OVIEDO, viernes 23 de septiembre de 2011 (ZENIT.org). – Publicamos el comentario al pasaje evangélico de la liturgia de este domingo, XXVI del tiempo ordinario (Mateo 21, 28-32), que ha redactado monseñor Jesús Sanz Montes, ofm, arzobispo de Oviedo.
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Estamos ahítos del “glamour” de las mil pasarelas en las que exhibimos trucados lo que quizás no somos en verdad. Este truco que maquilla la humilde realidad de nuestra vida, parece que logra engañar a todos los incautos que nos ven pasar. Vivimos en una sociedad que ama el control, la burocracia, la etiquetación. Como antaño, es difícil salir del sambenito que te colocan y con el que casi te obligan a ser y a vivir. No obstante, no siempre corresponde esa etiqueta con la verdad honda que se esconde detrás del escaparate personal. Siempre hemos de distinguir entre la persona y el personaje, entre la verdad y la apariencia, entre el contenido y el continente.
El Evangelio de este domingo nos presenta un lúcido y duro diálogo de Jesús con los ancianos y sumos sacerdotes de Israel. No se dirige a sus discípulos, gente sencilla y hasta vulgar, sino a aquellos que eran el colectivo más influyente y determinante entre los varios grupos judíos.
Jesús trae a colación a los pecadores formales, pero que pueden tener un fondo diverso. La apariencia de esta gente es posiblemente desastrosa, impresentable, desaconsejable; pero lo que hay por dentro es diverso; tanto, tanto, que hasta pudiera ser parecido al de Dios. Son los pecadores que viven mal, pero sólo por fuera, porque el corazón nunca ha negado de verdad a Dios ni a los demás lo que en un momento dado pudieran pedir. Lo cual no quiere decir que no tengan que cambiar o que no tengan que convertirse seriamente. Pero su malvivir, su pecado real no ha llegado a corromper el corazón hasta el punto de disfrazarse de falsa disponibilidad, como hacen los del «sí» que luego resulta «no».
Para comprender este Evangelio hay que tener presente lo que Jesús dice en otras ocasiones en las que aborda el mismo tema de la apariencia hipócrita. Son, por ejemplo, los dos que oran en el templo: uno se pavonea de su virtud pasando la factura a Dios, despreciando al prójimo que está al fondo, mientras que éste sólo sabe pedir perdón; son los dos hijos del padre bueno: el pródigo y el que sin haber salido nunca de casa jamás estuvo de corazón con su padre; es la mujer adúltera: los impecables oficiales que querían tirar piedras puritanas, pero que estaban manchadas de complicidad e hipocresía.
Jesús descubre el fondo del corazón, más allá de la apariencia. Es más fácil cambiar y convertirse quien tiene un corazón entrañable y un rostro manchado, que quien tapa con extraños cosméticos la fealdad de su cara… fiel reflejo de un corazón endurecido y lleno de sí.