SAN SEBASTIÁN, sábado, 29 de enero de 2011 (ZENIT.org).- Publicamos la reflexión que ha escrito monseñor José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián, con el título
A estas alturas ya nadie duda de que el cine no es, ni puede serlo, un arte aséptico en lo que se refiere a los valores o contravalores que transmite. La proliferación de películas de marcado acento anticatólico ha sido muy notoria en los últimos años, pero gracias a Dios, cada vez son más los que, poniendo en práctica el conocido refrán «más vale encender una luz que maldecir las tinieblas», tienen la osadía de realizar un cine de marcada inspiración cristiana. Se trata de producciones generalmente modestas en su presupuesto, pero que tienen el acierto de trasladar a la pantalla, con notable éxito, testimonios reales y concretos, que contrastan con la abundancia de leyendas negras difundidas en la filmografía sobre la vida e historia de la Iglesia.
Pues bien, entre la amplia oferta que la cartelera cinematográfica nos ofrece en estos días, podemos disfrutar de la producción francesa «De dioses y hombres» del director Xavier Beauvois. En ella se narra lo acontecido en el monasterio cisterciense del Monte Atlas (Argelia) a mediados de 1996, cuando siete monjes fueron secuestrados y finalmente decapitados por la facción radical del GIA (Grupo Islámico Armado). El guión de esta película recoge con fidelidad la buena armonía de estos monjes cristianos con los pobladores musulmanes de aquella región, al mismo tiempo que la irrupción repentina del fundamentalismo islámico, que cambia por completo el escenario de pacífica convivencia. Lejos de ser una película que tome pie del fundamentalismo para satanizar al conjunto del Islam, refleja de forma sobresaliente el ideal del diálogo interreligioso propugnado por la Iglesia en el Concilio Vaticano II.
Este filme alcanza especial relevancia y actualidad, por el hecho de que su llegada a España ha coincidido con un momento de notable recrudecimiento de la persecución y el exterminio de las minorías cristianas de tradición milenaria, en países de mayoría musulmana e hindú. El destino de estos cristianos, tanto en Oriente Medio como en Oriente, se torna cada vez más dramático e incierto, a raíz de la confluencia de tres circunstancias: el resurgimiento de los fundamentalismos, el error y fracaso de la guerra de Irak, y el olvido de las raíces cristianas en Occidente. Los cristianos árabes se encuentran en medio de un peligroso «sandwich»: sospechosos de complicidad con Estados Unidos, por el mero hecho de ser cristianos; y al mismo tiempo ignorados por un Occidente laicista que se avergüenza de sus raíces.
Recientemente, el sociólogo Massimo Introvigne denunciaba que el fundamentalismo islámico y el laicismo, son dos caras de la misma moneda. Sin pretender comparar lo que ocurre en Oriente y en Occidente, es un hecho que la libertad religiosa no es respetada ni por unos ni por otros. En el fondo se trata de un desequilibrio entre fe y razón: El laicismo de Occidente difunde un racionalismo antirreligioso, mientras que los fundamentalismos de Oriente impulsan una religiosidad irracional. En Occidente existe una dictadura del relativismo, mientras que desde Oriente emergen los fanatismos intolerantes.
El desarrollo de los acontecimientos está demostrando que, en nuestros días, el diálogo interreligioso entre una cultura cristiana y otra musulmana o hindú es perfectamente viable. El verdadero choque de trenes se produce en el encuentro del laicismo, por un lado, y el fundamentalismo, por el otro, que se retroalimentan, hasta el exterminio. Lo malo es que, como dice el refrán, «cuando dos elefantes pelean, sufre la hierba». Y en este caso, los principales perjudicados de esta situación están siendo las minorías cristianas en países de mayoría musulmana e hindú. Tanto en Occidente como en Oriente, el antisemitismo del siglo XX está siendo sustituido en el siglo XXI por un modo de cristianofobia.
El Papa Benedicto XVI dirigió un mensaje al mundo el primer día de este año, Jornada de la Paz, con el título de «La Libertad religiosa, camino par la paz», en el que recordaba aquellas palabras del Concilio Vaticano II: «La libertad religiosa es condición para la búsqueda de la verdad. La verdad no se impone con la violencia sino por la fuerza de la misma verdad» (Dignitatis Humanae 1).
Como conclusión y ejemplo práctico, es emocionante escuchar en la escena final de esta bella película «De dioses y hombres», el testamento que el superior de aquella abadía cisterciense dejaba escrito antes de su martirio:
«He vivido lo suficiente como para saberme cómplice del mal que parece prevalecer en el mundo; incluso del que podría golpearme ciegamente. (…) Conozco el desprecio con que se ha podido rodear a los habitantes de este país tratándolos globalmente. Conozco también las caricaturas del Islam fomentadas por un cierto islamismo (…) Mi muerte, evidentemente, parecerá dar la razón a los que me han tratado de ingenuo o de idealista. Pero estos deben saber que, por fin, seré liberado de mi más punzante curiosidad, y que podré, si Dios así lo quiere, hundir mi mirada en la del Padre, para contemplar con Él a sus hijos del Islam, tal como Él los ve. En este «gracias» en el que está dicho todo sobre mi vida, os incluyo, por supuesto, a amigos de ayer y de hoy… Y a ti también, «amigo del último instante», que no habrás sabido lo que hacías. ¡Sí!, para ti también quiero este «gracias» y este «a-Dios», en cuyo rostro te contemplo. Y que nos sea concedido reencontrarnos como ladrones felices en el paraíso, si así lo quiere Dios, Padre nuestro, tuyo y mío. Amén. ¡Inshalá!».