Balance de cincuenta años de ecumenismo

Por el obispo Brian Farrell, L.C.

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CIUDAD DEL VATICANO, martes, 25 enero 2011 (ZENIT.org).- Al final de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, el obispo Brian Farrell, L.C., secretario del Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, hace en esta entrevista publicada en «L’Osservatore Romano» un balance del estado actual del ecumenismo.

–El Consejo Pontificio ha celebrado recientemente el quincuagésimo aniversario de fundación. ¿Se mantiene en la Iglesia católica el espíritu que animó su nacimiento con el Papa Juan XXIII?

–Monseñor Farrell: Efectivamente, el 17 de noviembre pasado conmemoramos con un solemne acto público el quincuagésimo aniversario de la creación del «Secretariado para la Promoción de la Unidad de los Cristianos», que Juan XXIII quiso intensamente e instituyó junto a las otras comisiones encargadas de preparar el Concilio Vaticano II. Convencido que todo el trabajo del Concilio debería estar impregnado del deseo del restablecimiento de la unidad, quiso, como claro signo de tal deseo, la presencia de observadores de otras iglesias y comunidades eclesiales en el mismo Concilio. Me parece casi un milagro de la Providencia el hecho que más de dos mil obispos llegados a Roma para dar inicio al Concilio, en 1962, muchos de los cuales formados en una teología de la «exclusión», según la cual ortodoxos y protestantes –cismáticos y heréticos, en la terminología usada entonces– estaban simplemente fuera de la Iglesia, tres años después produjeron el decreto Unitatis redintegratio, que reconoce una real, aunque incompleta, comunión eclesial entre todos los bautizados y entre las iglesias y comunidades eclesiales. Esta renovada perspectiva, en perfecta armonía con la antigua eclesiología de los Padres, tuvo enormes consecuencias por el nuevo modo en que los católicos se relacionaron con los demás cristianos y con sus comunidades, y por la irrevocable adhesión de la Iglesia católica al movimiento ecuménico. Juan XXIII habló de un «paso adelante», un ver la tradición de siempre con una nueva visión, abriendo así caminos nuevos para la Iglesia hacia esa unidad visible que le es propia. Esta transformación se ha debido en gran parte, además de a la gracia del Espíritu Santo, naturalmente, al intenso trabajo del primer presidente del «Secretariado para la promoción de la unidad», el cardenal Agustín Bea, y a sus colaboradores.

–¿Cuánto ha quedado del trabajo de los primeros años del Consejo Pontificio?

–Monseñor Farrell: Ha quedado todo, por cuanto toca a la enseñanza del Concilio sobre principios que gobiernan la búsqueda de la unidad. Los cincuenta años que han pasado desde entonces testimonian cuán fecunda ha sido esa enseñanza en la vida concreta de la Iglesia y para el mundo cristiano en su totalidad. En el acto conmemorativo antes mencionado, además del importante mensaje del Papa Benedicto XVI llevado por el secretario de Estado, el cardenal Bertone, tres grandes figuras del mundo ecuménico –el cardenal Walter Kasper, presidente emérito de nuestro Pontificio Consejo; el arzobispo de Canterbury, Rowan Williams; y el metropolita Ioannes de Pérgamo, eximio teólogo del patriarcado ecuménico– subrayaron que es fundamental y urgente para el desarrollo histórico actual el que los cristianos puedan hablar y trabajar juntos, no sólo en defensa de la libertad, y de la libertad religiosa en primer lugar, sino para afrontar con esperanza de éxito los enormes retos que afronta la humanidad.

–Pero algunos hoy se confiesan su decepción ante los resultados tras tanto esfuerzo…

–Monseñor Farrell: Quien piensa así no tiene en cuenta la realidad. El Papa Juan Pablo II, en su magnífica encíclica Ut unum sint, escribió que probablemente el fruto más precioso del ecumenismo es la «fraternidad redescubierta» entre los cristianos. A las jóvenes generaciones les cuesta comprender todo lo que han mejorado las cosas. En el pasado los cristianos divididos se evitaban, no se hablaban; las iglesias tenían actitudes de recíproco conflicto y rivalidad, incluso de acciones verdaderamente escandalosas, que minaban la misma misión evangelizadora. Se can todavía, aquí y allá, signos de este tipo, pero está cada vez más consolidado que tal modo de actuar no es aceptable: no es de Dios. Si consideramos «el diálogo de la vida», es decir, el vasto mundo de los contactos, de colaboración, de solidaridad entre cristianos, no hay lugar a la desilusión. Si pensamos en el «diálogo de la verdad», es decir, en la búsqueda de la superación de los elementos teológicos de divergencia, también aquí se ha logrado muchísimo, incluso la resolución de antiguas controversias cristológicas, y ha sido sustancialmente superado incluso el aspecto más profundo de la divergencia entre católicos y reformados sobre la justificación, es decir, sobre cómo actúa en nosotros la salvación. Hay que tener en cuenta que en las cuestiones doctrinales será siempre necesario actuar cauta y lentamente, porque debemos estar seguros de avanzar en la fidelidad al depósito de la fe, de llegar a un acuerdo sobre la base de la verdadera Tradición.

–Sin embargo, ¿en el diálogo teológico han aparecido nuevas dificultades con los ortodoxos?

