDAD DEL VATICANO, sábado 1 de enero de 2011 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación la homilía pronunciada hoy por el Papa Benedicto XVI durante la Misa con motivo de la Solemnidad de María Santísima Madre de Dios, Jornada Mundial de la Paz, en la Basílica de San Pedro.

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Queridos hermanos y hermanas

Envueltos aún por el clima espiritual de la Navidad, en el que hemos contemplado el misterio del nacimiento de Cristo, hoy celebramos con los mismos sentimientos a la Virgen María, a la que la Iglesia venera como Madre de Dios, en cuanto que dio carne al Hijo del eterno Padre. Las lecturas bíblicas de esta solemnidad ponen el acento principalmente sobre el Hijo de Dios hecho hombre y sobre el “nombre” del Señor. La primera lectura nos presenta la bendición solemne que los sacerdotes pronunciaban sobre los israelitas en las grandes fiestas religiosas: está marcada precisamente por el nombre del Señor, repetido por tres veces, como expresando la plenitud y la fuerza que deriva de esa evocación. Este texto de bendición litúrgica, de hecho, evoca la riqueza de gracia y de paz que Dios da al hombre, con una disposición benévola hacia él, y que se manifiesta con el “resplandecimiento” del rostro divino y el “dirigirlo” hacia nosotros.

La Iglesia vuelve a escuchar hoy estas palabras, mientras pide al Señor que bendiga el nuevo año apenas comenzado, con la conciencia de que ante los trágicos acontecimientos que marcan la historia, ante las lógicas de guerra que por desgracia aún no están superadas del todo, sólo Dios puede tocar en lo profundo el alma humana y asegurar esperanza y paz a la humanidad. Ya es una tradición consolidada, de hecho, que el primer día del año la Iglesia, diseminada en todo el mundo, eleve una oración conjunta para invocar la paz. Es bueno comenzar una nueva etapa del camino poniéndose con decisión en el camino de la paz. Hoy queremos recoger el grito de tantos hombres, mujeres, niños y ancianos víctimas de la guerra, que es el rostro más horrendo y violento de la historia. Nosotros rezamos hoy para que la paz, que los ángeles anunciaron a los pastores la noche de Navidad, pueda llegar a todas partes: «super terram pax in hominibus bonae voluntatis» (Lc 2,14). Por esto, especialmente con nuestra oración, queremos ayudar a todo hombre y a todo pueblo, en particular a cuantos tienen responsabilidad de gobierno, a caminar de modo cada vez más decidido en el camino de la paz.

En la segunda lectura, san Pablo resume en la adopción filial la obra de salvación realizada por Cristo, en la que está como engastada la figura de María. Gracias a ella el Hijo de Dios, “nacido de mujer” (Gal 4,4), pudo venir al mundo como verdadero hombre, en la plenitud de los tiempos. Este cumplimiento, esta plenitud, se refiere al pasado y a las expectativas mesiánicas, que se cumplen, pero, al mismo tiempo, se refiere también a la plenitud en sentido absoluto: en el verbo hecho carne, Dios ha dicho su Palabra última y definitiva. En el umbral de un nuevo año, resuena así la invitación a caminar con alegría hacia la luz del “sol que nace de lo alto» (Lc 1,78), pues en la perspectiva cristiana, todo el tiempo está habitado por Dios, no hay futuro que no esté dirigido a Cristo, y no existe plenitud fuera de la de Cristo.

El pasaje del Evangelio de hoy termina con la imposición del nombre de Jesús, mientras María participa en silencio, meditando en su corazón en el misterio de este Hijo suyo, que de una forma tan singular es don de Dios. Pero la vita evangélica que hemos escuchado pone en particular evidencia a los pastores, que volvieron “glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían visto y oído» (Lc 2,20). El ángel les había anunciado que en la ciudad de David, o sea, en Belén, había nacido el Salvador y que habrían encontrado la señal: un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre (cfr Lc 2,11-12). Partiendo rápidamente, habían encontrado a María y José y el Niño. Observemos cómo el Evangelista habla de la maternidad de María a partir del Hijo, de ese “niño envuelto en pañales», porque es Él – el Verbo de Dios (Jn 1,14) – el punto de referencia, el centro del acontecimiento que se está realizando y es Él el que hace que la maternidad de María sea calificada como «divina».

