CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 30 mayo 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos nuestra habitual columna de teología litúrgica a cargo del padre Mauro Gagliardi, con un artículo dedicado a la celebración de la Liturgia de las Horas.

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Por Mauro Gagliardi*

La sección litúrgica del Catecismo de la Iglesia Católica (CEC), en el párrafo «¿Cuándo celebrar?», dedica un espacio al «Oficio Divino», hoy llamado «Liturgia de las Horas» (LdH). La LdH es parte del Culto divino de la Iglesia, y no un mero apéndice de los sacramentos. Es sagrada Liturgia en el verdadero sentido. En la LdH, como en el sacramental (en particular la Liturgia Eucarística, de la cual el Oficio es como una extensión), se entrecruzan dos dinámicas: «desde lo alto» y «desde abajo».

Considerada «desde lo alto», la LdH fue traída a la tierra por el Verbo, cuando se hizo hombre para redimirnos. Por eso, el Oficio Divino se define como «el himno que se canta en el Cielo por toda la eternidad», introducido «en el exilio terreno» por el Verbo encarnado (cfr. Pío XII, Mediator Dei: EE 6/565; también: Concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium [SC], n. 83). Podemos cantar las alabanzas de Dios, porque Dios mismo nos permite esto y nos enseña cómo hacerlo. En este sentido, la LdH representa la reproducción, obrada por la Iglesia peregrina y militante, del canto de los espíritus celestiales y de los bienaventurados, que forman la Iglesia gloriosa del Cielo. Es por esta razón que el lugar donde los monjes, frailes y canónigos se reúnen para rezar el Oficio ha tomado el nombre de «coro»: el cual quiere reproducir visiblemente las órdenes angelicales y los coros de los santos, que constantemente alaban la majestad de Dios (cfr. Is. 6,1-4; Ap. 5,6-14). Por lo tanto, el coro está estructurado en forma circular no para facilitar la mirada del uno al otro, mientras se celebra la LdH, sino para representar el «asomarse el cielo sobre la tierra» (Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, n. 35) que se produce cuando celebramos el Culto Divino.

En segundo lugar, una dinámica que refleja la LdH «desde abajo» hacia «lo alto», es el movimiento por el cual la Iglesia terrena alaba, adora, agradece a su Señor y le suplica, en el transcurso del día. En todo momento recibimos beneficios de parte del Señor, por lo que es justo que le demos las gracias por ello, a cada hora del día.

Por eso santo Tomás de Aquino considera que la oración es un acto que, perteneciendo a la virtud de la religión, hace referencia a la virtud de la justicia (cf. S. Th. II-II, 80, 1, 83, 3). Con el «Prefacio» de la Santa Misa, podemos decir que «en verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación» alabar al Señor en todo momento del día. Cristo ha sido el primero en dar el ejemplo de una oración constante, día y noche (cf. Mt. 14,23, Mc. 1,35; Heb. 5,7). El Señor también ha recomendado orar siempre y no desfallecer (cf. Lc. 18,1). Fiel a las palabras y al ejemplo de su Fundador (cf. 1 Ts. 5.17, Ef. 6,18), desde los tiempos apostólicos, la Iglesia ha desarrollado su propia oración diaria según un ritmo ordenado que cubriese la jornada entera, asumiendo en una forma nueva, las prácticas litúrgicas del templo de Jerusalén. Es cierto que las dos horas canónicas principales (Laudes y Vísperas) han surgido en relación con los dos sacrificios diarios del templo: el matutino y el vespertino. Incluso las oraciones de Tercia, Sexta y Nona corresponden a tantos otros momentos de oración en la práctica judía. En el día de Pentecostés, los apóstoles estaban reunidos en oración en la Hora Tercia (cf. Hch. 2,15). San Pedro tuvo la visión de la tela que bajaba del cielo, mientras estaba en oración en una terraza hacia la Hora Sexta (cf. Hch. 10,9). En otra ocasión, Pedro y Juan subían al templo a rezar a la Hora Nona (cf. Hch. 3,1). Y no olvidemos que Pablo y Silas, encerrados en la cárcel, oraban cantando himnos a Dios a la medianoche (cf. Hch.16,25).

No es de extrañar, entonces, que ya a finales del primer siglo, el papa san Clemente pudiera recordar: «Tenemos que hacer con orden todo lo que el Señor nos ha mandado hacer durante los períodos de tiempo fijos. Nos prescribe hacer las ofrendas y las liturgias, y no al azar o sin orden, sino en las circunstancias y los tiempos previstos» (A los Corintios, XL, 1-2). La Didachè (cf. VIII, 2) recomienda recitar el Padre Nuestro tres veces al día, lo que hace la Iglesia actualmente durante los Laudes, las Vísperas y en la Santa Misa. Así interpreta Tertuliano esta antigua tradición: «Nosotros oramos, como mínimo, por lo menos tres veces al día, ya que estamos en deuda con los Tres: con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo» (De Oratione, XXV, 5). En Occidente, el gran organizador del Oficio Divino fue san Benito de Nursia, quien ha perfeccionado el uso anterior de la Iglesia de Roma.

De lo que se ha dicho, surgen al menos dos consideraciones fundamentales. La primera es que la LdH, ya que es esencialmente cristocéntrica, es profundamente eclesial. Esto implica que, en cuanto Culto público de la Iglesia, a la LdH es sustraída del arbitrio del individuo y es regulada por la jerarquía eclesiástica. Además, es una lectura eclesial de la Sagrada Escritura, porque los salmos y las lecturas bíblicas son interpretadas por los textos de los Padres, de los Doctores y de los Concilios, y por las oraciones litúrgicas compuestas por la Iglesia (cf. CEC, 1177).

En cuanto Culto público, la LdH también tiene un componente visible, y no solo uno interior. Es la unión de la oración y de los gestos. Si bien es cierto que «la mente tiene que estar de acuerdo con la voz» (cf. CIC, 1176), también es cierto que el culto no se celebra solo con la mente, sino también con el cuerpo (cf. S. Th. II-II, 81, 7). Por ello, la liturgia prevé cantos, expresiones verbales, gestos, inclinaciones, postraciones, genuflexiones, incensaciones, vestimentas, etc. Esto también se aplica al Oficio Divino. Por otra parte, el carácter eclesial de la LdH hace por su propia naturaleza que «esté destinada a convertirse en la oración de todo el pueblo de Dios» (CEC, 1175). En este sentido, si es cierto que el Oficio pertenece sobre todo a los ministros sagrados y a los religiosos –es a quienes la Iglesia en particular se los confía–, este siempre involucra a toda la Iglesia: los fieles laicos (en la medida en que les es posible participar), a las almas del Purgatorio, a los santos y a los ángeles en sus diferentes rangos.

Cantando las alabanzas de Dios, la Iglesia terrena se une a la celestial y se prepara para reunirse con ella. Por lo tanto, la LdH «es verdaderamente la voz de la misma Esposa que le habla al Esposo, mas aún, es la oración de Cristo, con su Cuerpo, al Padre» (SC, n. 84, cit. en CEC, 1174).

Traducido del italiano por José Antonio Varela V.

* Don Mauro Gagliardi es Profesor ordinario en el Ateneo Pontificio "Regina Apostolorum", Profesor encargado en la Universidad Europea de Roma, Consultor de la Oficina de las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice y de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.

Quien desee hacer preguntas o expresar opiniones sobre los temas tocados por la columna dirigida por don Mauro Gagliardi, puede escribir a la dirección: liturgia.zenit@zenit.org.