Por Francesco d’Alfonso
ROMA, martes 3 abril 2012 (ZENIT.org).- Anno Domini 1786. Viernes santo. La catedral de Cádiz, bajo la cúpula resplandeciente de teselas doradas, calla. Incluso el ardiente sol de Andalucía parece palidecer ante el leño de la Cruz. Todo es tiniebla: Cristo está muriendo. Sufrimiento. Pocas palabras. Sólo sed.
Un solícito canónigo de la catolicísima provincia española necesita exaltar este momento de fúnebre piedad con un ulterior fasto. El estuco necesita todavía doradura.
Falta un artista. La persona adecuada es el devoto maestro Franz Joseph Haydn –que solía escribir sus manuscritos con la locución Laus Deo, al que el canónigo encarga una “música instrumental” que tuviera el poder de llenar de sonoridad la escenografía preparada en la catedral.
Es el mismo Haydn que envía la partitura a la Breitkopf & Härtel para la publicación, quien relata lo que sucedía: “Los muros, las ventanas, los pilares de la iglesia estaban recubiertos de telas negras y sólo la gran lámpara que pendía del centro del techo rompía aquella solemne oscuridad. A mediodía, las puertas se cerraban y comenzaba la ceremonia. Tras una breve función, el obispo subía al púlpito y pronunciaba la primera de las siete palabras (o frases) haciendo un discurso sobre ella. Tras lo cual descendía del púlpito y se prosternaba ante el altar. Este intervalo de tiempo se llenaba con la música”.
Del encuentro entre la barroca voluntad de un sacerdote de provincia y el genio musical de Haydn nace la “Música instrumental sobre las siete últimas palabras de nuestro Redentor en cruz – o Siete Sonatas con una Introducción y al final un terremoto”, en la versión original para orquesta, a la que siguen en 1787 una transcripción para cuarteto de arcos y una reducción para piano y, en 1796, una versión en forma de oratorio, para coro y orquesta, con texto de un canónigo de Passau.
Una introducción, Adagio e maestoso, y una conclusión, Presto e con tutta forza, –el terremoto que conmocionó el Calvario, según el relato del Evangelio de Mateo- enmarcan las siete palabras:
Pater, dimitte illis, quia nesciunt quid faciunt, Hodie mecum eris in Paradiso, Mulier, ecce filius tuus, Deus meus, Deus meus, utquid derilinquisti me?, Sitio, Consummatum est, In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum. Palabras dolientes, pronunciadas por el Hijo de Dios que sacrifica en modo cruento la vida para la salvación del hombre; palabras íntimas y conmovedoras, que Haydn transfigura en música, hasta el punto de querer que fueran escritas bajo la parte del primer violín, para que los ejecutores pudieran vivir más intensamente las notas que estaban sonando. Notas que no se concluyen con la muerte, sino que prosiguen en vórtice hacia un final luminoso, prefiguración de la victoria de Cristro sobre la muerte, la Resurrección.
No por casualidad Haydn inicia el Terremoto en Do menor y lo concluye en tonalidad mayor, remarcando así la estrecha relación con el texto evangélico. Venciendo a la muerte, Cristo ha derrotado definitivamente las tinieblas: la música lograr captar plenamente la trascendencia de este misterio, procediendo lentamente, dolorosamente, hacia la luz. Si es verdad que esta composición es un “equivalente sonoro de las pinturas y de las esculturas de las iglesias rococó de la Europa católica, cuyo fin era el de inducir en igual medida al arrepentimiento y a la paz del espíritu” (David Wyn Jones), es también verdad que logra mirar más allá de la esfera sensible, más allá de la perspectiva de lo visible. Si bien logra mostrar con conmoción todas las llagas del Crucifijo, incluso su garganta seca, Haydn no pinta un fresco de la Pasión.
A través de la fuerza de las palabras, no dichas y sin embargo oídas, contempla el inefable misterio del amor y lo traduce en notas. Que la pasión y muerte de Cristo no son otra cosa que un acto de amor. Por amor, el más bello de los hijos del hombre se hace Aquél que no tiene ni apariencia ni belleza. Amor, sinfonía de luz. Amor, música que despierta de la somnolencia de la noche. Amor, armonía entre el cielo y la tierra. Amor, canto de toda la creación. Laus Deo.