Esta mayor atención que las lecturas de hoy dedican al “Hijo”, a Jesús, no reduce el papel de la Madre, al contrario, la coloca en la justa perspectiva: María, de hecho, es verdadera Madre de Dios precisamente en virtud de su relación total a Cristo. Por tanto, glorificando al Hijo se honra a la Madre, y honrando a la Madre se glorifica al Hijo. El título de “Madre de Dios”, que hoy la liturgia pone de relieve, subraya la misión única de la Virgen Santa en la historia de la salvación: misión que está a la base del culto y de la devoción que el pueblo cristiano le reserva. María de hecho no recibió el don de Dios sólo para sí misma, sino para traerlo al mundo: en su virginidad fecunda, Dios dio a los hombres los bienes de la salvación eterna (cfr Colecta). Y María ofrece continuamente su mediación al Pueblo de Dios que peregrina en la historia hacia la eternidad, como antes la ofreció a los pastores del Belén. Ella, que dio la vida terrena al Hijo de Dios, continua dando a los hombres la vida divina, que es Jesús mismo y su Santo Espíritu. Por esto se la considera madre de cada hombre que nace a la Gracia y al mismo tiempo es invocada como Madre de la Iglesia.

Es en nombre de María, Madre de Dios y de los hombres, que desde el 1 de enero de 1968 se celebra en todo el mundo la Jornada Mundial de la Paz. La paz es don de Dios, como hemos escuchado en la primera lectura: “El Señor … te conceda la paz» (Nm 6,26). Esta es el don mesiánico por excelencia, el primer fruto de la caridad que Jesús nos ha dado, es nuestra reconciliación y pacificación con Dios. La paz es también un valor humano que realizar en el plano social y político, pero que hunde sus raíces en el misterio de Cristo (cfr Conc. Vat. II, Const. Gaudium et spes, 77-90). En esta celebración solemne, con ocasión de la cuadragésimo cuarta Jornada Mundial de la Paz, estoy contento de dirigir mi saludo deferente a los ilustres Señores Embajadores ante la Santa Sede, con mis mejores deseos por su misión. Un saludo fraterno y cordial va, también, a mi Secretario de Estado y a los demás responsables de los dicasterios de la Curia Romana, con un particular pensamiento hacia el presidente del Consejo Pontificio “Justicia y Paz” y sus colaboradores. Deseo manifestarles mi vivo reconocimiento por su empeño cotidiano a favor de una convivencia pacífica entre los pueblos y de la formación cada vez más sólida de una conciencia de paz en la Iglesia y en el mundo. En esta perspectiva, la comunidad eclesial está cada vez más comprometida en trabajar, según las indicaciones del Magisterio, para ofrecer un patrimonio espiritual seguro de valores y de principios de la continua búsqueda de la paz.

He querido recordar en mi Mensaje para la Jornada de hoy, con el título “Libertad religiosa, camino para la paz»: «El mundo necesita a Dios. Necesita valores éticos y espirituales, universales y compartidos, y la religión puede ofrecer una preciosa contribución en su búsqueda, para la construcción de un orden social e internacional justo y pacífico» (n. 15). He subrayado, por tanto, que “la libertad religiosa es un elemento imprescindible de un Estado de derecho; no se puede negar sin dañar al mismo tiempo los demás derechos y libertades fundamentales, pues es su síntesis y su cumbre» (n. 5).

La humanidad no puede mostrarse resignada a la fuerza negativa del egoísmo y de la violencia; no debe acostumbrase a conflictos que provocan víctimas y ponen en riesgo el futuro de los pueblos. Frente a las tensiones amenazadoras de este
momento, especialmente frente a las discriminaciones, a los abusos y a las intolerancias religiosas, que hoy afectan de modo particular a los cristianos (cfr ibid., 1), dirijo una vez más una invitación apremiante a no ceder al desaliento y a la resignación. Exhorto a todos a rezar para que lleguen a buen fin los esfuerzos emprendidos por muchas partes para promover y construir la paz en el mundo. Para esta difícil tarea no son suficientes las palabras, es necesario el compromiso concreto y constante de los responsables de las naciones, sino que es necesario sobre todo que cada persona esté animada por un auténtico espíritu de paz, que hay que implorar siempre de nuevo en la oración y que hay que vivir en las relaciones cotidianas, en cada ambiente.

En esta celebración eucarística tenemos ante los ojos, para nuestra veneración, la imagen de Nuestra Señora del Sacro Monte de Viggiano, tan querida a las gentes de Basilicata. La Virgen María nos da a su Hijo, nos muestra el rostro de su Hijo, Príncipe de la Paz: que ella nos ayude a permanecer a la luz de este rostro, que brilla sobre nosotros (cfr Nm 6,25), para redescubrir toda la ternura de Dios Padre; que ella nos sostenga en invocar al Espíritu Santo, para que renueve la faz de la tierra y transforme los corazones, deshaciendo su dureza ante la bondad desarmante del Niño, que nació por nosotros. Que la Madre de Dios nos acompañe en este nuevo años; que obtenga para nosotros y para el mundo entero el deseado don de la paz. Amén.

[Traducción del original italiano por Inma Álvarez

©Libreria Editrice Vaticana]

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ZENIT Staff

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