Por Fray Patrício Sciadini OCD
EGIPTO, jueves, 13 de diciembre de 2012 (ZENIT.org) – La muerte le llega a todos. Puede llegar a los 24 años, como le llegó a un genio de la espiritualidad que supo inventar un nuevo camino hacia Dios simplificando las líneas difíciles de la santidad que existían y enseñando que nosotros debemos construir la santidad en la simplicidad y abandonándonos en la confianza en Dios.
Él es el verdadero “arquitecto” que traza las líneas de nuestro camino y después que quiere que nosotros, leyendo el proyecto, construyamos nuestra vida.
Puede suceder a los 53 años como fue con Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, en un campo de concentración nazi. Ella que supo con su libro “La Ciencia de la Cruz” enseñar a la humanidad que el sufrimiento, sea cuál sea, nunca es inútil. Y cuando la policía secreta nazi fue a su Carmelo para arrestarla, ella con la serenidad de los profetas le dijo a su hermana Rosa: “Vamos hacia nuestro pueblo”, y comenzó el camino sin regreso que concluía en los hornos crematorios del nazismo.
O la muerte que llega a los 104 años, como fue con Oscar Niemeyer, que según lo que he leído es considerado el innovador de la arquitectura, a tal punto que se habla de una arquitetura antes de él y después de él, como si se hablara de una espiritualidad antes de santa Teresita del Niño Jesús y después de ella.
Oscar Niemeyer se declaraba ateo y comunista. Él decía en una frase que leí que no creía en las cosas de la religión porque veía en su entorno muchas injusticias y veía al ser humano frágil. Fue más o menos ese el sentido de sus palabras. Es verdad que a veces, delante de nosotros, vemos injusticias, el mal que avanza, lo frágil que se vuelve el ser humano, que busca solamente el dinero que Niemeyer llamaba “cosa sórdida”.
Tenía razón sobre su visión pero en verdad no es culpa de Dios, el mal es del ser humano que no escucha a Dios y que se niega a hacer un camino de conversión, un camino en el que se comparta los bienes con los que nada tienen, en el que se sepa vivir el Evangelio. Dudo que Oscar Niemeyer no haya leído alguna vez el Evangelio, pues contrariamente no habría podido proyectar las 22 iglesias que invitan “a la contemplación y a la oración”.
La primera vez que entré en la iglesia de san Francisco de Asis en la Pampulha, en Belo Horizonte, Brasil, me sentí invadido de una fuerte atracción por la intimidad con Dios. Sentí como una presencia de paz y de alegría y pensé conmigo: qué hombre debe haber sido el arquitecto que proyectó esta iglesia con formas tan poderosas y bellas, con aspectos del cielo y de la tierra.
No es posible proyectar una iglesia sin algo de muy profundo en el corazón, sin una vida interior, una “espiritualidad”.
Los últimos dos papas, Benedicto XVI y Juan Pablo II, en varias circunstancias, parafraseando las palabras de Juan de la Cruz, dijeron: “Dios siempre busca al ser humano, aunque él no lo sepa”. Es eso. Aunque neguemos a Dios, Dios nos busca y nosotros buscamos lo bello, lo artístico, sacando fuera de nosotros lo que está dentro de nuestro corazón.
El arte no es estudio, es mística y vida. A Oscar Niemeyer, con quien nunca tuve la suerte de conversar, le habría dicho: “Mi hermano, sus iglesias son obras de un gran místico, de alguien que sabe mirar para el cielo, mirar las curvas de las nubes, de los montes y sabe intuir lo que el ser humano necesita para entrar dentro de sí y construir un mundo que sea más humano y más justo.
Le habría dicho: “Usted busca la belleza y quien busca la belleza busca a Dios. Sus veintidós iglesias esparcidas por ahí, hablan también de su grandeza de hombre, un hombre sabio que no puede contentarse con construir palacios presidenciales, sino que tiene la necesidad de construir iglesias en donde las personas sientan que Dios –aunque no lo perciban- camina con ellas. Muchas gracias por sus iglesias, Oscar Niemeyer».
Traducido del portugués por H. Sergio Mora