Nació en Chieri, Turín, Italia, el 15 de noviembre de 1847. Francisco, su padre, procedía de una notable familia que desconocía las penalidades económicas por hallarse bien situada gracias a sus prósperos negocios. Al casarse con Catalina, que no era de la misma posición social, fue desheredado. Se ganó la vida con el comercio y la chatarra. Era el precio de un amor que se mantuvo intacto entre el matrimonio, en cuyo seno nacerían ocho hijos –Magdalena fue la sexta–, de los cuales perecieron cinco. Buscando el bienestar para su familia participó como voluntario en la guerra de la independencia y siete años más tarde falleció a causa de una pulmonía. La situación en la que quedaron su esposa e hijos era lamentable. Y más cuando murió la primogénita. Magdalena tenía 8 años. Conmovida por el pesar de su madre, se ofreció a ayudarla y abandonó su educación escolar. Reemplazó a su hermana en el telar contribuyendo al sostenimiento de la familia, hasta que gracias a la generosidad de un primo de su madre, que les pasó una asignación, pudo regresar al colegio.
Después de recibir la primera comunión comenzó a dar signos de una peculiar cualidad para la docencia. Lo advirtió su profesora Rosa Girola, que fomentaba su responsabilidad en el aula. Barajada la opción de ser profesora, antes de cumplir los 15 años le llegó su oportunidad en la escuela de Buttigliera impulsada por el párroco. Superó los exámenes y se integró en la plantilla laboral. Continuó preparándose y escalando nuevos peldaños. A los 19 años se trasladó a Montaldo Turinés para hacerse cargo del centro escolar. Su vida docente estuvo marcada por el reconocimiento que suscitaba su acertado enfoque pedagógico. Era significativa la gran empatía que supo crear entre alumnos y familiares. Pero alguna vez experimentó el desarraigo y crítica de las gentes, como le sucedió inicialmente en Montaldo. Empleaba siempre una táctica que no le fallaba: su desinteresada entrega a los niños; así se los ganaba a todos. Íntimamente estaba dando gigantescos pasos cotidianos en su unión con Cristo. Ya estaba larvada en ella la convicción que expresaría años más tarde: «Ante el tribunal de Dios se rendirá cuenta del bien que, pudiéndolo, no hayamos hecho».
Su director espiritual, el párroco de la localidad, podía constatar su generosidad así como el desvelo con el que atendía a la parroquia. Comprometida con diversas asociaciones, solía ayudar económicamente a los menos pudientes. Siempre tuvo tiempo para visitar a los enfermos. La recepción de la Eucaristía iba transformándola. La proximidad evangélica de la caridad tuvo una de sus expresiones cabales en ella cuando se volcó en proporcionar a su madre la casa que jamás pudo soñar. Una vez ejercido ese acto filial, lleno de ternura, que tanta satisfacción debió producirle, se encaminó a la vida religiosa. Había rebasado la edad para ingresar en el noviciado, hecho que tuvieron en cuenta tanto las Hijas de la Caridad como las dominicas, y ambas la rechazaron.
Hallándose en Turín se entrevistó con Don Bosco, que vio en su presencia un signo del cielo que le enviaba directamente una nueva vocación. Costó mucho a los ciudadanos de Montaldo separarse de su querida maestra con la que se habían encariñado a lo largo de doce años. Pero ella partía como salesiana a Mornés felicísima de centrarse en el seguimiento de Cristo de forma exclusiva. Sus emociones irían quedando plasmadas en entrañables y enriquecedoras notas: «No busques la paz verdadera en la tierra, sino en el cielo, no en las criaturas, sino solo en Dios». «Todo pasa. Nos espera el paraíso». «¿Te molesta ir a aquel trabajo, aquella obediencia, aquella deferencia? Piensa quién es el que te manda, piensa en quién te espera».
A los 31 años, edad que tenía en ese momento, se hallaba en el ecuador de su vida; aún daría muchos frutos. Una de las sorpresas que recibió en Mornés fue constatar que, sin saberlo, llevaba dieciséis años compartiendo con Don Bosco el mismo sistema educativo dirigido a los jóvenes. No abandonó el aula. Como salesiana impartió clases en Nizza. Y pocos años después de haber profesado, en 1881 fue enviada a Trecastagni, Sicilia, para iniciar una fundación que fue fecundísima. Acogieron a niñas huérfanas y pobres. Pero luego su labor educativa se extendió a las que eran pudientes contando con alumnas internas y externas. Realizaron una labor catequética que reportó numerosas bendiciones. Internado, escuelas, colegios, oratorios...
Las religiosas siempre secundaron la acción edificante de Magdalena que se ocupó de todo: estuvo al frente de los centros como directora y profesora. Fue catequista, maestra de novicias, portera, lavandera, trabajó en la cocina, etc. Nada se le resistió. En la comunidad que presidía se vivía el fraternal espíritu evangélico de servicio y asistencia mutua. Supo ser servidora antes que nada. Tuvo presentes las palabras de la madre Mazzarello: «Amémosle a Jesús! Trabajemos solo por Él, sin miramiento alguno para con nosotras mismas. Tengamos ánimo: ¡Aquí lloramos, en el paraíso reiremos!». Después de dejar una nutrida comunidad de jóvenes vocaciones, partió a Turín con la alta responsabilidad de dirigir la casa.
No duró mucho allí porque la sobrecarga de otras hermanas que físicamente estaban mermadas requerían su presencia de nuevo en Sicilia. Permaneció al frente de las fundaciones de la isla dieciocho años, multiplicándolas. Enfermó a finales de 1900. Un destructivo cáncer de intestino le provocaba tales dolores que los médicos pensaban que debía haber enloquecido. Pero ella hacía gala de una delicadeza ejemplar rubricada en una serena sonrisa, aunque el mal iba mordiendo su vida, arrebatándosela con grandes dentelladas. «Jesús sufrió más que yo», decía. Y el 26 de marzo de 1908, en medio de terribles sufrimientos y casi sin calmantes –apenas podían hallarse en la época–, murió en Catania diciendo: «¡Jesús, no me abandones! ¡Todo como lo quieras tú!». Juan Pablo II la beatificó el 5 de noviembre de 1994.