CIUDAD DEL VATICANO, domingo 2 septiembre 2012 (ZENIT.org).- A las 12 de hoy Benedicto XVI se asomó al balcón del patio interno del Palacio Apostólico de Castel Gandolfo y recitó el Ángelus, junto a los fieles y peregrinos presentes. Ofrecemos las palabras del papa al introducir la oración mariana.
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¡Queridos hermanos y hermanas!
En la Liturgia de la Palabra de este domingo surge el tema de la Ley de Dios, de su mandamiento: un elemento esencial de la religión judía e incluso de la cristiana, donde encuentra su pleno cumplimiento en el amor (cf. Rom. 13,10). La Ley de Dios es su palabra que guía al hombre en el camino de la vida, lo libera de la esclavitud del egoísmo y lo introduce en la «tierra» de la verdadera libertad y de la vida. Por eso en la Biblia la Ley no es vista como un peso, como una limitación que oprime, sino como el don más precioso del Señor, el testimonio de su amor paterno, de su voluntad de estar cerca de su pueblo, de ser su Aliado y escribir con este una historia de amor.
Así ora el israelita piadoso, «Me deleito en tus preceptos, / no olvido tu palabra. (…) Llévame por la senda de tus mandatos, / que en ella me siento complacido» (Sal. 119,16.35). En el Antiguo Testamento, es Moisés quien en el nombre de Dios transmite la Ley a las personas. Él, después de un largo viaje a través del desierto, en el umbral de la tierra prometida, proclama: «Y ahora, Israel, escucha los preceptos y normas que yo les enseño, pónganlas en práctica, a fin de que vivan y entren a tomar posesión la tierra que les da Yahvé, Dios de sus padres» (Dt. 4,1).
Y aquí está el problema: cuando el pueblo se establece en la tierra, y es el custodio de la Ley, es tentado de poner su seguridad y su felicidad en algo que ya no es la palabra del Señor: en los bienes, en el poder, en otros «dioses» que en realidad son vanos, son ídolos.
Por supuesto, la Ley de Dios permanece, pero la regla de la vida ya no es lo más importante; se convierte más bien en un revestimiento, en una cobertura, mientras que la vida sigue otros caminos, otras reglas, intereses a menudo egoístas de individuos y de grupo. Así, la religión pierde su verdadero significado que es vivir en la escucha de Dios para hacer su voluntad –que es la verdad de nuestro ser, y así vivir bien, en la verdadera libertad–, y se reduce a la práctica de usanzas secundarias, que satisfacen más bien la necesidad humana de sentirse bien con Dios. Y es esto un riesgo grave para cualquier religión, que Jesús encontró en su tiempo, pero que se puede verificar, por desgracia, incluso en el cristianismo. Por lo tanto, la palabras de Jesús en el evangelio de hoy contra los escribas y los fariseos nos deben hacer pensar también a nosotros.
Jesús hace suyas las palabras del profeta Isaías: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres» (Mc. 7, 6-7; cf. Is. 29,13). Y luego concluye: «Dejando el precepto de Dios, se aferran a la la tradición de los hombres» (Mc. 7,8).
El apóstol Santiago, en su carta, advierte contra el peligro de una falsa religiosidad. Le escribe a los cristianos: «Pongan por obra la palabra y no se contenten solo con oírla, engañándose a ustedes mismos» (St. 1,22).
La Virgen María, a la que nos dirigimos ahora en oración, nos ayude a escuchar con un corazón abierto y sincero la Palabra de Dios, de modo que oriente nuestros pensamientos, nuestras decisiones y nuestras acciones, todos los días.
Traducción del original italiano por José Antonio Varela V.
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