DUBLÍN, domingo 17 junio 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos el texto de la homilía pronunciada en la misa final del Congreso Eucarístico Internacional de Dublín por el cardenal Marc Ouellet, prefecto de la Congregación de los Obispos y legado papal para el Congreso.

*****

Queridos hermanos y hermanas:

La cincuenta edición del Congreso Eucarístico Internacional está llegando a su fin. Estamos profundamente agradecidos a Dios por la luz de su Palabra y por el don de la Santa Eucaristía, que refuerza nuestra comunión con Cristo y con los otros.

Al final de esta celebración oiremos el mensaje del papa Benedicto XVI. Sus palabras nos recuerdan que este Congreso Eucarístico Internacional da testimonio de la Iglesia católica como la universal comunión de muchas Iglesias particulares. Los obispos, sacerdotes, religiosos y fieles laicos aquí representan a la Iglesia católica que se encuentra en todo el mundo en miles de comunidades, pero que es una en la fe y el amor de Jesucristo. Saludo a los representantes ecuménicos y les agradezco a todos por participar en este evento lleno de gracia.

Saludo al presidente de Irlanda, y a todas las autoridades civiles, consciente de la noble tradición de esta valiente nación. Agradezco de corazón al arzobispo Martin, al cardenal Brady y a todos los colaboradores de este evento por el don de su cálida hospitalidad y por el ejemplo de su fuerte dedicación a la renovación cristiana de su país.

Para prepararnos a escuchar el mansaje del santo padre, déjenme reflexionar sobre las lecturas de hoy, que nos ofrecen un mensaje de gran esperanza y confianza.

A través del profeta Ezequiel, el Señor dice: "También yo tomaré la copa de un cedro, de sus ramas cimeras tomaré un tallo, y lo plantaré en un monte muy alto; lo plantaré en un monte alto de Israel; y echará ramas y dará frutos, y se hará un cedro magnífico". (Ez. 17:22-23).

En el Evangelio, Jesús usa una imagen similar para hablar del Reino de Dios "[El Reino] es como un grano de mostaza. Cuando se siembra en la tierra, es la más pequeña de todas las semillas. Pero, una vez sembrada, crece, se hace mayor que cualquier hortaliza y echa ramas tan grandes que las aves del cielo pueden anidar a su sombra" (Mc. 4:31-32).

Entendemos la profesía de Ezequiel a la luz de Cristo. Jesucristo es el tallo tomado de la rama más alta, es Dios de Dios, y plantado por Dios mismo en una montaña muy alta, que es el Calvario.

Dios Padre ha plantado en el Calvario la semilla de la Cruz por amor a su creación y por todos los pecadores. La semilla de la Cruz es el Sagrado Corazón de su Hijo unigénito, traspasado hasta morir por nuestros pecados, pero elevado de la muerte por el poder de la divina misericordia. Por lo tanto, Cristo Jesús es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo. Es el Santo Redentor en el que confiamos y encontramos salvación. La semilla del amor de Cristo, enterrada en la tierra del Calvario, produjo un fruto inimaginable: un árbol, el Árbol de la Vida, un noble cedro que es la Santa Iglesia de Dios, el alba del Reino. Creemos en una única, santa, católica y apostólica Iglesia, porque creemos en Cristo que quiere que la Iglesia sea su Cuerpo, nacida de la entrega de su Cuerpo Eucarístico.

Queridos hermanos y hermanas, regocijémonos llenémonos de confianza. "Estamos llenos de confianza" (2 Cor. 5:6), como san Pablo dice a los corintios. Lo estamos porque el Señor resucitado es nuestra casa y nuestra salvación. Experimentamos limitaciones y fallos en la Iglesia pero el Señor nos sostiene, curando nuestras heridas y reforzando nuestro amor. ¡Regocijémonos en El y estemos alegres!

Podemos descansar en el Señor para un nuevo comienzo. San Pablo nos da la clave para toda renovación personal o eclesial: "Queremos complacerle" (2 Cor. 5:6). Esta clave de renovación en nuestras vidas es una decisión de renovarnos en el amor del Señor y vivir y morir por El, conociendo que su gracia nunca falla. ¡Que el próximo Año de la Fe confirme en nosotros esta decisión!

Jesús es la semilla sembrada por Dios mismo en las profundidades de la tierra, una semilla que cayó a la tierra, murió y fue elevada a la vida eterna. De esta pequeña semilla de salvación viene el Árbol de la Vida, la Iglesia, en la toda la humanidad está llamada a encontrar un hogar y seguridad en la compañía del Señor resucitado.

Por esta verdadera razón, la Iglesia está llamada, y nosotros estamos llamados a dar testimonio del señor compaciéndole, es decir, predicando el Evangelio, viviendo en fraternidad y orando a Dios por el don de la salvación.

Después de esta semana de reflexión eucarística, celebración y adoración, somos ciertamente más conscientes de la llamada de Dios a la comunión con El y con los otros.

Llevemos el testimonio de su gracia llamando a los otros a la fe en esta comunión. Que la campana irlandesa, que resuena desde Lough Derg, desde Knock y Dublín, resuene en el mundo entero. Toquemos la campaña con nuestro personal testimonio de fe renovada en la Santa Eucaristía.

la fe es el don más precioso que hemos recibido con el Bautismo. ¡No lo conservemos en privado y con temor! ¡Dejémoslo crecer con un espléndido árbol a través del compartir en todas partes!

Incluso si a veces somos probados en nuestra fe, no temáis, y recordad que nosotros somos: el cuerpo de Cristo dedicado a amar a Dios sobre todas las cosas, dedicado a vivir en el Espíritu de la nueva y eterna alianza.

No estamos solos; el Espíritu de Pentecostés mora en nosotros. La comunión de los santos, con María en su centro, viene en nuestra ayuda tan pronto como toquemos la campaña de la oración con total confianza. ¡Mantenéos esperanzados y alegres, porque el Reino de Dios está cerca!

Queridos hermanos y hermanas, al final de esta Misa escucharemos el mensaje del santo padre para la conclusión de este Congreso. Oigámosle con gran respeto y gratitud porque es nuestro padre espiritual, un padre que es santo y digno de nuestra confianza y sincera obediencia.

Que nuestra comunión con el Cuerpo de Cristo sea un nuevo vínculo de amor; una pequeña semilla, quizás, pero, por la gracia y misericordia de Dios, llena de fruto.

Juntos oramos con las palabras de san Efrén, diácono y doctor de la Iglesia: "Señor... hemos tenido tu tesoro escondido entre nosotros desde que recibimos la gracia bautismal; crece cada vez más rico en nuestra mesa sacramental. ¡Enséñanos a encontrar nuestra alegría en su favor! Señor, tenemos entre nosotros tu memorial, recibido en tu mesa espiritual; danos poseerlo en su plena realidad cuando sean hechas nuevas todas las cosas" (Sermo 3, De fine et admonitione 2. 4-5). ¡Amen!

Traducido del original inglés por ZENIT