–Monseñor Farrell: Estamos examinando el punto crucial de nuestras diferencias sobre la estructura y el modo de ser y de operar de la Iglesia: la cuestión del papel del obispo de Roma en la comunión de la Iglesia en el primer milenio, cuando la Iglesia en occidente y en oriente estaba aún unida. Después de profundos estudios y discusiones, los miembro de la Comisión Teológica se han dado cuenta de la enorme diferencia que se da entre la experiencia histórica vivida, asimilada y narrada en la cultura occidental y la experiencia histórica percibida en la visión oriental de las cosas. Todo evento histórico está abierto a diversas interpretaciones. La discusión no ha desembocado en una real convergencia. Pero es también verdad que, para encontrar un consenso, lo que cuenta desde el comienzo es desvelar los principios doctrinales y teológicos que estaban en acto en aquellos eventos y que son decisivos para permanecer fieles a la voluntad de Cristo para su Iglesia. Así se ha decidido preparar un nuevo documento de base en clave teológica. Estoy convencido que es el camino adecuado. Por tanto, cuando se habla de nuevas dificultades, no se trata de dificultades insuperables, sino de una verdadera oportunidad. Está claro que la discusión no será ni fácil ni breve. Me parece, sin embargo, que se está extendiendo la convicción de que la unidad es posible; las circunstancias del mundo de hoy mueven a las iglesias en esta dirección. A mi parecer es urgente que la teología católica elabore una visión más concreta, un modelo de lo que nos espera en el momento de la plena comunión visible. De este modo los hermanos ortodoxos podrán tener confianza, superando los miedos atávicos provocados por la presunción de superioridad típica de occidente. Tendremos seguramente que reafirmar cuanto ha dicho el Concilio sobre la igual dignidad de todos los ritos, del respeto debido a las instituciones, tradiciones y disciplinas de las iglesias de oriente y tantas otras cosas.

–¿Y con los protestantes?

–Monseñor Farrell: En 2009 el cardenal Kasper publicó un importante estudio, titulado «Harvesting the Fruits» (Cosechando los frutos), que examina en profundidad más de cuarenta años de diálogo ecuménico entre el Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos y las principales comunidades eclesiales mundiales. Quedan divergencias significativas y tal vez aparecen
nuevas; pero es sorprendente descubrir cómo las controversias del siglo XVI son percibidas ahora desde una nueva luz que amortigua la insistencia sobre las posiciones tomadas; entendemos así que somos menos distantes en muchos puntos esenciales. Es verdad, las principales dificultades residen en la diversa concepción de lo que es la misma Iglesia querida por Cristo. La pregunta no es abstracta: «¿qué es la Iglesia?», sino también concreta: «¿dónde está la Iglesia y dónde se realiza su plenitud?». Sobre esto hay mucho que hacer todavía.

–Este es el trabajo de los expertos, ¡pero el ecumenismo debería involucrar a todos!

–Monseñor Farrell: Ciertamente. Los diálogos continuarán porque son el camino maestro de la obediencia a la voluntad del Señor por la unidad de sus discípulos en la verdad. Pero tienen sentido y serán fructuosos sólo si están sostenidos por todo el cuerpo viviente de la Iglesia. Son las iglesias, las comunidades de los creyentes, las que deberán converger en la unidad. Hoy debemos regresar a los orígenes del movimiento ecuménico y descubrir «el ecumenismo espiritual». La oración, la conversión del corazón, el ayuno y la penitencia, la purificación de la memoria, la purificación del modo de hablar de los demás: esta sensibilidad espiritual, presente al inicio del movimiento ecuménico, es el centro del ecumenismo y es un deber de todos. El ecumenismo espiritual no es monopolio de los expertos; todos los cristianos pueden ser protagonistas de este movimiento. Un aspecto particular que se encuentra en la base de todo ha sido subrayado en el Sínodo de los obispos sobre la Palabra de Dios, retomado en la exhortación apostólica Verbum Domini de Benedicto XVI: escuchar, orar y reflexionar unidos sobre la Escritura «un camino que se ha de recorrer para alcanzar la unidad de la fe, como respuesta a la escucha de la Palabra». Por la Escritura nos hemos dividido, en torno a la Escritura debemos reencontrarnos. ¡Hagamos entonces de la Sagrada Escritura el corazón del ecumenismo! En ese documento el Santo Padre ha recordado también la importancia ecuménica de la traducción de la Biblia. Lejos de toda cerrazón, el Santo Padre nos impulsa a avanzar en el camino de la búsqueda de la unidad.

–¿Qué espera de esta semana de oración por la unidad?

–Monseñor Farrell: La semana de oración por la unidad de los cristianos que estamos celebrando este año está inspirada en la frase de los Hechos de los Apóstoles que describe la primera comunidad de Jerusalén: estaban «unidos en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en el partir el pan y en la oración». Así nos ponemos de frente a lo que significa ser Iglesia como comunión, en la verdad, en el amor, en los hechos. Los textos para esto año fueron preparados en Jerusalén; los cristianos de la «Ciudad Santa» nos exhortan a todos nosotros a descubrir los valores que tuvieron unidos a los primeros discípulos y nos invitan a un renovado empeño a favor de un ecumenismo genuino fundado sobre el modelo de vida de la primera comunidad cristiana. Sobre la base de su experiencia en Tierra Santa, en Oriente Medio, los cristianos de Jerusalén nos dicen que la unidad por la cual rezamos es condición necesaria para conseguir la justicia, la paz y la prosperidad de todos los pueblos. Espero que esta semana nos haga entender seriamente, también a nosotros católicos, que la búsqueda de la unidad no puede ser dejada para el momento en el cual todos los problemas religiosos y pastorales quedarán resueltos: ella es condición esencial para superar todos los demás problemas. El Señor ha dicho algo maravilloso y tremendo al mismo tiempo: que seamos una misma cosa «para que el mundo crea». La Iglesia existe para evangelizar, pero no podrá ofrecer el Evangelio de manera convincente mientras los cristianos persistan en sus divisiones. La búsqueda de la unidad no es un lujo; es un deber perentorio de la fe.

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ZENIT Staff

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