ROMA, domingo 2 septiembre 2012 (ZENIT.org).- Ofrecemos el recuerdo del cardenal Carlo Maria Martini, firmado por monseñor Bruno Forte, arzobispo de la diócesis de Chieti-Vasto, Italia, y publicado ayer sábado en el diario Il Sole 24 Ore.
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Tuve el don de conocer de cerca al cardenal Carlo Maria Martini y de compartir con el innumerables diálogos y experiencias de fe. ¿Qué me han dado los largos años de nuestra amistad, nacida de su generosidad y confianza? Era 1984 y estaba invitado a hablar a la Iglesia de Milán reunida en Congreso. Las palabras que el cardenal me dijo, volviendo en el coche al Arzobispado, me dieron un grandísimo impulso a ir adelante sobre la vía de la reflexión teológica, al servicio de la Iglesia y de la comunidad de los hombres. Durante el Congreso de la Iglesia Italiana en Loreto, en 1985, donde el cardenal Ballestrero, presidente de la Conferencia Episcopal, y el cardenal Martini, a la guía del Congreso, me habían llamado a dar el discurso de apertura, hubo momentos de gran tensión y dificultad, que llevé a un diálogo intensísimo y prolongado con el Señor, rezando hasta altas horas de la noche. Cuando por la mañana entregué por escrito al cardenal Martini el fruto de mis reflexiones, su comentario me dió una inmensa alegría: "¡Qué contento estoy de la libertad interior que Dios te ha dado!". Es esto lo primero que creo haber aprendido de él, como confirmación de una opción de fondo que sentía fundamental para mi ser cristiano y sacerdote: buscar complacer sólo a Dios. Esta libertad me parecía tan luminosa en Martini, que muchas veces la ejercí también respecto a él, hablándole siempre con absoluta franqueza, también cuandos nuestras ideas no coincidían. Siempre me ha impresionado la humildad de su escucha y la serenidad con que presentaba su posición, sopesando los argumentos. Era un hombre siempre atento a captar las razones del otro, generoso en el dar la interpretación más benévola de las posiciones diversas de la suya.
Hombre de verdadero diálogo (sin ninguna exclusión: desde los no creyentes hasta los hermanos en la fe, desde el amadísimo pueblo de Israel, al diálogo ecuménico e interreligioso), promotor de corresponsabilidades y participación de todos, respetuoso de la dignidad de cada uno, cualesquiera que fueran las ideas y opciones de vida de la persona.
Su escucha del otro nacía desde la escuecha profunda y enamorada de la Palabra de Dios: he aquí la otra gran enseñanza que recibí de él. Un amor apasionado, fiel, siempre en búsqueda, a la Sagrada Escritura. Un nutrirse continuamente, en el estupor ante la novedad siempre nueva de Dios que habla. Amaba ya la Palabra: en especial la enseñanza de mi padre en la fe, el cardenal Corrado Ursi, arzobispo de Nápoles, que me ordenó sacerdote en 1973, me había educado a nutrirme asiduamente de la Palabra proclamada en la liturgia. Del cardenal Martini, recibí el estímulo a hacer de la Escritura el viático cotidiano, a frecuentar con todos los instrumentos disponibles para mejor entenderla, y sobre todo con una "lectio" que se hiciera cada vez más meditación, diálogo con Dios y acción contemplativa. En este don, personalmente experientado, leo la causa más profunda de la vida del biblista y pastor, que fue Martini, lo que me parece trató de enseñar más allá de todo al pueblo que Dios le había confiado, y que habló a la Iglesia entera. Libertad interior, escucha del otro, escucha de Dios: estas tres componentes las advertí presentes y fundidas en el cardenal en modo ejemplar. Traté de hacer mía esta lección, como pude, con los límites de mi persona y de mis capacidades. El Señor ha sido bueno al darme ayudas valiosas: y entre esta la valiosísima amistad de Martini. La gratitud que tengo hacia él es inmensa, y estoy convencido de que cada creyente conciente y honesto no podrá sino compartirla, ¡como la compartía el amadísimo Juan Pablo II, que quiso explícitamente hacer mención de ella en sus recuerdos autobiográficos! Y ahora que este gran Padre de la Iglesia de nuestro tiempo ha entrado en la luz y la belleza de la vida sin fin en Dios, ¡será el Señor quien le recompense por la eternidad! Permanecerá en el recuerdo admirado y agradecido de innumerables personas que no tienen el don de creer. Y estará siempre en mi oración, como en la de tantos creyentes. Le pido hacer lo mismo por mí, por toda la Iglesia que tanto ha amado, para que en ella todos --y especialmente quien tiene la responsabilidad de otros- podamos actuar siempre y solo ad majorem Dei gloriam, como dice el lema de san Ignacio, maestro y padre del jesuita Martini: por aquella gran gloria de Dios, que es el hombre vivo, en el tiempo y en el día sin fin del Eterno, en cuya luz ahora vive el Padre Carlos, maestro de vida y de fe.