CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 2 mayo 2012 (ZENIT.org).- La Audiencia General de este miércoles tuvo lugar a las 10,30 en la plaza de San Pedro, y Benedicto XVI se encontró con grupos de peregrinos y fieles llegado de Italia y de otros países. En el discurso en lengua italiana, el papa, continuando su catequesis sobre la oración en los Hechos de los Apóstoles, centró su meditación sobre la oración de san Esteban, el primer mártir cristiano. Ofrecemos las palabras del papa.
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Queridos hermanos y hermanas:
En la última catequesis hemos visto cómo, en la oración personal y comunitaria, la lectura y la meditación de la sagrada escritura nos abren a la escucha de Dios, que nos habla e infunde luz para entender el presente. Hoy me gustaría hablar sobre el testimonio y la oración del primer mártir de la Iglesia, san Esteban, uno de los siete elegidos para el servicio de la caridad hacia los necesitados. En el momento de su martirio, narrado en los Hechos de los Apóstoles, se manifiesta, nuevamente, la fructífera relación entre la palabra de Dios y la oración.
Esteban es llevado a juicio ante el Sanedrín, donde se le acusa de haber declarado que «Jesús… destruiría este Lugar [el templo], y cambiaría las costumbres que Moisés nos transmitió» (Hch. 6,14). Durante su vida pública, Jesús había predicho efectivamente la destrucción del Templo de Jerusalén: «Destruyan este santuario y en tres días lo levantaré» (Jn. 2,19). Sin embargo, como señala el evangelista Juan, «hablaba del santuario de su cuerpo. Cuando, fue levantado, pues de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús» (Jn. 2,21-22).
El discurso de Esteban ante el tribunal, el más largo de los Hechos de los Apóstoles, se desarrolla justamente sobre esta profecía de Jesús, el cual es el nuevo templo, inaugura el nuevo culto, y reemplaza con la ofrenda de sí mismo en la cruz, los sacrificios antiguos. Esteban quiere demostrar lo infundado de la acusación de que está subvertiendo la ley de Moisés y presenta su visión de la historia de la salvación, la alianza entre Dios y el hombre. Relee así todo el relato bíblico, itinerario contenido en la Sagrada Escritura, para mostrar que aquel conduce al «lugar» de la presencia definitiva de Dios, que es Jesucristo, especialmente en su Pasión, Muerte y Resurrección. En esta perspectiva, Esteban también lee su condición de discípulo de Jesús, siguiéndolo hasta el martirio. La meditación sobre la Sagrada Escritura le permite entender así su misión, su vida, su presente. En esto está guiado por la luz del Espíritu Santo, por su relación íntima con el Señor, tanto que los miembros del Sanedrín vieron su rostro «como el de un ángel» (Hch. 6,15). Este signo de la asistencia divina, refiere al rostro radiante de Moisés bajado del Monte Sinaí después de haberse encontrado con Dios (cf. Ex. 34,29-35, 2 Cor. 3,7-8).
