Hay personas que saltan a la palestra cuando alguien notorio las recuerda. En monseñor Fernando Sebastián se ha fijado nada menos que el papa Francisco, aclamado en el mundo por las más prestigiosas revistas y medios de comunicación que lo han elegido como el personaje más relevante del año 2013. Solamente que el electo cardenal español, cuando el pasado día 12 de enero de este 2014 recién estrenado fue designado por el pontífice para asumir esta alta dignidad, ya era bien conocido y no solo en su país, ni a nivel exclusivamente eclesiástico, aunque indudablemente por su condición religiosa y pastoral, con su mente preclara que nutre su fecunda pluma, ha ido reflejando en los textos que brotan de ella lo que siempre ha sido su única inquietud: Cristo y su Iglesia. Y como «de la abundancia del corazón habla la boca», con ellos viene sembrando el panorama eclesial y social posicionándose de forma inequívoca en defensa de la fe, sin esquivar jamás asuntos tan controvertidos para muchos como es el tema del aborto.
Su fidelidad al papa y al magisterio eclesial hacen de esta figura clave de la nueva evangelización en España desde hace décadas un referente de incalculable valor en una sociedad frecuentemente huérfana de modelos de fidelidad. Su coherencia y autenticidad le confieren la autoridad moral para subrayar, como lo hace, el compromiso que debe asumir todo el que se precie de ser cristiano. Es lo fundamental. De nada valdría el rigor intelectual y la brillantez de una reflexión si la auténtica verdad estuviera prostituida. Gracias a Dios, monseñor Fernando Sebastián, intelectual sobradamente reconocido, une a su extraordinario quehacer académico –es un gran teólogo y profesor, además de aclamado escritor–, muchas virtudes que no pasan desapercibidas y por las cuales recibe un merecido reconocimiento que él, en su humildad, ha acogido sorprendido con la sencillez que le caracteriza. Ha dado lugar a un enjambre de felicitaciones que no cesan de llegar a la casa sacerdotal malacitana en la que reside. La bellísima Universidad Pontificia de Salamanca, de la que fue rector, decano y docente, tienen el orgullo de que su nombre esté cincelado por derecho propio en uno de sus muros y no cesa de reconocer la excepcional labor que desarrolló en ella. Citas de sus obras y conferencias resuenan en distintos auditorios y salpican trabajos diversos incesantemente, dotándoles del rigor que conviene.
Hay que decir que su persona suscita admiración y respeto también en sectores escasamente afines a la Iglesia. Cuando hay disparidad, que también existe, aunque sea menos representativa, y no viene avalada por el respeto, hay que pensar por fuerza que está revestida de flaquezas entre las que se halla la mediocridad. Es perfectamente legítimo discrepar, por supuesto; no lo es cuando las descalificaciones y críticas malhadadas las acompañan. El encasillamiento, la tendencia a prejuiciar lo que se hace y se dice cuando una persona es fiel a principios sustentados por sólidos pilares es un craso error; se caracteriza por una clamorosa esterilidad. Entretanto, los que persiguen esa verdad sin atavíos, verdad que dan a conocer tal como Cristo la entregó, y todo eso hace don Fernando, construyen, trazan sólidos puentes. Muchas veces se busca la aquiescencia ajena para seguir vulnerando el evangelio y la tradición eclesial. Nadie podrá decir que a ello se preste monseñor Sebastián, que se caracteriza, entre otras cosas, por su rotunda claridad. Nunca ha añadido ni una tilde ni una coma a lo que la Iglesia ha declarado. Es algo archisabido por formar parte del magisterio impartido dentro de las diócesis que ha presidido, a través de la Conferencia Episcopal española, en la que ha tenido gran relevancia, y que se detecta claramente en toda su obra porque forma parte de su vida.
El evangelio ya ha sancionado el signo que acompaña a los auténticos seguidores de Cristo: «Por sus frutos los conoceréis». No soy yo quien a estas alturas ha de recordar la impresionante trayectoria de don Fernando. No lo necesita; ahí está. Habla por sí misma. Por algo vienen confiando en él distintos pontífices poniendo bajo su amparo cuestiones sumamente delicadas, contando con su parecer. A sus 84 jóvenes años, como se pone de relieve por su incansable labor que no ha cesado, tiene la gracia de haber sido fiel a su vocación, un anhelo que posee quien determina entregar su vida a Dios, que en él se ha ido cumpliendo. Esto es lo crucial ya que ello da sentido a todo lo demás, incluido esta última elección cardenalicia de la que ha sido objeto, algo, dicho sea de paso, esperado por muchos por lo cual ha suscitado enorme alegría.
En su semblante lleva grabado don Fernando el gozo espiritual que tan fácilmente transmite con su proverbial cercanía. Es un hombre religioso, que se desvive por los demás, de gran reciedumbre, dador de paz, con un peculiar sentido del humor, afable y generoso, entre otras cualidades y virtudes que también le adornan. Nada de ello se improvisa; es fruto de la oración. Conmueve ver que su afán por lo divino fue precoz, y que nada de lo que haya ido llegando a su vida estas largas ocho décadas –que no habrá sido baladí, como Dios y él conocen–, lo ha empequeñecido. Esa fruición nació con fuerza cuando era casi un niño en el privilegiado entorno bendecido por la Virgen del Pilar, ya que Calatayud, su localidad natal, no dista muchos kilómetros de la capital, Zaragoza, la noble tierra aragonesa que tantas vocaciones ha dado a la Iglesia. Ella, María, le ha ido acompañando en su itinerario espiritual y pastoral. Se comprende que ingresara en la orden claretiana que tiene a la Madre del cielo en su centro, y que le dedicara el tema de su tesis doctoral en teología, coronada, por cierto, con su brillantez acostumbrada. Ese rasgo de generosidad que brotó de su corazón entonces, se ha ido incrementando al paso de los años. Podría haberse retirado a descansar. Pero él mismo lo ha dicho poniendo de manifiesto que un apóstol jamás se detiene. Incluso aunque ahora con su nuevo nombramiento reconozca que «le cuesta» meterse en «esta danza», sabe por experiencia, y así lo ha dicho, «que en la Iglesia» se trabaja «a fondo perdido» y, por supuesto, está dispuesto a continuar entregando su vida hasta el fin.
Estamos muy felices en Málaga de contar con su presencia y su sabiduría. Nos alegramos de que en este fecundo otoño de su existencia siga alumbrando los pasajes de nuestra identidad cristiana, en comunión con el papa, como siempre, y de que su sabio consejo pueda continuar enriqueciendo el devenir de la Iglesia. Desde esta privilegiada atalaya de ZENIT le agradecemos el bien que realiza con su vida, le felicitamos y enviamos un entrañable abrazo, recordándole que la oración de todos le acompaña y que contamos también con la suya. Muchas felicidades, querido don Fernando.