ROMA, viernes 8 de abril 2012 (ZENIT.org) - Publicamos un artículo de reflexión de nuestro colaborador de la edición portuguesa, especialista en Bioética, el sacerdote Hélio Luciano, miembro de la Comisión de Bioética de la Conferencia Episcopal de Brasil.
*****
Por Hélio Luciano
En las últimas semanas hemos visto, en Brasil, nuevas discusiones en relación a las leyes en contra de la homofobia – discusiones que vuelven por un seminario sobre el proyecto de ley en contra de la homofobia y por los cambios en el Código Penal Brasileño. Con base en estas discusiones, podríamos preguntarnos: ¿Cuál es la posición de los católicos en relación a la homofobia?
Es común entre los no católicos –e infelizmente también entre muchos católicos– creer que nosotros, los católicos, somos homofóbicos. No hay nada más equivocado. Actitudes de violencia física o moral, prejuicios o ridiculizaciones –o el famoso bullyng que ahora está de moda– son tan contrarios a la doctrina católica como cualquier otro pecado en contra de la caridad. De este modo –repito para dejarlo claro– no somos y jamás seremos homofóbicos si es que queremos seguir a Cristo.
A la vez, somos también contrarios a los actuales proyectos de leyes propuestos en contra de la homofobia. ¿Esto porque somos homofóbicos? No. Pero por diversas otras razones. La primera de ellas es por ser un proyecto legislativamente innecesario. En contra de la violencia –ya sea física, ya sea moral– y en contra de la discriminación, existen ya leyes a las cuales las personas que se sientan agredidas pueden recurrir. No es necesario crear nuevas leyes en este sentido, pero sí hacer que las leyes ya existentes sean aplicadas de hecho. ¿Porque estamos viviendo una tendencia de multiplicar leyes que ya existen?
En segundo lugar, la ley presentada es contraria a la libertad de expresión y a la libertad religiosa. Es verdad que la libertad de expresión no es y no puede ser absoluta –por ejemplo, nadie puede jamás incitar a la violencia justificándose a través de la libertad de expresión. Pero también es verdad que, con la nueva ley, los límites de lo que podrá ser interpretado como agresión o no-agresión –desde el punto de vista moral– serán muy frágiles. Si un pastor protestante o un sacerdote católico leyeran o predicaran sobre la 1ª Carta de San Pablo a los Corintios – ¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el Reino de Dios– ¿no podrá alguien recurrir a la “nueva” ley por sentirse agredido? Si un sacerdote negara la Eucaristía a una “pareja” homosexual, ¿estos no podrán acusar al sacerdote de homofóbico?
Queremos apenas la libertad de poder afirmar aquello en que creemos. De poder decir claramente, sin ninguna intención de ofender a nadie, que una persona que vive actos homosexuales está ofendiendo a Dios. De poder ofrecer ayuda –sólo a aquellos que lo quieran y que crean que necesitan ser ayudados– a que vivan el amor de Dios en plenitud. Queremos ser libres, sin ofender a nadie, pero de hecho libres para pensar.
En un artículo que he publicado hace unos dos años sobre el mismo tema he sido acusado, en un blog –por personas que no me conocen– de ser pedófilo, pederasta, homosexual, etc. Todo esto por el simple hecho de ser sacerdote. Como es sabido, la discriminación actual en contra de la Iglesia y en contra de los sacerdotes no consiste ya en meros casos aislados, somos los únicos que no tenemos derecho a la libertad. Por causa de esto, ¿debemos entonces crear una ley en contra de la “sacerdociofobia” o en contra de la “eclesiofobia”? No ¿Por qué entonces reivindican que para los grupos homosexuales es necesaria una ley específica?