En su discurso, Esteban comienza a partir de la llamada de Abraham, un peregrino en la tierra dada por Dios y que tenía sólo una promesa; después va a José, vendido por sus hermanos, pero asistido y liberado por Dios; para llegar a Moisés, que se convierte en un instrumento de Dios para liberar a su pueblo, pero que encuentra muchas veces el rechazo de su propio pueblo. En estos acontecimientos narrados en la Sagrada Escritura, los que Esteban demuestra estar en escucha religiosa, surge siempre Dios, que no se cansa de ir al encuentro del hombre, a pesar de encontrar a menudo una oposición obstinada. Y esto en el pasado, en el presente y en el futuro. Por lo tanto, en todo el Antiguo Testamento él ve una prefiguración del acontecimiento de Jesús mismo, el Hijo de Dios hecho carne, que como los antiguos padres, encuentra obstáculos, rechazo, muerte. Esteban se refiere luego a Josué, a David y a Salomón, puestos en relación con la construcción del templo de Jerusalén, y concluye con las palabras del profeta Isaías (66,1-2): «Los cielos son mi trono y la tierra la alfombra de mis pies. Pues ¿qué casa me van a edificar, o qué lugar de reposo, si el universo lo hizo mi mano y todo vino al ser? –oráculo del Señor–?» (Hch. 7,49-50). En su reflexión sobre la acción de Dios en la historia de la salvación, poniendo de relieve la perenne tentación de rechazar a Dios y su acción, él dice que Jesús es el Justo anunciado por los profetas; en Él, Dios mismo se ha hecho presente de una manera única y definitiva: Jesús es el «lugar» del verdadero culto. Esteban no niega la importancia del templo, pero hace hincapié en que «Dios no habita en casas prefabricadas por manos humanas» (Hch. 7,48). El nuevo templo verdadero en el cual habita Dios es su Hijo, que tomó forma humana, es la humanidad de Cristo, el Resucitado, que reúne a los pueblos y los une en el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. La expresión acerca del templo «no prefabricado por manos humanas», se encuentra también en la teología de san Pablo y en la Carta a los Hebreos: el cuerpo de Jesús, que Él ha asumido para ofrecerse a sí mismo como sacrificio para expiar los pecados, es el nuevo templo de Dios, el lugar de la presencia del Dios vivo; en Él, Dios y hombre, Dios y el mundo están realmente en contacto: Jesús carga sobre sí todo el pecado de la humanidad para llevarlo al amor de Dios y «quemarlo» con ese amor. Aproximarse a la cruz, entrar en comunión con Cristo, es entrar en esta transformación. Y esto es entrar en contacto con Dios, entrar en el templo real.
La vida y el discurso de Esteban se interrumpen repentinamente por la lapidación, pero justamente su martirio es el cumplimiento de su vida y de su mensaje: se hace uno con Cristo. Así, su reflexión sobre la acción de Dios en la historia, sobre la palabra de Dios que en Jesús ha encontrado su realización, se convierte en una participación en la oración de la Cruz. Antes de morir, dice: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Hch. 7,59), apropiándose de las palabras del Salmo 31, 6, y haciéndose eco de las últimas palabras de Jesús en el Calvario: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc. 23,46); y, por último, al igual que Jesús, grita a gran voz frente a los que lo apedreaban: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado» (Hch. 7,60). Notamos que, mientras que la oración de Esteban retoma la de Jesús, el destinatario es diferente, porque la invocación se dirige al mismo Señor, es decir a Jesús que contempla glorificado a la derecha del Padre: «Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la diestra de Dios» (v. 55).
Queridos hermanos y hermanas, el testimonio de san Esteban nos da algunas pistas para nuestra oración y nuestra vida. Nos podemos preguntar: ¿De dónde este primer mártir cristiano sacó la fuerza para hacer frente a sus perseguidores y llegar hasta la entrega de sí mismo? La respuesta es simple: de su relación con Dios, de su comunión con Cristo, por la meditación sobre la historia de la salvación, de ver la acción de Dios, que en Jesucristo llegó al culmen. También nuestra oración debe ser alimentada por la escucha de la palabra de Dios, en la comunión con Jesús y con su iglesia.
Un segundo elemento: san Esteban ve prefigurada, en la historia de la relación de amor entre Dios y el hombre, la figura y la misión de Jesús, Él –el Hijo de Dios–, es el templo «no prefabricado por manos humanas» en donde la presencia de Dios Padre se hizo así de cercana, como para entrar en nuestra carne humana y llevarnos a Dios, para abrirnos las puertas del Cielo. Nuestra oración, entonces, debe ser la contemplación de Jesús a la diestra de Dios, de Jesús como Señor de la nuestra, de mi existencia diaria. En él, bajo la guía del Espíritu Santo, nosotros también podemos dirigirnos a Dios, entrar en contacto real con Dios con la confianza y el abandono de los hijos que acuden a un Padre que los ama infinitamente. Gracias.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
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