CASTEL GANDOLFO, domingo 23 septiembre 2012 (ZENIT.org).- Al mediodía de hoy, el santo padre Benedicto XVI se asomó al balcón del patio interior del Palacio Apostólico de Castel Gandolfo, para rezar el Ángelus con los fieles y peregrinos presentes. Estas son las palabras del papa al introducir la oración mariana.
*****
¡Queridos hermanos y hermanas!
En nuestro camino a través del evangelio de san Marcos, el domingo pasado entramos en la segunda parte, es decir, el último viaje a Jerusalén y hacia la cumbre de la misión de Jesús. Después de que Pedro, en nombre de los discípulos, ha profesado la fe en Él, reconociéndolo como el Mesías (cf. Mc. 8,29), Jesús comenzó a hablar abiertamente sobre lo que le pasaría al final.
El evangelista muestra tres predicciones sucesivas de la muerte y la resurrección, en los capítulos 8, 9 y 10: en ellos Jesús proclama cada vez más claro, el destino que le espera y su necesidad intrínseca. El pasaje de este domingo contiene el segundo de estos anuncios. Jesús dice: «El Hijo del hombre –una expresión con que se designa a sí mismo–, será entregado en manos de los hombres; le matarán y a los tres días de haber muerto resucitará» (Mc. 9,31). Los discípulos «no entendían lo que les decía y temían preguntarle» (v. 32).
De hecho, leyendo esta parte del relato de Marcos, está claro que entre Jesús y los discípulos hay una profunda distancia interior; están, por así decirlo, en dos longitudes de onda diferentes, por lo que los discursos del Maestro no son comprendidos, o lo son solo de modo superficial. El apóstol Pedro, inmediatamente después de haber manifestado su fe en Jesús, se permite regañarlo porque predijo que deberá ser rechazado y asesinado. Después del segundo anuncio de la pasión, los discípulos discutían sobre quién era el más grande entre ellos (cf. Mc. 9,34); y después, en el tercero, Santiago y Juan le piden a Jesús, el poder sentarse a su derecha y a su izquierda, cuando esté en la gloria (cf. Mc. 10,35-40).
Pero hay otras diversas señales de esta distancia: por ejemplo, los discípulos no logran curar a un muchacho epiléptico, que después Jesús sana con el poder de la oración (cf. Mc. 9,14-29); o cuando le presentan los niños a Jesús, los discípulos le reprochan, y al contrario Jesús, indignado, les hace quedarse, y afirma que solo los que son como ellos pueden entrar en el Reino de Dios (cf. Mc. 10,13-16).
¿Qué nos dice esto? Nos recuerda que la lógica de Dios es siempre «otra» respecto a la nuestra, según lo revelado por Dios a través del profeta Isaías: «Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros proyectos son mis proyectos» (Is. 55,8). Por ello, seguir al Señor le exige siempre al hombre una profunda conversión, de todos nosotros, un cambio en el modo de pensar y de vivir, le obliga a abrir el corazón a la escucha para dejarse iluminar y transformar interiormente.
Un punto-clave en el que Dios y el hombre se diferencian es el orgullo: en Dios no hay orgullo, porque Él es toda la plenitud y está siempre dispuesto a amar y a dar vida; en nosotros los hombres, sin embargo, el orgullo está profundamente arraigado y requiere una vigilancia constante y una purificación.
Nosotros, que somos pequeños, aspiramos a vernos grandes, a ser los primeros, mientras que Dios que es realmente grande, no teme de abajarse y ser el último.
Y la Virgen María está perfectamente «sintonizada» con Dios: invoquémosla con confianza, a fin de que nos enseñe a seguir fielmente a Jesús en el camino del amor y de la humildad.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.